Las mejores firmas madridistas del planeta

Mi Real Madrid favorito

El Real Madrid de los García

 

El Madrid de los García nunca fue el Madrid de los García sino el de mi infancia, el del tiempo en que siendo un niño me hice madridista porque qué otra cosa puede hacer quien aspire a alimentar un cierto sentido del honor. El Madrid de los García fue la teta de la que se nutrió mi afición al fútbol, la ubre bigotuda (el Madrid de los García era un Madrid de bigotes) de la que mamé las primeras alegrías y las primeras decepciones, como aquella final en París, dónde si no que en aquel París que aún representaba la promesa lejana de felicidad en un tiempo en que España salía del blanco y negro pero todavía miraba allende los Pirineos como si fuera Sabrina contemplando bajo un árbol la fiesta de los señores, a una distancia tan corta como aparentemente insalvable.

El Madrid de los García nunca fue el Madrid de los García sino el Madrid de los guerreros de entreguerras, el de los hombres en los tiempos sórdidos y bravos del Damned United, el de la época en que las tibias rotas se trataban con un trago de whisky, y al final de la batalla no esperaba otra gloria que un cierto alborozo de tacos largos y vuelo corto, y acaso un par de cervezas. El Madrid de los García tuvo que buscarse la vida en aquella época en que los españoles no sabíamos idiomas y el fútbol hablaba un inglés más cerrado que nunca, declinando ad nauseam et ad maiorem Dei gloriam la palabra patada, ya fuera al balón o a la pierna del adversario; un fútbol esencial, directo e inmisericorde, de un romanticismo canalla que no se manifestaba a través de efusiones líricas sino mediante una épica de barro, sudor y pitillo. El Madrid de los García se empeñó en meter la cabeza en un fútbol que metía la pierna, y a ese paisaje inhóspito y a ese terreno hostil se aferró con esa determinación que tan bien conocemos los madridistas, y que constituye el verdadero tejido de que está hecha nuestra camiseta.

el Madrid de los guerreros de entreguerras, el de los hombres en los tiempos sórdidos y bravos del Damned United, el de la época en que las tibias rotas se trataban con un trago de whisky, y al final de la batalla no esperaba otra gloria que un cierto alborozo de tacos largos y vuelo corto

El Madrid de los García nunca fue el Madrid de los García sino el Madrid del orgullo incólume del perdedor, un Madrid que no emocionaba con su fútbol sino con la intrepidez de aspirar a lo que le resultaba inalcanzable, con la ambición que le proporcionaba el saberse portador de la exigente tradición que el escudo representa, con la determinación callada y viril con la que acudía al combate, un combate cuyo resultado podía ser incierto pero en el que el arrojo se daba por descontado. El Madrid de los García jamás aspiró a la gloria, porque bastante tenía con mantener la cabeza erguida contra el viento duro que entonces era el fútbol, con sostener la mirada a melenudos de semblante hosco y escupitajo fácil, a leñadores que aún no habían cedido su lugar en el césped a bailarinas de malla y tutú, y sin embargo siempre ambicionó la victoria y la grandeza. El Madrid de los García podía perder, incluso a manos de alguien de tan escaso pedigree como Alan Kennedy, y podía hacernos llorar ante la ilusión desvanecida, pero nunca osó hurtarnos la posibilidad de sentirnos orgullosos de su lucha y de su coraje, de su plantarle cara al destino, de su negativa a aceptar lo inevitable; qué mayor muestra de madridismo -o sea, de amor- podríamos pedirle.

El Madrid de los García nunca fue el Madrid de los García, aunque también fuera el de los García Remón, García Navajas, García Cortés, García Hernández o Pérez García, sino el Madrid de los superhombres, el de los seres tocados por el dedo de Dios, los ungidos que convirtieron el fútbol en el verdadero teatro de los sueños, en un territorio donde se daban cita la grandeza, el orgullo, el esfuerzo y la superación. El Madrid de los García fundó, a mis impresionables ojos de niño, un olimpo luminoso e inocente, un rincón donde la belleza y la emoción respiraban puras, limpias del polvo de los caprichos de diva y de la paja de tatuajes, peinados y atuendos extravagantes; un refugio al que mi mirada desengañada de adulto vuelve una y otra vez en busca de esa emoción primera y sin mácula, de esa ingenuidad sin la cual el fútbol pierde no ya su nobleza sino acaso su razón de ser, y que se torna tanto más necesaria cuanto más avanza uno por la vida, esa ladrona que siempre acaba robándonos la inocencia. El Madrid de los García representa para mí, de esta manera y a pesar de que los madridistas hayamos disfrutado de equipos que han engrandecido en mucha mayor medida el palmarés del club, lo mejor del madridismo, que es casi tanto como decir lo mejor de la vida.

