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Pitos. Instrucciones de uso

Pitos. Instrucciones de uso

Escrito por: José María Faerna17 septiembre, 2015

¿Es legítimo que la afición pite a sus presuntos héroes? ¿Puede hacerlo? Sobre todo, ¿debe? Y, en su caso, ¿en qué circunstancias?

La naturaleza mítica y épica del fútbol está fuera de duda. No menos que la del teatro, donde los actores son siempre héroes aunque la obra no sea épica, o la de la tauromaquia. En estos dos casos el pito es el reverso legítimo del aplauso y ambos delimitan el terreno de la soberanía del respetable, que para eso paga. Los toros ofrecen un ejemplo particularmente refinado de estas prácticas, que se ofrecen como un catálogo predefinido de participación del público en el espectáculo perfectamente pautado: pitos, palmas, ovación, división de opiniones. En tiempos menos estreñidos el teatro y la ópera admitían incluso la opción furiosa del pateo ¿Por qué el fútbol habría de ser diferente si es un espectáculo público y apasionado?

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Cuando descendemos al universo madridista el asunto toma perfiles propios. Se le echa en cara a la afición merengue una condición rematadamente puñetera, y el reproche se oye tanto desde nuestras propias filas como desde las de los rivales. Los atléticos, pobrecitos míos, nos restriegan por la cara su incondicionalidad a piñón fijo. Si ganamos, encantados. Si bajamos a segunda, a muerte. Puro bondage borriqueño y angelical. Hasta Mario De las Heras decía aquí el otro día que no tenemos afición, vainillas, que somos unos vainillas.

Cierto que por ahí fuera la grada brama con motivo o sin él. Hay que hacerse cargo: los motivos se hacen esperar allí mucho más que en el Bernabéu, donde por más que nunca nos parecerán suficientes siempre abundan, así que el buen sentido impone ahorrar fuerzas. La Copa de Europa no se gana todos los días, pero al Barça patidor le llevó veintitantos años acopiar las cinco que nosotros levantamos exactamente… en cinco, así que con buen criterio nos sometimos a un largo régimen de ascetismo antes de doblarles la apuesta aprovechando su racha hegemónica, esa que algunos disfrutan una vez por era geológica. Ya Saavedra Fajardo advirtió que el reloj del príncipe y el del bufón llevan cuentas distintas. De Colchones Manzanares ni hablamos, que a estos efectos rascan lo mismo que la Cultural Leonesa.

Yo sacaba buenas notas, así que nunca me regalaron una moto a final de curso. No es que seamos exigentes, Mario, es que estamos benditamente mal acostumbrados. Además, tengo escrito por aquí que el Madrid es un estilo, y a sus hechuras les conviene más cierto aire conspicuo. Disfruto de la alegría acompasada y los coros bien afinados de los viejos campos ingleses, pero mi pancarta favorita la vi hace tiempo en la grada de Riazor, en un partido de la máxima contra el Celta. Podrían haberla firmado Jabois o Cunqueiro y decía así: “La afición de Coruña da la bienvenida a la afición de Vigo, provincia de Pontevedra”. Esa coma, el poder de la sintaxis. Los madridistas hemos visto cosas que los demás apenas sueñan, creedme: yo sé cómo sonaba el Bernabéu cuando el equipo salía al campo para aquellas remontadas legendarias de los ochenta, lo sé porque estaba allí sin poner los pies en el suelo durante todo el partido, en vilo entre el pecho del de atrás y la espalda del de delante en la vieja jaula de socios de Concha Espina. No hay haka maorí que lo iguale, creedme.  Hay afición, sí, pero merengue.

Pero yo quería hablar hoy de los pitos. Si uno pone la mano en el fuego seguro que la saca abrasada, aunque lo haga por el más honesto de los hombres. Del mismo modo, no es muy inteligente moverle la mesa a tu pareja de billar cuando le toca atacar la bola. Ni siquiera es una buena idea pitar al adversario, que generalmente se crece con una atención que le reafirma; lo sabe hasta Piqué, patán patrón. ¿Hay que renunciar entonces a toda muestra de disconformidad con los nuestros? ¿No le da el precio de la entrada los mismos derechos al aficionado al fútbol que al público teatral o taurino? ¿Exige la solidaridad madridista un cierre de filas férreo y sin fisuras?

