Las mejores firmas madridistas del planeta

Isco no era titular. Había llegado en 2013 y aunque no se podría decir que hubiese contado con pocos minutos, el andaluz todavía no había pisado el césped con la firmeza del inicialista indiscutido. No por ello, su estancia de casi tres temporadas en el Madrid había sido ignota. Isco había sumado, había aparecido en los momentos más importantes, como la final de Lisboa, y había encandilado a la exigente grada merengue desde el primer control de balón. “Isco, Isco, Isco”.

El ex del Málaga era un futbolista de técnica colosal, personalidad y presencia. A nivel de talento, quien recogía el testigo de la generación de campeones. Eso lo sabía el Real Madrid cuando lo fichó con apenas veintiún años y todavía muchas dudas sobre cuál sería su evolución como futbolista. Isco era una amalgama de talento y determinación que recordaba a los grandes mediocampistas ofensivos de las décadas anteriores. Su relación con la creación en el mediocampo y con las jugadas de gol hacían de él una pieza a tener, pero de difícil encaje: existía el peligro de enfocarlo en demasía a una de las dos y perder al jugador al completo. No se trataba de un Iniesta o un Silva, futbolista de su estirpe y posición, pero con una relación menos íntima con la boca del área. Isco era Aimar, Raí, Zidane o el último Baggio.

No obstante, el fútbol profesional recibió a Isco con Pellegrini y este lo puso donde él supo congeniar talentos así con las exigencias del paradigma de este siglo. Desde la banda izquierda del mediocampo malagueño, Isco fluctuaba entre jugadas de Ronaldinho y otras de Djalminha. Y estos nombres no son escogidos al azar. El fútbol de Isco, aunque español del siglo XXI, también está estrechamente ligado por una filiación sentimental al fútbol brasileño de los ídolos que tuvo cuando crecía. Isco quiere tocarla todo el rato. Tenerla, jugarla y crear. Su adaptación a los menesteres tácticos y estándares de juego de sus paisanos mediocampistas ha sido difícil y por eso su paso por la selección española ha sido complicado. Al finalizar el Mundial de Rusia 2018, Isco fue uno de los señalados por los analistas: su cuerpo estaba vestido de rojo, pero su corazón de verde y amarillo.

En estas seis temporadas, el mejor Isco solo lo hemos podido ver de forma continua bajo la dirección de Zidane. El jugador nunca ha detenido su crecimiento ni dejado de parecer uno de los mejores de su quinta. Sin embargo, la sensación de que algo no termina de encajar no lo ha abandonado salvo durante los grandes meses de juego de Zidane como entrenador del Madrid.

Cuando llegó, Isco fue titular por un tema circunstancial. La apuesta de Zidane fue de balón y control. En el 4–3–3, Kroos era el mediocentro, Modric el interior derecho e Isco iba por izquierda. Sería inexacto decir que fuese el interior izquierdo. La dinámica de movimientos de Alarcón era más parecida a la de los viejos enganches de los 70’s cuando todavía el 4–3–3 era el sistema de moda y no el 4–4–2. Isco intercambia alturas al son de su voluntad, siempre un escalón por encima de Modric, y se permitía moverse sobre el eje horizontal. No se podía decir que era un interior alzado, puesto que no fijaba su posición, sino que bajaba, subía e iba a los lados. La correcto sería decir que jugaba de lo mismo que Zidane cuando era futbolista, más allá de cómo estuviese compuesto el mediocampo.

Desde esa zona, Isco no participaba mucho en salida, aunque sí bajaba como auxilio y apoyo, escorando su posición sobre la banda al modo en el que lo haría Kroos meses después. El resultado era distinto porque lo de Isco no era ordenar, sino crear. Recibir, conducir, encarar y filtrar el balón para construir un nuevo mundo, destruyendo el anterior. Ese primer mes de Isco con Zidane fue el mejor del andaluz en su andadura en Madrid hasta entonces. Todo su juego tenía sentido para que lo que quería el equipo: su técnica sumaba golpes de calidad a la tenencia del balón y su deseo eterno de balón se traducía en una posesión más larga. En otros escenarios, esas dos características del juego de Isco crean desequilibrio; en el Madrid de Zidane, ofrecían estructura. Había nacido un matrimonio.

La luna de miel acabó rápido. El Madrid comenzó a encontrar inestabilidad en su fútbol y pronto Zidane sacrificó un puesto en el XI para dar entrada a Casemiro, regresando Isco a su rol de suplente de oro del que solo saldría a final de año. Las lesiones de jugadores blancos favorecieron la rotación de Isco, que dejaba buenas actuaciones cuando podía en el sitio que le tocara. Pero cuando el lesionado fue Casemiro, Isco tuvo su segunda gran oportunidad.