Stielike, Agustín, Sabido, G Cortes, G. Navajas y Camacho; Pérez García, Del Bosque, Santillana, García Hernández, Isidro

Porque el Madrid de los García nunca fue el Madrid de los García sino, digámoslo de una vez, el Madrid de Miguel Ángel, portero bajito cuyas acrobáticas pajaritas intentaba imitar yo en los campos de tierra del colegio, como atestiguaban los rasguños en mis rodillas y los rapapolvos de mi madre al llegar a casa con la ropa perdida de barro. El Madrid de los García fue el Madrid de Camacho, ese huracán que vino de Murcia para enseñar al mundo lo que es la lucha, la pelea, la dedicación, la superación de las mayores dificultades -incluida aquella gravísima lesión en sus primeros años- y, sobre todo, la voluntad indomable de triunfo; en definitiva, para encarnar lo más noble y más emocionante de que está hecho el madridismo. El Madrid de los García fue el Madrid de Stielike, aquel alemán que fichó Bernabéu porque, como habría dicho su sucesor cuarenta años después, había nacido para vestir nuestra camiseta, y que era el ejemplo de lo que cualquier profesional debería ser y el faro en el que cualquier jugador de nuestro equipo debería mirarse: entrega, compromiso, calidad, despliegue físico y, por encima de todo, una incapacidad innata para darse por vencido, para aceptar la posibilidad de la derrota. El Madrid de los García fue el Madrid de Juanito, que representaba la alegría, el optimismo, el carisma, el fútbol espiritoso, ágil, fogoso e incluso impetuoso, el orgullo de vestir la camiseta, la capacidad para aglutinar en torno a su persona la fuerza irresistible del madridismo, un madridismo que desbordaba su pequeña figura y rebosaba, efervescente e incontenible, por cada poro de su piel. El Madrid de los García fue incluso el Madrid de Laurie Cunningham, aquel inglés que vino de las islas por un precio astronómico y que no sólo encaraba las defensas con audacia y electricidad, sino que además tenía el atrevimiento de ser negro en una época en que el fútbol era cosa de blancos.

Pero si el Madrid de los García nunca fue el Madrid de los García sino el de los dioses citados, no hubo otro dios que alcanzase la altura celestial de Santillana, aquel chaval que llegó de tierras montañesas para convertirse en el delantero centro más legendario de la historia del Real Madrid, sin más herramientas que un prodigioso remate de cabeza y, sobre todo, una voluntad de hierro, discreta y callada pero insobornable, una inteligencia extraordinaria y una nobleza natural perfectamente compatible con la competitividad y el afán de superación. Para quienes no padecemos de miopía, Santillana es el mejor jugador de fútbol de la historia, y nadie logrará jamás convencerme de lo contrario, porque fue él y no otro quien ahormó mi madridismo, quien me enseñó los valores del club, quien encendió mi amor inextinguible por el Real Madrid hasta el punto de identificar -todavía hoy- al Real Madrid con su figura. Fue Santillana quien llegó al club sin hacer ruido y sin pedir perdón, fue Santillana quien a fuerza de tesón, serena confianza en sus posibilidades, trabajo y más trabajo, escribió su nombre de manera indeleble en la historia del club, y fue Santillana quien, llegado el momento, se hizo a un lado para dejar paso a un tal Butragueño con la misma elegancia con la que la Mariscala, sabedora de la inutilidad de luchar contra el paso del tiempo, renuncia a su joven amante en el final de El caballero de la rosa. Habrá habido madridistas de más calidad y con mejor palmarés que Santillana, e incluso los habrá más determinantes que él; pero ningún futbolista de nuestro equipo ha conseguido ni conseguirá jamás que mi alma vibre de la forma en que aún lo hace cuando oye mencionar su nombre.