Decía Chesterton, católico converso, que para entrar en la Iglesia es preciso quitarse el sombrero, no la cabeza. Menos aún va a requerir el madridismo de su gente que se ampute el criterio. Pitar es un modo razonable, y hasta polite si me apuras, de mostrar descontento con lo que alguien hace en el campo, siempre y cuando esté claramente vinculado con lo que hace: un jugador que está con la berza, el equipo entero cuando se atora y se comporta como una barra de futbolín, incluso uno de los nuestros que sacude a destiempo para ocultar que es una castaña. Históricamente, el Bernabéu ha pitado cuando al equipo le entra la caraja, y yo no tengo nada que objetar: son pitos que dicen que así no. Otra cosa es la pitada como escrache, que no se relaciona con algo concreto que el jugador haga o deje de hacer en el campo. Son pitadas preventivas, que no censuran errores sino que más bien buscan provocarlos, lo que queda a medio camino del género psiquiátrico y del género tonto. Las pitadas del año pasado a Casillas y a Bale, de orígenes diversos, entran en esa categoría.

Y en todo caso, siempre es de agradecer cierto grado de elaboración en el género. En las Ventas, cuando un picador hace una de esas carnicerías ventajistas y chapuceras, el tendido del 7 aprovecha la obligada retirada al paso del matarife con castoreño por el callejón rumbo a la puerta de caballos para increparlo en dos tiempos. Un aficionado se levanta a su paso y grita con toda su alma “¡Picadoor!”, y el tendido responde a una “¡Qué-malo-eres!”. Al sujeto todavía le quedan dos interminables minutos de paseo despacioso por el callejón que no hay autoestima que resista. Agustín, un buen guardameta con el que la afición la tenía tomada por alguna remota indecisión de sus tiempos de debutante, escuchó durante años un leve “¡Uuuuy!” casi susurrado cada vez que un defensa le hacía una cesión inofensiva. Esos casos en que el madridismo brilla hasta cuando es injusto.

El otro día fui a ver The visit, la muy divertida última película de M. Night Shyamalan. Uno de los protagonistas es un fantástico chaval de doce años que quiere ser rapero y al que le afean su mala lengua. Un día hace propósito de enmienda y le dice a su hermana que va a sustituir las palabrotas por nombres de cantantes famosas.

-Por ejemplo, si me pillo un dedo con la puerta grito ¡Auuch! ¡Shakira!

Tomad nota.

Número Uno

El mayor de los Faerna es historiador del arte y editor, ocupaciones con las que inauguró la inclinación de esta generación de la familia por las actividades elegantes y poco productivas. Para cargar la suerte, también practica el periodismo especialista en diseño y arquitectura. Su verdadera vocación es la de lateral derecho box to box, que dicen los británicos, pero solo la ejerce en sueños.

3 comentarios en: Pitos. Instrucciones de uso

  1. que se mezclen el futbol y el madridismo, dos conceptos que por desgracia nunca han ido asociados a la intelectualidad, con un artículo merengue y genial en su exposición no deja de ser un soplo de aire fresco para este deporte y club tan excelsos. gracias José María Faerna

  2. Estoy de acuerdo, si el problema no es que se el que la afición que puebla el Bernabeu pite sino que al ser en su mayoría una especie de cuerpos inertes que se mueven por espasmos con una gilipollez e imbecilidad intrínseca a su ser, el resultado es el contrario al deseable. Se pita lo correcto y se aplaude lo nefasto o podrido. Pitos sí, idiotas no, si es lo de siempre.

  3. Lo más indignante es que es la prensa amiga la que suele poner la diana sobre los jugadores que deben ser pitados por la merma, y esta suele apretar el gatillo con pasmosa facilidad.

    Aunque a veces les sale el tiro por la culata: El año pasado fue glorioso el episodio en el que esa prensa estuvo señalando a Bale I El Magnífico durante más de una semana pero luego, en el partido, el que se llevó la pitada fue nuestro querido ex portero. Ahí vi un rayo de esperanza aunque no soy partidario de pitar a nuestro equipo durante el desarrollo del juego.

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