El Madrid de fines de 2016 era un equipo mucho más atacante y asentado que el que había ganado la Champions meses antes. Una de las consecuencias era que presionase más como mecanismo principal de recuperación de balón: el equipo se juntaba sobre una de las bandas y si perdía la pelota, el triángulo de posesión presionaba, forzaba el error y atrás aparecía Casemiro como coche escoba para ganar la pelota. Sin la lateralidad y agresividad del brasileño, y con Isco como reemplazo, Zidane cambió su sistema: siguió jugando 4–3–3, pero invirtió el triángulo, centrando a Isco por delante de un doble pivote. Desde esa posición más al medio, el español podía acudir a donde estuviese el balón con más libertad y tranquilidad respecto a su posición en defensa. El Madrid a cambio ganaba otro pedazo de Zidane: creatividad, soltura, rebeldía con el balón y tenencia de la pelota en el último cuarto gracias al fútbol de Isco, menos urgente que, por ejemplo, el de James Rodríguez, su competencia. Por otra parte, perdía capacidad para presionar. Tanto por la ausencia de Casemiro como por la estructura: tal y como descubriesen muchos equipos en los 80s, es muy difícil cubrir el ancho del campo con solo tres mediocampistas, especialmente si uno tiene libertades especiales en la recomposición de la figura defensiva.

La plantilla del Real Madrid para la temporada 2016/2017 es una de las candidatas a mejor nómina de la historia del fútbol. La acumulación de talento por cantidad, calidad y diversidad es muy difícil que tenga parangón. Por eso, Zidane elaboró un sistema de rotaciones según la competición que finalmente se rompió a final de temporada, pero que permitió explotar el capital futbolístico que tenía de modo que compensara sus decisiones estructurales en cuanto a lo táctico. Cambió el juego de posición por una cuota imposible de talento y eso le permitió competir todo hasta el final de forma de regular y también darle a Isco preponderancia como puente entre las dos unidades del Madrid. No era lo ideal, pero Isco podía sumar minutos y juego como comandante del Madrid.

Para la primavera, las coyunturas se alinearon nuevamente en favor de Isco. Dos lesiones de Gareth Bale en abril sacaron al galés de la recta final de la temporada y abrieron un puesto para él en el XI de gala. Zidane, que había demostrado no estar casado a ningún sistema, acomodó a sus once futbolistas como mejor creyó que podían jugar todos: más de una década después, un candidato a ganar la Champions League se presentaba en a las instancias finales con un 4–4–2 en rombo, el sistema de los 90s. Casemiro e Isco en los vértices verticales, Kroos y Modric a los lados.

Sobre el campo entonces se vieron los mejores pasajes de fútbol del equipo de Zidane, que por fin podía juntar a sus tres cerebros con su hombre escoba y su goleador. La mezcla de esos tres elementos dio forma al equipo. El Madrid de Zidane al completo. En mayo, comenzaron a dar exhibiciones técnicas y de juego, preparándose para el gran día. El Real de Kroos, Modric e Isco vapuleó futbolísticamente a la Juventus de Allegri, el equipo más serio de la temporada. Tras unos ajustes que alzaron en defensa Kroos, abriendo a Isco, para luego intercambiarse en el ataque, con Toni de regista lateral y el ‘22’ de enganche, el Madrid superó ampliamente a los italianos en la final con un fútbol destellante y dominador. Al orden y la sobriedad de Kroos y Modric, Zidane había aunado la magia de Isco. Tres cerebros que eran uno, el de su entrenador, unidos no por el balón sino por una doble zeta. El Zidane futbolista había vuelto a vestirse de blanco y sucedió una noche en Cardiff.

Los cerebros de Zidane:

    I. Origen.

  II. El gran director.

III. Modric, el Blanco.

III. Sucedió una noche en Cardiff

El Zinedine Zidane jugador era una pieza de museo. La amalgama de técnica y creatividad, aunada a un lenguaje corporal tan fino como histriónico, producen un efecto hipnótico. Uno se puede sentar a ver un vídeo suyo en Youtube que supere los quince o veinte minutos incluyendo nada más que controles y otros gestos técnicos con música de Tchaikovsky y confundirse y pensar que está viendo una versión alternativa de El Lago de los Cisnes del Ballet Imperial Ruso.

