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El reencuentro

El reencuentro

Escrito por: Juan Muñoz Flórez24 diciembre, 2021
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Por su calidad, hemos decidido publicar este cuento participante en nuestro II Certamen de Cuentos Madridistas de Navidad. Recordamos que el ganador se dará a conocer el día 24 a las 5 de la tarde.

 

—¡Ten... nine... eight…!

El hombre se sacudió una pequeña mancha de nieve de la manga del abrigo y perdió por un momento el hilo de la cuenta atrás. Cómo cae, pensó. Y qué a propósito. Si a uno le dieran a elegir el día de las primeras nieves del año, probablemente elegiría la Nochebuena. Muy simbólico y demás, aunque, como él, uno no fuera ni estuviera demasiado católico.

¡Seven... six…!

Qué voz la del concejal. Qué entusiasmo. Incluso desde detrás de él, en la tarima, les vibraban los tímpanos al hombre y al resto de hombres y mujeres que se habían reunido para la inauguración. Queens, pero muchas reinas no había. Si acaso, su mujer. Estaba abajo, entre el público. Se hacían viejos, se habían hecho viejos, pero, tamizada por la cortina de nieve, aún podía verla, o recordarla, como cuando antes de Nueva York, como cuando en España. Ella le sonrió, consciente de que él pensaba en ella entonces, entonces y siempre.

¡Five... four… three…!

Ya no le sorprendía encontrarse entre tantos rasgos, tantos tonos, tantos estilos. Veintitantos años dan para mucha adaptación. Llegaba uno a olvidarse de que, en realidad, era diferente a todos ellos. Quizá por eso mismo le era tan fácil reconocer a un igual, a un compatriota. Y allí mismo había uno en aquel momento. No, uno no, se corrigió al instante, eran dos. Tenían que serlo. Un hombre y una mujer. De su edad o parecida, pero cantando a la legua que estaban de visita, que no habían tenido los veintitantos años de él y su mujer. Le miraban. Me miran. ¿Por qué me miran? ¿Por qué cuchichean?

¡Two… one… gooooooooo!

Y fue. Y se encendieron las luces. Y la calle quedó iluminada, se hizo el día en la noche, en el anochecer, más bien, allí en Queens. Tan lejos de Logroño, de Madrid, de todo. La gente pestañeaba y vitoreaba al son de una banda que tocaba música de fanfarria. El concejal hablaba, eso creía él, entre la algarabía de los neoyorkinos que sepultaban con sus gritos el discurso de inauguración del nuevo alumbrado de su distrito. Alguien, seguramente también el concejal, llamó al ingeniero jefe y, de no haber sido por su mujer, que le hacía aspavientos desde abajo, el hombre hubiera permanecido como un pasmarote hasta el final del evento, fijos los ojos y la curiosidad en la pareja de españoles.

Pronunció unas palabras con un acento que no borraban veintitantos años ni borrarían veintitantos más y bajó del estrado. Merry Christmas, le deseaban los anglos, Feliz Navidad, los latinos. Y Feliz Navidad le desearon también los dos españoles al acercarse a él y a su mujer, que habían entrecruzado los brazos y se disponían a marcharse.

—Usted es Pedro, ¿verdad? No me diga que no es Pedro.

Sí que lo era, claro que sí. Siempre lo había sido y entonces no era una excepción. La excepción era que alguien se lo hubiera preguntado después de tantos años. Aquello le daba miedo, pero más que el miedo podían los modales.

—Lo soy. Encantado. ¿Nos conocemos?

El otro hombre miró a su mujer con lo que a Pedro le pareció un destello de vergüenza. De vergüenza infantil y de algo no muy lejano a la emoción, también infantil, pese a los muchos años que al hombre, como a Pedro, a su mujer y a la mujer del hombre, adornaban. Pedro calculó rápido. Doscientos cincuenta entre los cuatro, década arriba, década abajo. Muchos años, sí, pero al parecer insuficientes para extinguir el ardor que animaba las palabras del hombre.

—¿No se acuerda de mí? Yo le vi marcarle un gol al Unión en Chamartín. Hablamos un rato después del partido y me firmó un autógrafo. Fue usted muy amable.

Pedro creyó escuchar cómo el hombre le narraba a la mujer en términos de hazaña homérica aquel gol pura suerte, pues el sol había cegado al portero como habían cegado las luces nuevas del barrio a los negros y latinos de Queens hacía solo un par de minutos. Qué chut de medio campo, mi madre, deberías de haberlo visto. Este hombre, Pedro Escobal, aquí donde lo ves, era capitán del Real Madrid cuando… Cuando qué. Dígalo. Pero no lo dijo. Se interrumpió y la mujer de Pedro aprovechó para tirarle imperceptiblemente de la manga. La manga dijo venga, vámonos, anda. Y que alguien me quite la nieve. Y Pedro se la quitó. Mientras lo hacía, hizo asimismo caso a su mujer.

