Alfredo. Maestro, sargento, general, compadre
Si uno cesara en su pulsión y dejara de escribir en este instante, con lo dicho y lo que saben ustedes podrían imaginarse una historia de los vínculos entre ambos semidioses madridistas, cuya dimensión exacta sólo ellos conocieron hasta llevársela a su infinito. Bastarán unos retazos aquí para dar más vida al titular, tan expresivo por sí mismo que la contiene en dimensiones suficientes para que se recreen con su memoria: las neuronas siempre guardan los buenos recuerdos —¡cómo no los grandes!—-, si bien cumpliré con mucho gusto mi empeño teogónico para que no me acusen de vivir de las rentas de la simplicidad.
Cuando Paco llegó a Madrid con diecinueve años se debió sentir como Tarzán en Nueva York o Moctezuma ante Cortés, tanta distancia había entonces entre la dura y cerrada vida rural y los ajetreos de la capital, de los que nunca fue muy amigo. La adaptación fue aún más ardua, porque su potencial pasó desapercibido en sus primeros meses tanto para el público como, quizás, para sus compañeros, que no sabían muy bien qué hacer con el célere e insólito recién llegado. Hasta se dice que la directiva pensó en cederlo, lo que quizás hubiera cambiado la crónica blanca para siempre. Con frecuencia, la historia pende de muchos hilos, algunos trascendentales y multitud evanescentes, como el citado, que unidos pesan tanto como aquellos.
Lo que importa a esta narración es que, en aquellos momentos de zozobra personal y profesional relativa, Alfredo Di Stéfano se convirtió en su valedor principal, resaltando su utilidad como chutador de inusual potencia y extremo fatigador de defensas. Asimismo, lo adoptó como pupilo en el césped, pues ya que había avistado un futuro y comprometido su opinión, el joven cántabro habría de aprender lo mucho de lo que carecía para cautivar su confianza plena.
Así pues, el entrenamiento de Alfredo y Paco era uno y dual, convertido el segundo en discípulo del Maestro y el primero en instructor estricto del segundo. Quizás sea superfluo este último adjetivo incorporado al nombre del hispano-argentino, a salvo de que me da pie a indicar que la levedad en su idea del fútbol es impensable. ¿Se imaginan ustedes a Di Stéfano con algún asomo de intrascendencia o ligereza sobre el césped o en su mente? Fue su carácter el que le señaló como el mejor jugador de su momento, para muchos el mejor de siempre. Paco siempre lo dijo, y rescató de su ilimitado repertorio para resaltarlas su ubicuidad y su rapidez, ambos frutos de un físico veloz, fuerte y resistente a la vez, galvanizado por una determinación absoluta.
Como el esfuerzo une más que la diversión, de tanto sufrir y ganar partidos y títulos, la admiración mutua y la confianza recíproca surgió con más fuerza que la de sus piernas
Pronto se convirtió en el general del equipo, adquiridos sus galones con su ejemplo sin reproche. No sólo era un batallador con clase, sino que exigía del resto sin excusa que se esforzasen tanto como él. Alfredo reprendía de voz, de mirada y de gesto, y el respeto ganado reforzaba sus peticiones sin réplica posible. En cierta ocasión, Paco cortó su carrera hacia un balón inalcanzable. Cuando se dio la vuelta, la mirada de Alfredo lo taladró, así que, pronto entendió que debía de correr a por lo posible y lo imposible.
Como el esfuerzo une más que la diversión, de tanto sufrir y ganar partidos y títulos, la admiración mutua y la confianza recíproca surgió con más fuerza que la de sus piernas. La mañana de la final de 1958 contra el Milán, dos madridistas de pro, padre e hijo, paseaban por el hotel de Bruselas donde se alojaba la expedición, que incluía a los escasos seguidores madridistas que en aquellos tiempos seguían al Madrid a muchos viajes y todas las finales. José Paz Maroto se acercó a una mesa del vestíbulo donde algunas jugadores charlaban y tras saludar al nueve le preguntó sobre el destino del partido con un coloquial ¿qué haremos hoy, Alfredo? “Lo que quiera el mudo”, espetó con gracejo tras señalar a Paco al fondo del salón. Ni entonces ni más tarde fue muy hablador, pues como bien señaló Amancio en fechas recientes, Paco era hombre de pocas palabras y nunca se le conoció una mala. Quiso el destino que la frase se convirtiera en profecía, ya que el Real Madrid ganó la final al Milán con un gol de oro y de Gento en la prórroga de un encuentro tenso y agotador. (3-2)
Años después, siendo este voluntarioso cronista persona adulta, cada vez que me encontré a Alfredo Di Stéfano en el club, en algún acto deportivo, en un bar o restaurante del barrio de Chamartín, de forma invariable, me saludó y me dio conversación con una familiaridad que me azoraba. Mi privilegio no era haber sido un jugador de baloncesto de la casa, sino el sobrino de Paco, sobre el que me preguntaba con cariño y detalle, y al que siempre mandaba recuerdos por si lo viera antes que él. Siempre respondí con respeto a sus consejos, que también me los ofreció, y nunca dejó de sorprenderme la atención que me dedicaba sin que mediara entre nosotros ninguna otra relación directa, salvo la de Paco como mediador involuntario. Tamañas muestras de afecto y consideración —y la veneración con la que Paco se refería a él— me invitaron a deducir que sobre el compañerismo y la admiración mutua se erigió una amistad indestructible, sobre los cimientos abismales de la verdad y la admiración afirmados en tantos años de viajes y giras, de sinsabores y triunfos. Y en cinco Copas de Europa con las que el Real Madrid comenzó La forja de su gloria*.
*La forja de la gloria es el título de la inconmensurable síntesis de la historia del Real Madrid cavilada por el insustituible Antonio Escohotado, que tuvo como pinche o secretario a nuestro editor, el menos insigne pero adorable, Jesús Bengoechea.
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