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Un episodio sacramental

Un episodio sacramental

Escrito por: Padre Suances16 agosto, 2015
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Queridos galernautas,

Hoy me gustaría contaros una historia. Una historia personal, claro. En mi relato me veré obligado a omitir, sin embargo, algunos detalles de importancia. Lo que me dispongo a contar sucedió durante la celebración del Sacramento de la Reconciliación, también llamado confesión.

Esto significa que, si bien podré hablar de pecados, nunca jamás mencionaré al pecador que los cometió. El hacerlo traería consigo violar el secreto de confesión al que de modo muy grave me obliga el sacerdocio. Cometería el más espantoso de los pecados si sucumbiera a la tentación (siempre presente, pues el hombre es carne de chisme y al chisme propende) de revelar la identidad del protagonista de mi historia. Además, debo admitir, aunque después he llegado a forjar alguna hipótesis más o menos fundada respecto a dicha identidad, que no logré reconocerle de manera concluyente. Quede pues en pía nebulosa la identidad del alma que acudió ayer mismo al auxilio de la penitencia que departo (apuntadlo por si asimismo queréis ser provistos de tan importante alimento espiritual) cada jueves de doce a una en mi parroquia.

Estaba yo sentado en el confesonario, esperando que algún feligrés se aproximara a recibir esta gracia (ay) tan caída en desuso y abrazada con tan poca asiduidad en estos días, cuando  alguien se sentó al otro lado de la celosía. Su saludo inicial fue brusco, algo que tampoco me sorprendió en exceso. Cada vez son más quienes, algo alejados de los formalismos, se acercan al Señor en busca de consuelo de manera algo abrupta. La necesidad perentoria de recibir el perdón obra, en ocasiones, deslices de torpeza y premura.

“Padre, el Señor me ha castigado” fueron sus primeras palabras. Mi reacción fue la de quitarle hierro al asunto. Le dije que el Dios castigador del Antiguo Testamento quedó superado por el mandato de Amor del Nuevo Testamento de Jesús. Agregué que Dios nos quiere felices, no hundidos y asustados.

“Usted no lo entiende, Padre” prosiguió. “Hace unos días me burlé de...digamos, un rival empresarial. Les dije a mis colegas que debíamos pavonearnos delante del mundo para que él, mi odiado y eterno rival, sufriera. En mi mente no estaba el éxito de los míos, padre. Estaba ver sufrir y palidecer de envidia a mi enemigo. