Filosofía china

Escrito por: Angel Faerna18 junio, 2015

Creo haber leído en alguna parte que las autoridades chinas van a introducir la asignatura “Fútbol” en el currículo escolar. Entiéndase bien, no se trata de echar partidos en el patio, sino de estudiarlo en clase. Ya ven, no todas las atrocidades en materia educativa salen del luminoso cráneo del ministro Wert (si es que aún sigue perpetrando el cargo cuando Bengoechea cuelgue estas líneas). Pero la noticia me parece mala sobre todo para el fútbol, porque la medida acabará irremediablemente con las dotes para el juego que puedan tener los niños chinos, más por niños que por chinos. Que la educación reglada tiende a estrangular el talento natural es cosa que saben demasiado bien los especialistas en matemáticas. El único antídoto sería poder reclutar como maestros de escuela a genios como Zidane o como Abel (el matemático noruego, no el guardameta colchonero y luego entrenador), pero eso no parece fácil.

Tuve la suerte de convivir durante años con dos superdotados del fútbol: Plaza y Vitín. Si no les suenan es porque seguramente ninguno de ustedes los tuvo, como yo, de compañeros de colegio. Plaza —que, mira por dónde, también era el mejor de la clase en cálculo mental— jugaba solamente de portero. Dueño de una agilidad como no he vuelto a ver, elástico y eléctrico cual anguila, su don más estupefaciente era sin embargo otro: era un portero que “se tiraba”. El lector que siga esta sección desde el principio sabe lo que significa eso, pues ya ha sido informado por el Número Tres de que el patio del colegio de los Faerna era de cemento. Hay mucho revuelo estos días con la portería del Madrid, pero sinceramente no veo a ningún candidato con lo que hay que tener para despejar en plena estirada un balón a la escuadra sabiendo que vas a aterrizar sobre una superficie gris, áspera como la lija y tiznada por el humo del nutrido tráfico del centro de Madrid. Vitín, por su parte, se ganó el diminutivo en el mismo e insalubre terreno de juego. Su segundo apellido era Grande, por el que solíamos llamarlo antes de que se desarrollara tanto que su nombre nos empezó a parecer un mal chiste. Si alguna vez un jugador ha hecho honor al apelativo de “cañonero”, sin duda fue Vitín. Yo tenía la fortuna para mi integridad física de militar siempre en su equipo porque su primer apellido empezaba por F, como el mío (de hecho, compartimos pupitre pareado casi toda la EGB). El equipo sólo tenía una estrategia, pero infalible: pasarle la bola a Vitín. Esta artera maniobra producía dos milagros de la óptica. El primero era que el balón se volvía inexplicablemente pequeño tan pronto como llegaba a los zapatones “Gorila” de nuestro gigante. El segundo, que el espacio mismo se expandía debido a la desbandada de las hormigas rivales que se interponían entre la portería y ese punto. El punto era lo de menos, Vitín podía reventarla desde donde quisiera, aunque a veces se divertía avanzando como un tren de mercancías por aquel Jordán recién abierto. Vitín era un ogro bueno, un rubio angelical, y además tenía puntería, así que nunca mató a nadie de un balonazo, pero el zambombazo del cuero al estamparse como un obús contra las paredes que, a falta de red, resguardaban las porterías de balonmano todavía me despierta algunas noches.

Lo único que he sabido de ambos desde entonces es que no han sido futbolistas, eran estudiantes demasiado buenos para eso. Por ello estoy seguro de que, si hubieran cursado “Fútbol”, en el recreo habrían empezado a jugar como se les enseñaba y no como les pedía el cuerpo. Vitín habría intentado hacer paredes en vez de romperlas, Plaza habría aprendido a salir de la portería a atajar en vez de aguantar bajo palos para exhibirse, y yo no podría haberlos evocado aquí como las figuras irrepetibles que fueron. La asignatura sólo nos habría hecho bien a los que carecíamos de dote balompédica alguna. Sin ir más lejos, yo no habría tenido que descubrir por mí mismo y demasiado tarde que la “patada a seguir” no es la única suerte del lateral (jugaba de lateral instintivamente, porque me parecía que era donde menos molestaba y donde más desapercibidas pasaban mis limitaciones). Para cuando me di cuenta de que era más divertido aguantar un poco el balón e intentar sacarlo jugado, mis habilidades dribladoras se habían atrofiado por falta de uso; como las de Arbeloa, para entendernos. En suma: el estudio del fútbol sólo habría servido para agostar el genio y maquillar la mediocridad.

Ninos_jugando_patio_colegio

Entre fútbol y educación hay una tensión no resuelta, de la que procede, creo, la diagnosticada aquí la semana pasada por el Número Tres entre fútbol y sintaxis. No es raro encontrar articulación sintáctica y buenos expedientes académicos entre quienes se dedican profesionalmente a otros deportes. En el fútbol sospecho que el caso es bastante excepcional (dejando de lado a Butragueño, pero es que El Buitre no era un jugador de fútbol, como cualquier día de estos explicaré aquí). Los astros del balón se encuentran entre los personajes más venerados por los niños pequeños, pero no bien empiezan a crecer, como Vitín, el señuelo de la fama y la riqueza parece atraerles menos si sus notas destacan. La condición de futbolista de éxito parece envidiable, pero rara vez la elige quien descubre en sí mismo otros talentos. Todavía vemos en las profesiones un proyecto de vida y no sólo un medio de vida, y no nos engañemos, la vida del profesional del fútbol no suele ser ni apasionante ni siquiera interesante. Eso los niños lo ignoran, y los adultos lo olvidamos a conciencia para poder disfrutar como niños de las habilidades de nuestros ídolos. Unos y otros nos quedamos con el juego y pasamos por alto todo lo demás, como si los estadios no fueran otra cosa que réplicas a escala desmesurada del dorado patio escolar. Nada más falso, pero parece que a los chinos quieren contarles ese cuento ídem.

En cualquier caso, la idea de las autoridades chinas procede de lo peor de su cultura actual (la mimetización más superficial y rentable de los valores de Occidente) y contradice lo mejor de su cultura milenaria, que para colmo no está tan lejos de la nuestra. Ni Confucio ni Sócrates (el filósofo, en este caso) escribieron libros que sus discípulos tuvieran que estudiar, no conocían más pedagogía que la del ejemplo y la de contestar a cada pregunta con otra para ayudar a que el aprendiz encontrara por sí solo el camino a la portería (perdón, a la virtud). Tampoco se sabe de ninguna figura del fútbol que haya dejado escrito un manual de la cosa; ni de un entrenador, por más que muchos se las den de “científicos”. Si ni siquiera el muy articulado Valdano ha podido, es que no se puede. El insigne filósofo argentino hizo gala de su condición cuando tuvo oportunidad: siguió con paciencia confuciana las evoluciones de su pupilo Raúl en la Ciudad Deportiva, le pulió socráticamente cuatro conceptos y, cuando le pareció que el chico ya se conocía suficientemente a sí mismo, lo alineó contra el Zaragoza. El modo memorable en que aquel palillo falló dos goles, un modo que sólo pueden permitirse quienes saben que han nacido para marcarlos, le confirmó al maestro que ya no había más que enseñarle.

Como diría el Número Uno: el fútbol, la ciencia; el culo, las témporas.

Número 2

Ángel, el segundo de los Faerna, es profesor de universidad. Procura enseñar Filosofía sin hacer más daño del inevitable. Su especialidad, si acaso, es la epistemología y el pensamiento clásico norteamericano, extravagancia que compensa con una desmedida afición por los buenos arroces.

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