Por eso, sobre ese Zidane se creó una narrativa que lo erigió como un performer preciosista. Empujada al absurdo, esa visión de las cosas también llevó a un runrún que disminuía el nivel futbolístico de Zidane y hablaba de él solo en esos términos: esteta y artista, que, sin eufemismos, para algunos es decir que su fútbol era charlatán. Nada más lejos de la realidad. Aunque todo en Zidane, desde el regusto sibarita que se te queda en la boca al decir su nombre completo hasta su berninesca estructura ósea, resulta grácil y bello, sería necio confundir eso con guadianismo o la mínima nota de levedad en su fútbol. Porque el fútbol de Zidane siempre fue pesado, serio y austero. No había en sus refinadísimas ruletas nada que no fuese una piscina de practicidad. Era el gesto técnico perfecto ante cada situación, fuese este un toque de primera a dos metros y desmarque que arrastre marcas o un control orientado con el talón más giro y cambio de frente con el exterior dejando turuleto al defensa.

Como el fútbol es un deporte que alimenta el ego y el alma, aquellos que dominan el balón con el toque celestial de los elegidos suelen encontrar en su apropiación de la pelota la necesidad de exhibirse. Los hay lúdicos, malabaristas que encienden las gradas y minan el espíritu de los rivales. También los hay regios, que se asoman a la pelota requiriéndola todo el tiempo para lucirse, mostrarse y sentir que están jugando. Por eso, esa cualidad zidanesca de ser justo y sobrio teniendo todo para no serlo es singular. Siendo el mago más mago, lo normal es ser Saruman - y rendirse a la tentación -, que Gandalf. Y eso fue Zidane, el blanco. Y eso es lo que fue Modric para él cuando se sentó en el banquillo del Bernabéu.

Luka ya era grande antes de la llegada de Zidane. Un brujo que parecía un Cruyff reencarnado, pero en mediocampista, croata y pequeño. Siendo genial como lo era, Modric era quizás el mediocampista más versátil de su generación. Dotado de un talento técnico y táctico que subía a su minúsculo cuerpo en hombros de gigantes, Modric hacía todo lo que puede hacer un mediocampista. Un personaje de rol que invocaba sus poderes a discreción según la necesidad del partido. Un sabio consciente, porque además Modric se hacía a sus equipos y sentía sus necesidades y miedos, obrando con la responsabilidad de un líder y no de un héroe.

Cuando Zidane tomó el mando del equipo, el Madrid estaba herido y Luka, sensible y émpata, había decido atenderlo imprimiendo a su fútbol con tinta sigilosa. El riesgo, tan importante como el control, desapareció del lenguaje de su juego. Sin pelota, jamás amenazaba la espalda del mediocampo contrario, guardando su posición de bisagra defensiva; y con ella, acudía a la horizontalidad en lugar de su clásico regate vertical, enajenado y mortal. Esa respuesta anímica de Modric duró varios meses después de la llegada del francés, quizás porque el Madrid que gana la undécima todavía necesitaba de ese Modric, casi como si se trátase de las rueditas auxiliares de una bicicleta cuando uno está aprendiendo.

Pero tras la obtención de la primera Champions, Zidane cambió su fórmula de libertad individual y cautela colectiva. Para el día a día, dejó que su Real Madrid se soltara la melena y se quitara los zapatos sobre el prado. El metal europeo había ahuyentado los miedos. Con la confianza por las nubes, Modric dejó el escudo y se convirtió en espada: la versión más agresiva y atacante del futbolista comenzó a verse, con desmarques y movimientos verticales continuos y sed de sangre.

Aunque irregular, como el Madrid mismo, cuando Luka tenía el día, los blancos arrasaban. Zidane no necesitaba de él que fuese su elemento de control, algo para lo que ya estaba Toni, sino que fuese un cerebro responsable y sobrio, como él mismo. En defensa, Luka se mostraba como un campeón, niveles y formas que su entrenador nunca conoció; en ataque, el francés contaba con él para que fuese el equilibrio de todo: con atacantes tan exhibicionistas como Ronaldo, Benzema, Bale e Isco, la practicidad sabia de Modric con y sin la pelota hacía balanza. Compensaba lo que hacían sus duendes y añadía dosis de simpleza al ataque blanco. Ellos eran Del Piero y él Zidane, punto y contrapunto.

Modric terminó la temporada 2016–2017 como un tiro. El Madrid que llegó a Cardiff, en la cima de sus poderes, lo tenía a él como punto de equilibrio. El dominio emocional corría por parte de otros: lo de él, era hacer transformar aquello en superioridades tangibles desde la táctica y la estructura. Traducía los principios de juego del Madrid en verbo. Y se lucía, porque no había otro que con el exterior la pusiera como él y que, siendo mediocampista, se deslizase por el pasillo central como la facilidad con la que él lo hacía. Sin dar nunca un paso superfluo ni una palabra de más. Era él, Modric, El Blanco.

