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16 fantasmas

16 fantasmas

Escrito por: Nanook The Eskimo30 octubre, 2022
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Por su calidad, hemos decidido publicar este cuento participante en nuestro I Certamen de Cuentos Madridistas de Terror.

 

Rodrygo y Vini habían sido convocados a las puertas de un caserón destartalado en un bosque en medio de ninguna parte el 31 de octubre al filo de la medianoche. Ambos recibieron la misma carta: un papel de textura extraña y un olor aún más peculiar, como a pipas tostadas, manuscrito con una caligrafía vacilante y una firma consistente en dos iniciales: R.C. Ellos creían conocer a qué respondían esas letras. A quién sino a un compatriota suyo, leyenda madridista, al mejor lateral izquierdo que los siglos hubieran visto, pero no había nadie esperándoles en el acceso al siniestro inmueble.

Achacaron las circunstancias a una broma que Roberto quería gastarles, así que, entre risas y chanzas, decidieron entrar en el juego empujando una pesada puerta de cuarterones. Como la fecha y las circunstancias exigían, las bisagras y la propia madera chirriaron de forma siniestra, dando lugar a una enorme estancia, envuelta en una oscuridad casi pastosa y tan vacía como el palmarés de Maffeo.

Un súbito chasquido de los listones que componían el viejo y desgastado suelo logró sobresaltarlos. No había nada de natural en ese ruido, y en seguida supieron que no estaban solos. Quizá de manera casual, quizá de forma intencionada, los ojos de ambos, ya habituados a esa oscuridad, se posaron en un rincón de la pieza, donde de manera en absoluto casual, reposaba doblado un ejemplar del diario Sport.

En esas circunstancias era de esperar encontrar un grimorio, un bestiario medieval, un tractatus alquímico o, incluso, un ejemplar del maldito Necronomicón, del árabe loco Abdul Alhazred, pero nada más lejos de la realidad.  Era un ejemplar del Sport sin fecha. La portada tenía caracteres cuasi ilegibles y dibujos y diagramas aún más indescifrables, lo cual, no nos engañemos, poco tiene de inhabitual. Lo preocupante era el mensaje que sí se entendía: Sólo saldréis de aquí si no sucumbís a los 12 fantasmas del madridismo. Vini y Rodrygo se miraron subiendo una ceja como les había enseñado el míster, sin un atisbo de miedo en su ánimo, sino una mezcla de curiosidad y, ante todo, resolución. Tenían ganas de superar ese aparente reto, exactamente igual que habían hecho con otros tantos antes.

Un nuevo chasquido, en este caso de una puerta que no parecía estar allí, pues estaba integrada en la pared del gran salón, dejó paso a un pasillo de piedra muy tenuemente iluminado. Sin dudarlo un segundo, pasaron ese umbral para adentrarse en un corredor abovedado. Parecía físicamente imposible que el caserón que se veía desde el exterior pudiera albergar una construcción así, pues las dimensiones del pasaje eran ciclópeas. La leve iluminación existente parecía proceder de esas paredes de piedra, en la que se sucedían relieves complejos, con escenas aberrantes y blasfemas que parecían tener movimientos palpitantes. Sí, esa pared LATÍA, y eso empezó a incomodarlos. Como tantas otras veces, Rodrygo y Vini decidieron no mirar hacia los lados y continuar caminando de una manera resuelta que difumina la delgada frontera entre la valentía y la inconsciencia.

Esos andares salpicados de swag y chulería juvenil los llevaron a una habitación más amplia. Una figura colosal apareció ante ellos. Su sola visión resultaba repugnante y terrorífica. Se trataba de un ser cerúleo, con una obesidad que lo hacía casi informe. Emitía un hedor mefítico y corrupto, como a croquetas podridas, e insectos de todo jaez se aplastaban entre sus lorzas. Cambiaba de cara de manera constante, sucediéndose los rostros y pelos de Joan Poquí, Óscar Zárate, Alfredo Relaño y Roberto Gómez. El ser emitía sentencias ora en lenguas muertas, contra los dos jugadores, ora contra Florentino Pérez. En el momento en que el ser adoptaba la apariencia y voz de éste, Rodrygo blandió ante él una factura impagada del Asador Donostiarra. El efecto fue inmediato, pues la criatura emitió un gañido del averno, en absoluto humano, pero que denotaba un sufrimiento infinito y comenzó a derretirse hasta reducirse a un charco de un icor indecible. Vini dio una palmada en la espalda a su compañero, lo felicitó por su brillante reacción y le instó a seguir el camino por un pasadizo al otro lado de la sala.