Santillana es el mejor jugador de fútbol de la historia, y nadie logrará jamás convencerme de lo contrario, porque fue él y no otro quien ahormó mi madridismo, quien me enseñó los valores del club, quien encendió mi amor inextinguible por el Real Madrid

En fin, el Madrid de los García nunca fue el Madrid de los García, y puede que tampoco fuera el Madrid que dejó tan honda impresión en mis ojos de niño: es posible que la realidad fuera más prosaica y que para conocerla con precisión haya que despojarla del velo dorado con que a menudo la recubrimos al evocar el pasado. Pero así está aquel Madrid grabado a fuego en mi memoria y así debe seguir estando. Al fin y al cabo, qué importancia tiene la realidad cuando los recuerdos son tan hermosos.

 

Mi Real Madrid favorito

1-El Real Madrid de Capello

2-El Real Madrid de Di Stéfano (años 50)

3-El Real Madrid de Mourinho

4-El Real Madrid de Zamora

5-El Real Madrid de la Quinta del Buitre

6-El Real Madrid de los Galácticos

7-El Real Madrid de Miljanić

8-El Real Madrid de la Quinta del Ferrari

9-El Real Madrid de la posguerra (años 40)

10-El Real Madrid de los García

11-El Real Madrid de Valdano

12-El Real Madrid Ye-yé

13-El Real Madrid primigenio (1902-1924)

14-El Real Madrid del "4 de 5"

 

 

El 27 de mayo de 1981 caía el Real Madrid ante el Liverpool FC por 0-1 en la final de la Copa de Europa. La primera final de la máxima competición a la que llegaban los merengues tras la consecución de la 6ª Copa de Europa de los yeyés en Bruselas en 1966.

Pongámonos en contexto. En 1981 se cumplían tres años del fallecimiento del gran arquitecto del Real Madrid moderno, Don Santiago Bernabéu. Don Luis de Carlos, un hombre discreto y caballeroso proveniente de la última junta directiva de Bernabéu, presidía el club de manera continuista, sin grandes alardes mediáticos y con una minuciosa contención de los gastos, ya que la economía del club no era nada boyante a finales de los 70. Desde 1979, el entrenador elegido fue Vujadin Boskov, que sustituyó a Luis Molowny, el entrañable Mangas, hombre apagafuegos del club y a quien, bien es sabido, no le gustaba nada entrenar al primer equipo.

La temporada 1979-1980, Boskov había logrado el hito de conquistar un doblete Liga-Copa del Rey, con lo cual su crédito como entrenador estaba íntegro. La liga 80-81 fue un mano a mano con la Real Sociedad de los Zamora, Arconada, Satrústegui y López Ufarte que finalmente se perdió en la última jornada, tras empatar a puntos -con el goal average a favor de los donostiarras (3-1 en el viejo Atocha y 1-0 en el Bernabéu)- y tras un gol in extremis de Zamora en El Molinón cuando los merengues casi estaban celebrando el título en el estadio de Zorrilla, el 26 de abril de 1981.

Para esa fecha, el Real Madrid ya estaba clasificado para la final de París, tras haber eliminado cuatro días antes al rocoso e incómodo Internazionale de Milán (2-0 en el Bernabéu, con goles de Santillana y de Juanito, 1-0 en San Siro, gol del central Bini), tras una auténtica batalla campal en Italia, con lanzamiento de multitud de objetos sobre los nuestros, con un vergonzoso comportamiento de los tifosi que posteriormente acarrearía el cierre de San Siro para varios partidos.

el 27 de mayo de 1981, el real madrid cayó 0-1 ante el liverpool en la final de la copa de europa

El recorrido europeo del Madrid pasó por eliminar al Limerick irlandés (7-2 en el global), Honved húngaro (el mítico equipo de Puskás, por 3-0) y el Spartak de Moscú (2-0). Recordemos que en aquella época tan solo jugaban la Copa de Europa los campeones de las diferentes ligas, además del campeón vigente, con lo cual los cruces podían ser mortíferos desde la primera eliminatoria.

Desde el fin de la Liga, 26 de abril, hasta el 27 de mayo, día de la final en París, hubo un largo periodo de escasa actividad en el que los nuestros estuvieron casi desconectados de la alta competición, con una serie de partidos de eliminatorias de Copa del Rey ante Recreativo de Huelva y Sporting de Gijón (que acabó eliminando al Madrid en cuartos de final). El Real Madrid se iba a jugar literalmente la temporada ante el Liverpool FC para poder participar en la siguiente edición de la Copa de Europa. Pero a los ingleses les pasaba exactamente lo mismo, ya que aquella temporada la liga inglesa había sido conquistada por el Aston Villa, y el Liverpool había sido quinto tan solo.