 

Los cerebros de Zidane:

    I. Origen.

  II. El gran director.

III. Modric, el Blanco.

III. Sucedió una noche en Cardiff

 

 

Cuando Toni Kroos llegó al Real Madrid, el club merengue fichó a un futbolista del que se sabía, desde que era un adolescente, que iba a ser uno de los mejores mediocampistas de su generación. Por talento y por carácter. No obstante, aquel joven rubio de hace cinco temporadas no era la estrella indiscutible que es hoy. Para empezar, todavía no había encontrado su lugar en el campo. Eso ocurriría en el seno blanco.

Kroos había aterrizado en la élite como un mediocampista ofensivo de los que Alemania forjó durante décadas, un potro de hierro y no mucha cintura que jugaba al fútbol a partir de su prodigioso golpeo. El fútbol de Toni emanaba de su pie derecho en chorros de calidad suprema. Su problema es que la posición en la que se había formado y que anteriormente era reservada para los de su estirpe había sido usurpada por otra clase de futbolistas. Ante eso, Kroos tenía tres opciones: a) encontrar un equipo de élite que lo aceptara como era; b) cambiar su posición; c) conformarse con un equipo con menos aspiraciones. Toni escogió la segunda.

La transformación empezó un año antes con Guardiola y sus peculiaridades, pero terminó de gestarse en Madrid bajo el mimo de Ancelotti. La salida de Xabi precipitó a Kroos al mediocentro y ahí aterrizó con tino. La historia del entrenador italiano con Andrea Pirlo regalaba tranquilidad respecto a la adaptación del teutón a la posición más retrasada del mediocampo dentro de los estándares de un equipo normal. Sin embargo, no se trataba de una copia: Pirlo era un fantasista que convertía el vértice inferior del mediocampo en un lugar donde crear y atacar como si jugase veinte metros más arriba. Kroos no era ese tipo de futbolista: antes que dar la asistencia o, en definitiva, todo aquello que uno relaciona con el verbo crear, el alemán prefería ordenar.

Jugando allí, aprendió nuevos trucos como un control orientado que le ayudó a sobrevivir su falta de agilidad y demostró que más allá de no tener cultura de mediocentro, y por tanto defender solo a partir de la fuerza de la voluntad, su influencia defensiva en el colectivo bien valía las carencias individuales. Al menos para quienes quisieran aspirar a eso. No fue el caso de Benítez. Cuando Zidane recibió a Kroos, se encontró un velo de duda sobre si lo de la temporada anterior había sido cierto. Casemiro había comenzado a ganar minutos que por calidad entonces no le correspondían y había desplazado a Kroos al interior y de repente Isco, James y Bale competían por un mismo puesto en el once. Era un problema.

Desde el primer partido, Zidane cambió cosas respecto a la interrumpida etapa Benítez. Una de las primeras decisiones fue la de regresar a Kroos a la posición de mediocentro solitario. El propio Zidane sabía lo que significaba: cuando llegó a la Juventus, Lippi lo puso en ese mismo rol: cerebro por delante de la defensa. Visto lo visto, cuesta pensar que Zidane no se fiase de Kroos ahí. La importancia que ha dado Zidane a la supremacía técnica hace pensar que la posterior entrada de Casemiro al once titular fue una reacción competitiva a los problemas del juego del equipo y no una predisposición en contra del alemán como mediocampista más retrasado.

Zidane le presentó a Kroos el reto de cambiarle la cara al Real Madrid: convertirlo en un equipo de balón y control. El alemán cumplió, pero el equipo, inmerso en la competición, no había encontrado la estabilidad. Y ahí llegó, dos meses después del debut de Zidane, la solución Casemiro. Kroos comenzó a jugar de interior izquierdo en un 4–3–3. Hasta entonces, en esa zona había estado Isco, con quien Toni compartía una virtud: el volumen de participaciones. En lo demás, no se parecían mucho. Isco era el movimiento sempiterno, un péndulo que buscaba el balón por todo el mediocampo y una vez lo tomaba sacaba a relucir fuegos artificiales.

En ese primer Madrid de Zidane, Isco bajaba a buscar el balón casi a la altura del lateral izquierdo. Resulta difícil saber si aquello era una orden del entrenador o una respuesta del futbolista al contexto. Quizás ambas. Kroos, siendo distinto, desde la posición de interior izquierdo comenzó a realizar movimientos similares, con un impacto distinto.