No habían andado ni 20 pasos cuando el pasillo se ensanchó hasta otra pieza mucho más amplia. Los relieves extraños de las paredes empezaban a distinguirse. Eran portadas de periódico deportivo, solo que animadas, y emitían una ligera fluorescencia enfermiza que parecía ser lo único que rompía la oscuridad imperante. Se toparon frente a frente con una pizarra blanca. Ante ella hablaba de manera vehemente y atropellada un ser presa de un frenesí sin tasa. Tenía el pelo grisáceo y un perceptible acento argentino. Mientras peroraba, hacía diagramas y flechas en la pizarra dibujando con ellos unos arabescos tan complejos que resultaban imposibles de comprender. Tan llamativos como sus visajes y gesticulaciones eran los perdigones que soltaba al hablar, que en varias ocasiones llegaron a mellar algunos puntos de la pared. Frente a él se arrodillaban unos tipos alopécicos, aparentemente más jóvenes y que parecían sus feligreses, y que alternaban su devoción al histrión de la pizarra con miradas a complejísimas hojas de cálculo. Su parla era igualmente peculiar, pues parecían abominar del uso de artículos determinados. Igualmente, su capacidad memorística estaba fuera de toda duda, no en vano recordaban las plantillas con nombres, apellidos y dorsales de todos los equipos del fútbol del mundo, incluyendo los de todas las escuadras de Oliver y Benji y los jugadores inventados de los videojuegos clásicos, así como sus estadísticas. A fuer de sinceros hay que reconocer que Vini y Rodrygo salieron huyendo del lugar, no por temer por su integridad física o su alma inmortal, sino porque aquello tenía pinta de ser uno de los lugares más aburridos de la dimensión. Ese y no otro fue su error.

La rauda huida se demostró una mala idea, pues el impulso y velocidad de sus piernas hicieron que no vieran una pronunciada pendiente que llevaba a los madridistas a un nivel inferior. Cayeron ambos rodando y, al intentar levantarse, vieron una sencilla mesa sobre a que se encontraba pequeña caja de madera formada por varias piezas móviles como si de un puzle se tratara. Vini, cinéfilo empedernido, recordó que algo así había visto en una película inglesa de 1987, cuyo éxito dio lugar a una secuela. El brasileño sabía que existía una forma de colocar las piezas de la caja que daba lugar a la aparición de unos terroríficos seres interdimensionales con siniestras intenciones. Esa manera de fijar las piezas se llamaba la Configuración del Lamento en la película, radicando la diferencia con el caso que les ocupaba en que aquellas sólo podían encajarse de manera que conformaran el escudo del Atlético de Madrid. De la caja brotaban unos sonidos que recordaban a cantos átonos, siniestros, que repetían la palabra “ciervos” con una insistencia rayana en la obsesión, emitidos por seres que nada tenían de humanos y que, nuevamente, parecían padecer una desazón infinita. El canto cesó y aparecieron de la nada una figura vestida entera de negro, con un peculiar peinado. Gesticulaba mucho y sólo parecía saber decir frases que sonaban a excusas. Un segundo vistazo hizo que Rodrygo y Vini lo identificaran como el Cholo Simeone. Detrás de él surgieron una pléyade de tipos mal encarados vestidos con varios uniformes del Atlético de todas las épocas, desde el aquél patrocinado por Mita hasta el actual, pasando por aquellos con publicidad de Marbella, Bandai o Electrodomésticos Idea. Los rostros de esas recién aparecidas entidades fueron revelándose. Estaban Radek Bejbl, Koke, Diego Costa y un tipo portador de un apéndice nasal que le permitía fumar en la ducha si así lo desease. Se llamaba Juan Vizcaíno, pero los jóvenes madridistas, unos niños, no lo reconocieron, pues se trata de un futbolista ante todo olvidable. Se aprestaron Rodrygo y Vini a enfrentarse a esa recua de adversarios, que, por su lado, afilaban los tacos de sus botas y mostraban un ánimo inequívoco de partir las tibias, peronés y, si se terciaba, vértebras de los dos jóvenes brasileños, cuando Diego Costa se revolvió contra el Cholo de manera súbita y se enzarzó con él y con el resto de componentes de la siniestra escuadra en una pelea sin cuartel.  Los madridistas decidieron que aquello no iba con ellos y salieron de la sala en el momento en el que alguien parecía haber sufrido una fractura de vómer.