El Madrid debía superar el mazazo de haber perdido la liga en el último minuto y hacer frente a uno de los mejores equipos de aquella época, el Liverpool FC de Bob Paisley, el entrenador más laureado de la historia de su club, y que muy recientemente había conquistado 2 Copas de Europa de forma consecutiva (76-77 y 77-78), con unos jugadores altamente experimentados en lides europeas de altísimo nivel.

Frente a ellos, un equipo muy joven (los más veteranos: Goyo Benito y los dos porteros internacionales Miguel Ángel y García Remón estaban por entonces lesionados), capitaneado por Santillana (28 años), y que llegaba a París con una pléyade de canteranos y, por mor de la legislación del momento, tan solo dos extranjeros: Uli Stielike y Laurie Cunningham.

Estos dos últimos llegaban tocados a la final, el inglés arrastrando molestias toda la temporada (tan solo había disputado 11 partidos) y el tanque alemán con una reciente rotura muscular 10 días antes que aún no había cicatrizado convenientemente. Además, otra de las figuras del equipo, Juanito, sufría de grandes molestias en una de sus rodillas.

En la eliminatoria anterior, el guardameta Agustín, con 21 años tan solo, había suplido a la perfección al titular Mariano García Remón en ambos partidos contra el Inter, convirtiéndose en la pesadilla, entre otros, del ariete de la squadra Azzurra, Alessandro Altobelli. La defensa la iban a formar cuatro canteranos como García Cortés, Sabido, García Navajas y José Antonio Camacho, con una media de apenas 23 años de edad. Tan solo Camacho contaba con experiencia internacional tanto en el club como en la selección española.

Aparentemente, el Madrid iba al matadero en aquel partido, con una media Ángel-Del Bosque-Stielike algo mermada físicamente. La delantera, al menos por nombres, Juanito-Santillana-Cunningham, era a priori la mejor línea, aunque ya se ha dicho que dos de ellos iban a jugar infiltrados.

Frente a ellos, los Reds de Paisley, una verdadera selección inglesa (Clemence, Neal, Lee, Mc Dermott…) aderezada con los mejores escoceses del momento (Hansen, Souness y el gran Kenny Dalglish).

Fue la primera final a la que asistí fuera de España. Por edad no pude –ni recuerdo nada– ir a la de 1966 en Bruselas, pero sí que estuve aquella triste tarde-noche en el Parque de los Príncipes de París, escenario mítico para cualquier madridista, por haber sido sede de nuestra primera gran gesta internacional en 1956 ante el Stade de Reims de Raymond Kopa. Me hubiese gustado ir con mi querido padre, el inculcador de mi madridismo, pero una inoportuna lumbalgia lo dejó fuera de juego, impidiéndole viajar. Así pues, junto a mis dos hermanos mayores, emprendimos un viaje complicado a París por tren, con el mítico “Puerta del Sol”, que tardaba unas 13 horas desde la estación de Chamartín a la de Austerlitz en París (con cambio de vías incluido en la estación de Hendaya).

Aquella final fue en miércoles (no como hoy en día que son en sábado), con lo cual mis hermanos tuvieron que pedir permiso en sus respectivos trabajos, y yo escaquearme unos días del colegio, ya que hubo que salir de Madrid el martes por la tarde y coger el tren de regreso a Madrid el jueves por la noche para llegar a casa el viernes. Actualmente, esto casi nadie lo haría, pero los viajes en avión en 1981 eran considerablemente más caros que los de tren.

Aunque ha pasado mucho tiempo, yo iba muy ilusionado a la final, casi satisfecho simplemente porque mi equipo había sido capaz de llegar hasta allí tras dolorosas eliminaciones en años anteriores como ante el Bayern en 1976 y, sobre todo, el año anterior, 1980, en la que, pese a haber batido en la ida de semifinales al Hamburgo de Keegan, Kaltz, Magath y Hrubesch por 2-0 (con el famoso marcaje de Pérez García al astro inglés, ex del Liverpool por cierto), fuimos literalmente barridos en el viejo Volksparkstadion por 5-1 en una de aquellas noches aciagas por tierras alemanas. Hubiese sido importante alcanzar aquella final, ya que se jugó en el Santiago Bernabéu (y que finalmente fue conquistada por el Nottingham Forest de Brian Clough ante el Hamburgo por 1-0).

