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La princesa prometida

La princesa prometida

Escrito por: Antonio Valderrama12 julio, 2023
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Sin que se enterase nadie hasta un día antes, el Madrid fichó a una promesa del fútbol turco y lo presentó acto seguido en el Bernabéu, en un emotivo acto que fue seguido masivamente en aquel gran país del Mediterráneo oriental. De Arda Güler sólo sé que tiene 18 años y que es, además de turco, zurdo, lo que hace pensar inmediatamente en Mesut Özil, el turco nacido en Alemania que levitó sobre el Bernabéu hace ya una década y que se fue una tarde de finales de verano dejándonos un agujero en el alma a los estetas. En la presentación de Güler lloró su madre y lloraron sus compañeros del Fenerbahçe. El muchacho mencionó a Özil, a Cristiano y a Guti. Con un sólo tuit, el del Madrid anunciando su contratación, Turquía ganó más en reputación exterior y publicidad nacional que en un lustro de producción y distribución masiva de telenovelas.

Arda Güler es el cuarto turco que juega en el Madrid aunque, en puridad, es el único nacido en Turquía. Los otros tres, Özil, Sahin y Altintop, nacieron en suelo alemán, aunque sólo Özil defendió los colores del país que acogió a sus padres: cuando lo fichó el Madrid, una de las primeras peticiones de Mourinho, había ya brillado en una Copa del Mundo, llegando con Alemania hasta semifinales, exhibición sobre Argentina incluida. Curiosamente, los tres turcos que preceden a Güler en la historia del Madrid jugaron juntos durante una temporada, aunque sólo Özil, objetivamente, triunfó de blanco: Sahin y Altintop ganaron con él la Liga de los Récords, aunque su contribución fue testimonial mientras que, con el 10 a la espalda, Mesut holló cumbres artísticas inexploradas en la tradición estética madridista.

Güler hace pensar en Özil y Özil, cuando llegó, hacía pensar en Zidane. Ambos nacieron en Europa pero pertenecen a dos razas de hombres de las montañas que comparten un perfil escuálido y felino ideal para ese fútbol armónico, ligero y musical, etéreo, como una danza, que en Benzema, años después, alcanzó su forma más pura. Precisamente con Benzema, que es el heredero espiritual de la cinética zidanesca, congeniaba Özil de maravilla: a Karim le dio los mejores pases de toda su carrera, que quedó reducida y concentrada en sus tres años en el Madrid como en un frasco de esencias.

El Özil del Madrid fue el último fantasista de una Europa decadente donde la fuerza y la presión le ganaban ya la partida a la pausa. El 4-2-3-1 parecía hecho para él: un príncipe escoltado por pretorianos y brigadas motorizadas, con la bombilla del área del rival servida a placer para que él, calzado con mocasines de terciopelo, bailara por ella como por el gran salón de un palacio. Pero con Mourinho tuvo que trabajar pegado a la banda, en los días machos, cuanto tocaba fortificar el pasillo interior. Entonces su innata conducción arrabalera transformaba el carril en un descampado gris de Gerserkirchen por donde culebreaba entre adversarios como queriendo huir de aquel suburbio industrial de la cuenca del Ruhr donde tuvo que criarse. La fuerza de Özil estaba en los tobillos, cuya elasticidad sólo puede ganarse en las calles, jugando a matar las tardes transmutando mohosas pistas de fútbol-sala en glamurosos estadios de fútbol llenos a rebosar de fans coreando su nombre.

En Italia se inventaron ese nombre, el de fantasista, para llamar a los que eran capaces de manifestarse de improviso, es decir, de aparecerse como un dios antiguo, en mitad de un bloque de hormigón, y romperlo en mil pedazos, con un golpe de tobillo. Özil frenaba la posesión eterna del Barcelona de Guardiola acaparando el balón, sin espacio, como uno de esos espadachines que entretenía a seis enemigos a la vez con su acero -la mano desocupada siempre en la espalda, en grácil escorzo cinematográfico- mientras que los otros tres mosqueteros se abrían a sus costados esperando el pase con el que herir a la bestia. Era en esos asaltos a vida o muerte donde Özil suspendía el tiempo en un giro interminable, tras el que se colgaba el Madrid de Mourinho con la convicción del que se adentra en territorio enemigo sabiendo que su pellejo vale lo que tardase Busquets en quitarle la pelota. Özil miró a la cara a Iniesta y Xavi, precursores de ese fútbol nuevo y letal, híbrido de presión y técnica perfecta, cuyos sucedáneos anegan hoy todavía el fútbol de élite. Logró empequeñecerlos flotando sobre el Camp Nou como una balandra en mitad de la tormenta, hallando siempre el momento preciso para cerrar la lazada en torno al cuello del gran ogro con un envío quirúrgico al hueco libre. En aquellos pasos de claqué residían todas las esperanzas del Madrid de derrotar al Golem: el arabesco imposible, la trascendencia a partir del primer toque.