En el Real Madrid galáctico, Zidane tuvo que recostarse a la banda izquierda. No tenía ataduras: partía de allí, pero luego podía irse a otras zonas. En la práctica, Zidane siguió ejerciendo el rol de enganche, solo que recostado a la izquierda. Desde allí, con ayuda de Roberto y Raúl, Zidane dirigía el juego del equipo: elegía la velocidad y la dirección, además de ir desgranando el sistema defensivo del rival y dándole equilibrio a la posterior transición defensiva blanca. Cuando Kroos subió un escalón en su equipo, aquel Zidane volvió, al menos en parte, al césped del Bernabéu.

En salida de balón, Kroos no era que se escorase para crear una línea de pase hacia él, sino que se abría por completo, poniéndose en lo que en teoría debería ser la posición del lateral izquierdo o un mediocampista exterior. Recibiendo allí, Toni rompía el juego. El fútbol de nuestros tiempos hace énfasis en los primeros pases y como respuesta los equipos rivales presionan con agresividad los pases sobre el carril interior incluso hasta los que salen desde el portero. En consecuencia, el espacio se mudó allí donde Kroos ahora recibía el balón. Cuando tomaba el balón allí, Kroos giraba el tablero. La presión del rival ya no miraba a la portería de Navas sino a la grada, y el punto ciego de la misma se trasladaba al carril central. Además, el pie del alemán alcanzaba a prácticamente todos sus compañeros. Para él, era como ser Dios: movía montañas y lanzaba rayos. Juntaba a los suyos sobre la izquierda y liberaba espacios y recepciones en el centro. Si batía línea, dejaba a uno del Madrid en ventaja en el carril del medio, con el equipo contrario tirado sobre su banda y teniendo que correr a portería. Era una de las ventajas tácticas de mayor impacto del fútbol europeo y él controlaba cuando hacerlo.

Y así fue cómo vimos al Kroos más brillante de su carrera. Zidane confiaba en él para que fuese el orden del equipo, el control asegurado. No tenía que crear. Solo hacer lo que más disfrutaba, para lo que nació su pie derecho, en un lienzo táctico que potenciaba el impacto dañino de sus pases y sus decisiones. Kroos no necesitaba de una estructura marcadísima de jugadores por delante de la línea del balón porque era él quien creaba esas líneas de pase moviendo el balón y al rival. Y para Zidane, eso era la tranquilidad. No necesitaba acumular futbolistas en posiciones de riesgo para poder progresar. Kroos sabía el momento perfecto en el que ir poniendo todo en orden para dar ese paso sin resentir la transición defensiva. Para Zidane, el cielo. Para Kroos, el marco para exponerse como el gran director del fútbol mundial. Para lo que estaba destinado.

Los cerebros de Zidane:

    I. Origen.

  II. El gran director.

III. Modric, el Blanco.

III. Sucedió una noche en Cardiff

 

 

 

Zinedine Zidane no necesitaba entrenar al Real Madrid. No necesitaba entrenar a nadie, de hecho. Su trayectoria en el terreno, incluso con sus excesos dionisíacos, permanece apolínea en la memoria. Perfecta. Virtuosa. Inconmensurable.

Pero un día decidió hacerlo. Se tomó su tiempo y, como quien se levantaba y pide huevos para desayunar, decidió que iba a ser entrenador del Real Madrid. No entrenador a secas, porque eso no tendría sentido, sino del Real Madrid. Y así, aupado en su divino pasado, abrió las puertas de Chamartín sin necesidad de pedir permiso. Y sin necesidad de demostrar nada más allá de su voluntad, se sentó en el banquillo del Bernabéu atendiendo la llamada de la mitología.

Porque pasó así, y no de otra forma, a Zidane lo envolvió la duda desde el soslayo de los que no comulgaban con la fe que lo adoraba sin preguntar. Porque, además, una vez sentado donde antes Benítez, Ancelotti, Mourinho y Pellegrini, nunca habló como ellos, los infieles dudaron más. Porque, para mayor escarnio, luego en el campo no hizo lo que todos hacían, pero ganó más que cualquiera, el escepticismo se convirtió en mofa y la mofa en un sambenito de que no tenía idea de nada.

Porque luego en el campo no hizo lo que todos hacían, pero ganó más que cualquiera, el escepticismo se convirtió en mofa y la mofa en un sambenito de que no tenía idea de nada.