Aún extrañados y sin entender qué acababa de pasar, continuaron su camino por otro pasillo eterno. Al final del mismo, se intuían varios personajes que no les resultaban desconocidos. Había uno bajito con ojos saltones y cara de asco que sólo sabía borbotear la cacofonía “lamantapla” junto con algunos conceptos propios de la estancia anterior. Otro era más alto, rodeado de un halo de santidad y un persistente tufo a colonia. Llevaba la cabeza rapada y barba de varios días y su voz ronca se veía interrumpida de manera constante por unos regüeldos que nunca parecían terminar de culminar la expulsión del aire. Parecía objeto de una maldición. Un tercer ser los acompañaba y, aunque en un principio, Rodrygo y Vini creyeron estar en presencia de Casper, el fantasma amistoso, la galopante falta de carisma del susodicho, así como el hecho de portar una botella de vino con una etiqueta que rezaba “minuto 116” les reveló inmediatamente de quién se trataba. El más alto parecía llevar la voz cantante, aunque más bien podría considerarse la voz eructante. Como por ensalmo, un balón se materializó de la nada en sus manos y, con una prepotencia y condescendencia que contradecían los valors que rezumaba cada poro de su piel, dio a entender que los madridistas sólo saldrían con bien de ahí si lograban arrebatar la posesión del esférico. Acto seguido, los tres entes empezaron a pasárselo en horizontal. Vini y Rodrygo no tardaron ni tres segundos en percatarse de que esos tipos sabían lo que hacían, pero la suerte, la flor o como queramos llamar al azar, pareció acudir en su ayuda. El bajito de los ojos saltones y la cara de asco iba a recibir un pase medido enviado por el trasunto de Casper, que había cambiado el vino por un helado Kalise sin que nadie se diera cuenta. En el momento en que el balón iba a contactar con su pie, tropezó con una caca de mosca que había en el suelo, lo que desvió la trayectoria lo suficiente para que el receptor perdiera el equilibrio. El traspié fue de época, cayendo a plomo cuan corto era y perdiendo la pelota, que llegó mansamente a los pies de Rodrygo. Los adversarios adoptaron un gesto de incredulidad. El paliducho se limitó a desaparecer con una facilidad que sólo resultaba achacable a la práctica reiterada. El caído profirió una letanía de anacolutos, venablos, juramentos y blasfemias sobre el estado de la superficie en el que se estaba jugando, y el alto se dio media vuelta y emprendió la huida cabizbajo mientras se acariciaba la calva y repetía para el cuello de su jersey negro de cuello alto un lamento del que sólo se comprendía la palabra “atletas”.

Vini y Rodrygo empezaban a estar hartos de tanta cosa rara, por lo que se propusieron salir de ese lugar extraño lo antes posible. El último pasillo que transitaron los condujo al salón a través del cual habían entrado, por lo que vieron que su aventura tocaba a su fin. Ya de camino a la puerta, oyeron una voz rasposa a sus espaldas. Poniendo los ojos en blanco y no esmerándose lo más mínimo en ocultar cuán estaba siendo puesta a prueba su paciencia, se dieron la vuelta y fue entonces cuando se asustaron.

Ante ellos se erguía un tipo de estatura mediana, pelo escaso y cano, unos ojos muy azules y un parecido más que notable con el abuelo de la familia Monster. Tras él estaban un hombre que ni siquiera con la escasa luz imperante en el lugar podía tener un mínimo parecido con Nicolas Cage por mucho que llevase una camiseta que tenía tal nombre estampado, y un tercero del que sólo se veía el fular y un bloque de tickets de copas de la discoteca Pachá. Al fondo, había una entidad indeterminada con un barco de Playmóbil y que sólo parecía saber pronunciar la palabra “chorreo”.

Empezó a hablar el canoso en un idioma que él creía que era portugués y que más bien parecía una mezcla entre albanés y cacahuetes masticados: “Fui yo quien os convocó en esa carta. No lo sabréis, pero también fui presidente del Madrid. Os felicito por haber superado el enfrentamiento contra los doce horrores del madridismo. Sois libres de marchar y continuar dando gloria al Real Madrid aún a pesar del presidente que os fichó”.

Vini y Rodrygo pusieron cara de indiferencia absoluta, se dieron media vuelta y salieron justo cuando empezaba a despuntar el alba. Había terminado todo, y sólo entonces, se comenzaron a alejar bailando.

 

Getty Images.

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