Pedro Escobal

—Lo siento, no me acuerdo. Es usted… Son ustedes los que son muy amables, pero ahora, si nos disculpan…

—Pedro…

Pedro se miró la manga con una mezcla de sorpresa y azoramiento y descubrió que, en lugar de su mujer, era el hombre quien le tenía agarrado por ella. Le miró a los ojos y vio que los ojos habían dejado de ser los de un niño, o al menos los de un niño feliz. El villancico que cantaba un grupo de vecinos de borrachera a su lado le pareció tan irreal como la petición del hombre.

—Pedro, tengo algo que decirle. Venga conmigo un momento.

Pedro accedió, casi sin voluntad. La determinación del hombre, cuya fuente le era imposible de descifrar, era superior incluso a la de su mujer, que disimulaba su fastidio hablando de no sé qué  España esto y no sé qué Estados Unidos lo otro con la segunda mujer, que a su vez le prestaba la poca atención que a ella misma le merecían sus palabras.

A pocos centímetros de su oreja helada, de la de Pedro, el hombre comenzó a hablar. Eran palabras agitadas y que dejaban más vaho del habitual en la noche recién iluminada.

—¿De verdad no se acuerda de mí?

—No, ya se lo he dicho. Lo siento.

—Yo nunca lo olvidé a usted.

Al hombre se le cristalizó algo en los ojos y murmuró otro algo, una frase. Pedro estaba tan pendiente de si era el frío o un principio de lágrimas lo que empañaba los ojos de aquel extraño que no pudo comprender lo que se le decía. Perdone, se disculpó, ¿podría repetírmelo? El hombre, obediente, casi sumiso, se lo repitió.

— Esta noche, no.

Yo fui, Pedro acertó a escuchar que el hombre le decía. Pero ya no importaba, porque para entonces ya se había acordado. De la guerra, de la cárcel, de la enfermedad que aún le acompañaba. Como la guerra y la cárcel, en realidad, se dijo. Recordó aquel día, a aquel hombre que era un niño y que, junto a otros hombres que también eran niños y cuyos rostros había logrado olvidar, lo sacaron de la celda, a él y a otros compañeros, y se los llevaron al patio a fusilarlos. Entonces no contaban los goles, las crónicas ni las portadas. Ni ser capitán del Madrid, ni internacional por aquella patria rota en dos o tres o cuatro. Esta noche, no. Eso le había dicho entre risas uno de los verdugos y le había sacado del grupo de los muertos que andan, como decían los americanos, y lo había devuelto a su celda. De los otros no volvió ninguno. Para ellos, fue esta noche, sí.

—No le pido que me perdone, las risas, las risas es lo que más me persigue, pero se lo prometo, eran risas de nervios, de estupidez, Pedro, éramos todos muy jóvenes, solo le pido que me entienda. Usted era mi ídolo, desde lo del gol contra el Unión, hice lo que pude, pero las risas, no me reía de usted ni de sus amigos, se lo juro. No sé por qué me reía.

Pedro se miraba la manga del abrigo, que había vuelto a cubrirse de nieve. Pedro el ingeniero que de nuevo era Pedro el futbolista, el capitán, Pedro al que solo un milagro salvó del pelotón de fusilamiento, Pedro el ingeniero al que salvó Pedro el futbolista, que cruzó el océano en barco, que se casó, que vio mundo, que dio luz para que otros vieran mundo, al menos de noche. Pedro el madridista al que se le habían olvidado Madrid y el Madrid bajo el manto de Nueva York y de los malos recuerdos. Y el otro hombre, a su lado, que cada vez tenía más cristales en los ojos.

 

—¿De qué habéis hablado? -le preguntó su mujer.

—De nada. De fútbol.

—¿De fútbol? ¿Y por eso le has dado un abrazo?

—Por eso, justo. Por eso y por la Navidad.

—¿Pero desde cuándo te importan a ti el fútbol y la Navidad? Cada día estás peor, Pedro.

Y era cierto. Trató de reírse y el agujero que tenía en la espalda le dijo que no, que no podía. Se besaron, se apoyaron el uno en el otro y siguieron caminando con la esperanza de llegar a casa antes de que la nevada o los años les enfriasen el paseo.

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