Zidane llegó al banquillo del Madrid en enero de 2016, siete años y un puñado de meses después de que Guardiola, el espejo en el que lo miran, pero en el que él nunca buscó su reflejo, lo hiciera en el del Barcelona. Lo del entrenador del City fue revolucionario y arrollador. Aceleró el cambio. Después del él, el fútbol dejó de jugarse igual: forjó un nuevo paradigma. Pasada casi una década, todos nos acostumbramos a medir la virtud en razón de las reglas que estableció, finalmente, el Barcelona multicampeón. Y Zidane no les hizo mucho caso.

El francés es un entrenador extraño a ojos de 2016. Incluso cuando es agresivo en sus palabras, su tono es sibilino. No siente la necesidad de explicar nada, de enseñar, de proyectar una imagen de sabio. Tampoco es como Di Stéfano, que entre lunfardo y lunfardo dejaba aforismos para la posteridad. Y no es Cruyff: es muy difícil imaginarse a un Zidane retirado explicando apartados técnicos del fútbol de sus equipos en un programa de televisión o escribiendo un libro que instruya sobre los entresijos del juego. No obstante, eso no significa que no haya sustancia en el fútbol sobre el que se cimentó el Real Madrid supercampeón.

Para empezar, hay que entender que, aunque hubiese pizarra, aquello siempre fue lo de menos. El juego de posición se ha hecho tan importante en este siglo en parte debido a que entrenarlo crea equipos capaces de repetir patrones de juego como autómatas, algo que sirve tantísimo a los grandes equipos que disputan tres y cuatro competiciones con ambición de ganarlas todos en un calendario de sesenta y tantos partidos. Hay algo tangible detrás de ese fútbol. Algo a lo que agarrarse en la rutina. Aquellos que se desviaron de ese estándar, se entregaron a un factor de hiperactivación anímica desde el juego mismo que ayuda a que los jugadores vivan cada encuentro como el más importante. Zidane nunca fue ni lo uno ni lo otro.

Para empezar, hay que entender que, aunque hubiese pizarra, aquello siempre fue lo de menos.

El Real Madrid que conformó era un equipo que en la rutina podía perderse. Salvo el año en que contó con la mejor plantilla jamás vista, y se la jugó a tener dos equipos distintos, nunca pudo hacer del Madrid una máquina del triunfo y del juego. Aquello debía ser parte de sus cálculos porque nunca pareció buscar una pizarra salvavidas.

Lo que sí buscó desde el minuto uno en el banquillo del Madrid fue crear un equipo. Desde el primer partido, el Madrid de Zidane tuvo sus consignas claras: se trataba por un lado de ganar a través del balón y su uso. Pero no al estilo de otros grandes equipos de la década, con secuencias de pases y movimientos tácticos sempiternos, sino a partir de unos principios de juego firmados como manifiesto. El Real Madrid poseía entonces quizás la plantilla de mayor calidad técnica existente en las tres líneas y seguro la más creativa. Y sobre ello cimentó Zidane el fútbol de su Madrid. Recuperó la confianza maltratada de sus jugadores y los sedujo, recordándoles de lo que eran capaces.

Así, salvo el particular caso de James Rodríguez, los jugadores del Madrid comenzaron a jugar con una confianza desbordante en su técnica y, desde ahí, en su fútbol. Una vez liberado ese potencial, les inculcó la cautela. Como individuos, debían atreverse a todo; como colectivo, sopesar todos los riesgos. Aquello, añadido a un Cristiano Ronaldo que bajo la guía de Zidane redujo su campo de acción, tanto en lo territorial como en lo táctico, para enfocar su juego al remate, el gol y el desequilibrio más individual, dio forma a un equipo que navegó las aguas de la Champions y los partidos de exigencia máxima con superioridad sin perjuicio de las siempre transitorias circunstancias adversas.

los jugadores del Madrid comenzaron a jugar con una confianza desbordante en su técnica y, desde ahí, en su fútbol. Una vez liberado ese potencial, les inculcó la cautela.

En la pizarra, en lo puramente táctico, el Madrid de Zidane cambiaba. Se adaptaba. Más que a los rivales, a los momentos propios y del campeonato. Las lesiones, por ejemplo, eran el pistolazo de salida de los cambios de sistema. Su Madrid podía saltar a cualquier partido a presionar arriba y al siguiente a replegar. Un día de ataque exterior, otro de juego más por dentro. La táctica y la estrategia variaban, los principios que regían el juego del Madrid… no mucho. Exuberancia técnica y creativa, poso y control. Tal y como jugaba el Zidane futbolista.