Güler hace pensar en Özil y Özil, cuando llegó, hacía pensar en Zidane. Ambos nacieron en Europa pero pertenecen a dos razas de hombres de las montañas que comparten un perfil escuálido y felino ideal para ese fútbol armónico, ligero y musical, etéreo, como una danza, que en Benzema, años después, alcanzó su forma más pura

Escribió Borges que “todo sucede por primera vez: el que abraza a una mujer es Adán. El que prende un fósforo en el oscuro está inventando el fuego. El que juega con un puñal presagia la muerte de César. El que duerme es todos los hombres”. Arda Güller es un niño turco que juega con la bola pegada al pie izquierdo como si llevara velcro, por lo tanto es Özil. No voy a mentir, apenas he visto dos vídeos de “skills” en Youtube y ya me he hecho una composición de lugar. Parte de la banda hacia adentro, amaga infinitamente y es capaz de clavarla en el ángulo, como dicen los argentinos, suficiente para evocar también a Robben, a Di María, incluso a Messi. Pero la nostalgia es una noria peligrosa, como avisaba Don Draper. El Madrid, urgido por los tiburones del petróleo, tiene que comprar a las estrellas del futuro siendo todavía pequeñas promesas. El cálculo implica un riesgo, como ya hemos visto en otros: Reinier, Kubo, Odegaard, Brahim, no todos han sido Vinicius ni Rodrigo, las puertas del paraíso son dos láminas de acero que pesan milenios, sólo los más fuertes logran empujarlas.

Ni siquiera Özil, que se metió al Bernabéu en el bolsillo con tres temporadas extraordinarias, pudo dar el gran salto. Se fugó del Madrid justo cuando empezaban la gran aventura, pero eso él, claro, no podía saberlo. Ahí está la gracia. Me refería antes a Kubo, Reinier, Odegaard y Brahim, y lo hacía por algo. Todos comparten con Güller una naturaleza ambigua de mediapunta versátil: en teoría, una de sus grandes bazas de cara al futuro siempre es que valen para jugar en cualquier posición entre la punta del rombo, el falso 9, los interiores y las alas. Pero luego llega el inevitable proceso de decantación, que no sólo es moral, sino técnico, futbolístico. El fútbol del siglo XXI no es país para mediapuntas, sin embargo este tipo de jugadores, a medio camino de tantas cosas, no paran de surgir, quizá porque el juego se ha tecnificado tanto que, en la base, los críos aprenden un abecé que se ha universalizado y que consiste en adorar la pelota como a un apéndice del propio cuerpo y en extremar la virtuosidad en el golpeo, destacando el toque horizontal. Per sé, es algo bueno: eleva notablemente la calidad media de los equipos, sobre todo comparado con dos o tres décadas atrás, por no hablar de los setenta. La contrapartida es que salen nadacampistas como setas, todos clónicos, casi todos incapaces de elevarse sobre sí mismos en los puntos culminantes de sus carreras y de especializarse.

El Madrid, urgido por los tiburones del petróleo, tiene que comprar a las estrellas del futuro siendo todavía pequeñas promesas

El nadacampismo también es un signo de nuestro tiempo. Jóvenes sobradamente preparados para prácticamente nada. Ya hubo antecedentes: por un Guardiola salían varios Celades, y por un Xavi o un Iniesta han salido muchos peloteros intrascendentes, aunque exquisitos. Probablemente sea una degeneración consecuencia del tremendo éxito de la selección española entre 2008 y 2012. Aquello marcó un rumbo: todas las escuelas nacionales quisieron tener sus propios enanitos prodigiosos, excepto Francia, abocada, seguramente por su propia inercia histórica, a concebir otra hornada de superfutbolistas de origen africano cuya propiedad elemental es la superioridad física. Pero hasta Camavinga, por ejemplo, es un epígono de la tradición coránica de Zidane, Özil y Benzema, aunque su abrumador poderío atlético lo coloca ya en otra magnitud, en otro registro, muy moderno, de techo todavía desconocido. Camavinga compartirá centro del campo con Güller, al que el Madrid ha fichado para poner a jugar ya, sin transición previa en el Castilla. El Madrid lleva tiempo apostando por ese perfil de jugador liviano con una bomba atómica en el empeine, como dice Ángel del Riego, seguramente desde Canales. Güller es el último intento y, a cambio, abre las puertas del mercado turco, siempre ansioso de legitimarse en la vieja Europa. En su presentación, mencionó a Guti, que es la quintaesencia del zurdo indolente y genial que todavía pervive en el imaginario madridista con la fuerza de un sebastianismo: el caudillo de los estetas que volverá sobre un caballo blanco, alado, llevando en el pie izquierdo una bota de mármol rosa. Comparte con él la palidez de su rostro y la poesía de sus pases filtrados, como con Özil la diéresis en el apellido, exotismo que hace pensar en mundos distantes y hermosos, desconocidos. Quizá Güller sí que sea el zurdo prometido que espera la grey madridista. Quizá el imperio que latía en Sahin florezca por fin con él, y dejemos de contarnos con lamento, por fin, las mil y una noches de Özil.

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Madridista de infantería. Practico el anarcomadridismo en mis horas de esparcimiento. Soy el central al que siempre mandan a rematar melones en los descuentos. En Twitter podrán encontrarme como @fantantonio

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