Hoy en día, tras haber asistido a seis victorias in situ (de la Séptima a la Duodécima), para mí el espíritu de viajar con el equipo conlleva el viajar para ganar, no concibo otro objetivo. En 1981, cuando prácticamente (tras la conquista de las seis primeras Copas de Europa), me sentía como un Paco Martínez Soria de la vida en “La ciudad no es para mí”, solo por ir a París ya era una enorme satisfacción el viajar con el equipo. Amaneciendo ya en la estación del sur de París, Austerlitz (nombre que conmemora una de las más afamadas victorias bélicas de Bonaparte), y sin la boina de Don Paco, recuerdo aquel día como un regalo que me dio la vida, paseando por las riberas del Sena, husmeando en librerías de viejas novelas ya olvidadas del gran Alejandro Dumas (“Los 45”, “El tulipán negro”, “El doctor misterioso”, “La hija del marqués”), en un día primaveral donde todas las terrazas el Barrio Latino estaban tomadas desde primera hora por ruidosísimos ingleses, y donde se hacía difícil toparse con seguidores madridistas: éramos muchos menos que ellos, menos bulliciosos y algo intimidados.

Yo creo que ninguno de los madridistas asimilábamos que habíamos llegado a la final, era algo nuevo para la mayoría, e íbamos como para ver qué pasaba. Me temo que a los chicos de Boskov les pasaba algo similar. Ya era todo un éxito, una hazaña descomunal haber llegado hasta allí. Sinceramente, en ningún momento nos creímos, ni los aficionados, ni los equipos, que íbamos a conquistar el trofeo. No recuerdo ni siquiera ningún cántico del estilo “La Séptima Copa la vamos a ganar”, sintonía que no paró de sonar 17 años después por las calles y canales de Amsterdam antes del partido.

Situados en uno de los fondos del Parque de los Príncipes, contemplamos una de las finales menos emocionantes quizás de la historia, prácticamente sin ocasiones por ambos bandos, con una inmensa goleada en los graderíos de ingleses sobre españoles (sin exagerar, la proporción debió de ser fácilmente de 5 a 1), que no paraban de cantar. Se me metió en los oídos el “You’ll never walk alone” –era la primera vez que lo oía– y, desde entonces, confieso que tengo mucha manía a ese himno, y por añadidura, al Liverpool FC, un equipo que aquella noche no fue superior –ni inferior–, pero que me hizo llorar como nunca aquella noche del 27 de mayo de 1981 en la que los nuestros se dejaron la piel pero apenas dispusieron de un par de ocasiones del gran Santillana y una enorme de Camacho, una vaselina solo ante el enorme portero Ray Clemence, que se marchó por muy poco por encima del travesaño.

Ya poco importa si el gol de Alan Kennedy en el minuto 82 fue culpa del saque de banda de García Cortés o del meta Agustín, ya que el balón pasó entre sus piernas. Una final no se puede resumir por una sola jugada. Uno por uno, los integrantes del cuadro inglés parecían superiores y los nuestros bastante hicieron con aguantar con dignidad el empate a cero, pese a notables carencias defensivas y de construcción de jugadas elaboradas, amén de la merma física de tres de nuestros mejores puntales.

Pienso que la historia no valoró lo suficiente los méritos de la labor de Boskov, que, con escasos mimbres, logró alcanzar aquella final con el mal llamado “Madrid de los Garcías”, hazaña que no logró por ejemplo la Quinta del Buitre, con mucha mayor calidad en sus filas. Boskov alineó de inicio aquél día a seis jugadores de la Fábrica (Agustín, García Cortés, Sabido, García Navajas, Camacho y Del Bosque), además de a Paco Pineda, que entró en los últimos minutos por García Cortés. Poco se habló de esto en su momento y nada se destacó.

37 años después –casi día por día–, el gran equipo de Zinédine Zidane, el equipo de Ramos/Marcelo/Modric/Cristiano, el ganador de tres de las últimas cuatro Copas de Europa, un grupo que ya es parte de la más lustrosa historia del fútbol mundial, tiene la ocasión de sumar una brillante muesca más a su palmarés y de añadir al Liverpool FC como otro de los clubs a los que ha derrotado en la mejor competición de clubs del mundo. Nuestros Santillana & Compañía, nuestros Juanito Gómez y Laurie Cunningham (y Don Luis de Carlos y Vujadin Boskov), allá donde estén, sonreirán al ver que su obra histórica quedará completada. A por ellos pues. Borremos a los de Anfield de nuestras oscuras pesadillas del pasado.

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