Y eso no es baladí: a la larga, Zidane confeccionó un equipo que se parecía a él y a los equipos en los que jugó, separados solo por el velo del tiempo y las circunstancias. El Zidane jugador era un cerebro. Una torre de control y poderío técnico que ganaba partidos con imaginación y ayudaba a no perderlos con circunspección y calma. Ese sello estuvo presente en el Real Madrid de las tres Champions. Tanto en el colectivo como a nivel individual. En el gran día de la obra, la final de Cardiff, Zidane alineó en el centro del campo a tres futbolistas cerebrales. Tres playmakers. Cada uno un pedazo de su alma. Como futbolista, Zidane vivió en tiempos de caza y derribo de los jugadores creativos. Retirado en 2006, vio cómo volvía el culto a ellos, con condicionantes como las cuotas de balón y la posición. Una década después, en una exhibición legendaria, Zidane alineó a tres que eran como él y no les puso límites. A continuación, cómo fue eso posible.

Los cerebros de Zidane:

    I. Origen.

  II. El gran director.

III. Modric, el Blanco.

III. Sucedió una noche en Cardiff

 

 

 

Esta instantánea es del domingo 27 de mayo de 2018, a eso de las 23:00 horas. En ella están los componentes de las plantillas, tanto de baloncesto como de fútbol, así como de sus respectivos cuerpos técnicos. Todos y cada uno de ellos aportaron y sumaron durante esa temporada que acababa de terminar.

Nunca, en toda la historia, un mismo club había levantado, en el mismo año y en los dos deportes de equipo más seguidos de Europa, la copa más prestigiosa del continente: la Euroliga de baloncesto y la UEFA Champions League de fútbol. Solo el Real Madrid pudo lograrlo en 2018. Y eso que, en ambas competiciones, ya era el club con más galardones: 12 en fútbol y 9 en baloncesto, hasta ese momento. Pero jamás, ni en los tiempos de Bernabéu, ni en los posteriores, se habían alineado los astros para que ambas secciones llegasen a la cumbre europea en una misma temporada.

No estoy seguro de que los madridistas hayamos sido capaces de valorar este hito, absolutamente único e histórico en el deporte mundial, en su justa medida. En una misma semana, el domingo 20 de mayo, el Madrid fue capaz de obtener la Décima doblegando, en Belgrado, al Fenerbache de Obradovic. Y seis días después, el sábado 26 de mayo, de alzarse con la Decimotercera de fútbol, en Kiev, ante el Liverpool de Jürgen Klopp y de Mo Salah.

LA foto, es sin duda, LA foto del año 2018 y quizás LA foto de nuestras vidas como madridistas. Apenas unos días después, y como en “Regreso al futuro”—cuando iba borrándose, poco a poco, la familia de Marty McFly por los trastornos espacio-temporales—, ya no se habría podido hacer esa misma instantánea: el 31 de mayo, apenas 4 días después, dimitió Zinedine Zidane en una dolorosa mañana de primavera, ante la estupefacción de todo el madridismo, con su presidente Florentino Pérez y todos nosotros obnubilados y desencajados por la inesperada y pésima noticia.

Semanas después, ya durante el verano de 2018, perdimos también, aunque por motivos completamente distintos, a nuestros máximos referentes en el terreno de juego: Cristiano Ronaldo y Luka Doncic, es decir, al máximo goleador – una vez más – de la Champions, con 15 goles, y al reciente MVP de la Euroliga y de la Final Four, respectivamente. En pocos meses, nos quedábamos huérfanos del entrenador de un triplete histórico y consecutivo en Champions, y de nuestros más emblemáticos jugadores.

Volviendo a LA foto, vemos a Zidane en un discreto plano, en segunda fila y muy a la izquierda, rodeado de dos de sus colaboradores. A su derecha, Hamidou Msiadie, su consejero fiel, apodado el “Chamán”, y a su izquierda, Luis Llopis, entrenador de los guardametas (ni Msiadie, ni Llopis, ni David Bettoni, segundo entrenador, ni el preparador físico Javier Mallo, siguen en el club. El único superviviente del grupo es Antonio Pintus). Zidane está sonriente, como tantas veces. Él era el único que sabía lo que habría de pasar cuatro días después, y despliega una sonrisa de satisfacción y de “deber cumplido”, tras alcanzar un éxito que va a ser dificilísimo repetir en las próximas décadas para cualquier entrenador y para cualquier equipo.

