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Escrito por: Miguel Díaz23 diciembre, 2020
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Por su calidad, hemos decidido publicar este cuento participante en nuestro I Certamen de Cuentos Madridistas de Navidad. Recordamos que el ganador se dará a conocer el día 24 a las 5 de la tarde.

 

Don Alberto se giró desde el portal, a escasos metros del chófer que le esperaba ya con la portezuela del coche abierta. Llamó a Julián y con la mano le hizo un gesto para que se acercase.

Julián, se me olvidaba… Tenga esto, para que le compre algo a su mujer y a los niños.

Julián apretó con fuerza en su puño cerrado el billete que le ofrecían.

—Muchas gracias, Don Alberto. Se lo agradezco mucho. Que tenga usted unas Felices Fiestas.

—Felices Pascuas, Julián. Y no vaya a olvidarse del partido de mañana. Ya que no puedo ir, me lo tendrá que contar todo el lunes, y sobre todo qué le ha parecido el Nuevo Estadio.

¿Olvidarme del partido? No, descuide, que no se me olvida. ¿Cómo se me iba a olvidar, Don Alberto? Si desde que me dio la entrada la llevo en la cartera a todos lados, la saco y la miro todos los días.

—Muchas gracias, Don Alberto. Descuide, que no se me olvida.

Nunca había ido a ver al Madrid. Bueno, nunca había entrado al campo, se entiende. Ni al Nuevo Estadio, ni al “viejo”. En realidad, al campo sí que había ido, claro, muchas veces, pero nunca había entrado. Nunca había tenido el dinero que hacía falta para acercarse a la ventanilla y cambiarlo por una localidad, ni por la más barata de las de pie. Ganas no faltaban, había tenido muchas. Así que, hablando con propiedad, al campo sí que había ido. A los dos. Muchas veces. Desde chaval había ido, con la bicicleta de su padre primero, desde Atocha, donde había nacido, con la bicicleta por la Castellana para arriba y para abajo, casi todos los días que había partido. Y luego, cuando unos años después ya no existía la bicicleta, él seguía yendo. Para ver el ambiente que había, qué ambiente, chico, y la gente, que llenaba los alrededores horas antes del partido, y cuando hacía bueno se sentaban en el suelo a merendar, o a leer el periódico, y le daban buenos tragos a la bota. Y qué felicidad en las caras, chico, porque estaban todos felices, y el que más él, porque al campo al final no entraría, pero fuera se veía, como en la canción, a las mocitas risueñas, y luego se metía en un bar y se pedía un vino, y por la radio escuchaba con los que allí estuvieran el partido, y el rugido de las ocasiones y el bramido de los goles del Madrid le llegaba antes del campo que del transistor.

Y al volver caminando a casa le quedaba esa sensación de haberle ganado unos momentos, de haberle arrebatado unas horas a la vida, a esta mierda de vida. Porque vaya vida de mierda, chico, no sé qué va a ser de nosotros, pero ese gol de Di Stefano, figúrate, chico, como habrá tenido que pegarle, que por un momento creí que se hundía el suelo y el mundo entero.

El domingo, después de comer, se despidió de su mujer, se puso el abrigo y salió de casa. Cuando pasaba junto a la garita del portero, como siempre hacía, empujó el manillar de la puerta para comprobar que estaba bien cerrada. Al abandonar la oscuridad del zaguán, recibió con alegría el tibio calor de una tarde soleada de invierno. Faltaban tres días para Navidad. Subiéndose un poco el cuello del abrigo, enfiló José Antonio abajo y tomó la calle de Fuencarral. Bajo el tendido de cables que jalonaba su camino, con sus pequeñas bombillas aún dormidas, y unido a los viandantes que a esas horas comenzaban ya a llenar las calles, llegó Julián a la glorieta de Alonso Martínez un tanto emocionado. Después de casarse con Teresa no había vuelto al estadio. El partido, eso sí, lo escuchaba todas las semanas, religiosamente, en la taberna más próxima a su casa. A medida que se acercaba al campo sentía cómo su corazón se iba encogiendo más y más. Se puso a pensar en la Nochebuena que tan cerca estaba. Desde que nacieron los niños, y al mirarla a través de sus pequeños ojos, la Navidad había cobrado para él una importancia que nunca tuvo, pero al mismo tiempo sentía una profunda tristeza al no poder celebrarla como a él le hubiera gustado. Y es que con los dos críos y ahora que no podía contar con la faena de los domingos, la cosa no estaba para tirar cohetes. Vamos, que no sé qué va a ser de nosotros.

Pero hoy no era día para preocupaciones. Las inmediaciones del estadio, que ya veía Julián a lo lejos, estaban atestadas. Y en la esquina donde habían quedado andaba ya esperándole su amigo Paco, con una sonrisa tan grande como el imponente edificio que tenía a sus espaldas.

—Pero hombre, Julián. ¿Qué tal te va? No se te ve mal.

—Vamos tirando, ¿y tú? Oye, chico, qué recuerdos me trae volver aquí, la de tardes que hemos echado… pero bueno, tú vienes más a menudo…

Julián sacó la cartera, desdobló cuidadosamente la entrada y se la dio a Paco.

—¿Cuánto le vas a sacar?

—Pues no te pienses que me va a quedar mucho… Las cuarenta pesetas tuyas y tres duros que le endiño yo al pájaro… Que la entrada es maja, pero por poco más se va ya a la taquilla y elige.

Viendo la cara de Julián, que ya está llegando a Cibeles, podría asegurarse que está de un humor espléndido. Las luces de Navidad ya se han encendido y ahora tiene que darse prisa porque quiere llegar a casa y escuchar donde siempre la segunda parte. Mañana, cuando cierre la portería a la una, aún le dará tiempo a ir a la tienda donde vio la pelota que quiere comprarle a los niños para los Reyes. A lo mejor le sale uno futbolista y le consigue un asiento en el palco y se acaban las miserias y las tonterías. Sólo falta un pequeño detalle: que Don Alberto no sospeche que no ha estado dentro del campo. Claro, que siempre podrá contarle esa sensación que tan bien conoce, cuando el Madrid mete un gol y por un momento parece que va a hundirse el suelo y el mundo entero. ¿A que sí, Don Alberto?

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