Justo detrás de Llopis está nuestro Lukita Doncic, en la cumbre del mundo a sus 19 años, blandiendo una media sonrisa que disimulaba su pena al tener que abandonar la que tantas veces ha descrito como “su verdadera casa”; comparen su gesto con el de Sergio Llull, a su lado, pletórico de felicidad tras haber pasado “las de Caín”, con su rodilla maltrecha durante casi toda la temporada. Doncic, a diferencia de Zidane, que ha mostrado un absoluto silencio sobre el Real Madrid desde aquel 31 de mayo, no pierde la oportunidad de mostrar en redes sociales y en cada momento, su amor incondicional al club y a sus aficionados, a la ciudad y a sus excompañeros. A día de hoy, Luka se ha convertido en nuestro embajador - sin credenciales - en la NBA y en Norteamérica en general. Quién iba a pensar, cuando se hizo esta foto, que probablemente vaya a jugar en el All Star de febrero de 2019 (¡aunque seguro que el propio Luka sí que lo pensaba!).

Cristiano Ronaldo, en LA foto, sale como…Cristiano Ronaldo. Tumbado como si fuera una de las “majas” de Goya. Su postura es bien distinta a la de sus compañeros, lo mismo que sus ademanes, mostrando a todos los espectadores su mano izquierda, con los cinco dedos que significan SUS 5 Champions ganadas (la del 2008 con el Manchester United, ante el Chelsea en Moscú, y las cuatros logradas con el Madrid). También guiña su ojo izquierdo, seguramente una seña cómplice con sus más allegados, para indicarles que ya ha culminado, de manera exitosísima, su carrera en el Real Madrid y que le esperan otros retos, individuales y quizás también colectivos, en otro destino diferente, ya lejos de Concha Espina.

En un plano aún más discreto que Zidane se encuentra nuestro entrenador de baloncesto, Pablo Laso, con todos sus colaboradores cercanos: Paco Redondo, Isidoro Calín, y Chus Mateo, justo delante de él. Todos ellos posan henchidos de orgullo y felicidad por este reconocimiento, junto con su plantilla de jugadores, en un estadio abarrotado con 80.000 personas, y ovacionados atronadoramente, tras una trayectoria increíble de 16 títulos, desde que aterrizase, en 2011, Pablo Laso con todos ellos.

En la segunda fila, y un poco escorados a la derecha de LA foto, podemos ver a los dos capitanes: Felipe Reyes y Sergio Ramos, cada uno de ellos teniendo delante de sí (con Modric e Isco entre medias) los preciados trofeos logrados una semana y 24 horas antes, respectivamente. En ese abrazo entre andaluces, Felipe, cordobés, y Sergio, sevillano de Camas, se funde todo el gozo del madridismo que adora ambos deportes. Reyes, radiante de gozo y plenitud, Ramos más sereno, casi con visaje de “un día más en la oficina”. A fin de cuentas, es uno de los pocos futbolistas, del mundo, que ha conseguido ganar absolutamente todos los títulos posibles, tanto a nivel de club, como a nivel de selección nacional.

No se ven caras tristes. Quizás sea destacable el gesto eufórico, con el puño izquierdo cerrado, del segundo capitán de fútbol, Marcelo, luciendo una sonrisa “Profidén”, casi de suficiencia y de alivio. Gareth Bale, en primera fila, en el extremo derecho de la instantánea, parece aún recordar, con su gesto firme y dichoso que, apenas 24 horas antes, había sido el héroe inesperado de Kiev. Llama la atención la media mueca de “Antoñito” Randolph, quizás pensando en los pocos minutos jugados en Belgrado o en que no tenía clara su continuidad en el Madrid, tras una temporada plagada de altibajos. Afortunadamente, la dirección deportiva, con Juan Carlos Sánchez a la cabeza, le dio una nueva oportunidad.

Y allí arriba, en las alturas, destacando por encima de ambas plantillas, los 2 metros con 21 centímetros de Walter “Eddy” Tavares, llegado, en octubre de 2017, para atajar las sangrías de bajas y de lesiones que hubo en el poste bajo. El caboverdiano llegó tímido, pero, poco a poco, consiguió ser el amedrentador número 1 de Europa.  En LA foto, mira de lado, gozando por haber llegado al Madrid tras una trayectoria poco exitosa en la NBA.

Otros muchos de los que salen en LA fotografía tampoco están: Kiko Casilla, que se acaba de despedir, tras 3 años y medio de gran profesionalidad y cero quejas. Y Achraf, Kovacic y Theo que andan probando suerte como cedidos y quién sabe si volverán.

Pero lo que es indudable es el significado increíble que debe de tener para todo madridista este momento único, genuino, exclusivo, incomparable. Extraordinario, en definitiva. 2018, pase lo que pase, será siempre para el Real Madrid un sinónimo de haber tocado el cielo con ambas manos. No lo olvidemos nunca, queridos lectores. Ni siquiera nuestro idolatrado Don Santiago Bernabéu, en su largo mandato como presidente, pudo tener en sus álbumes una FOTO tan excepcional como ésta.

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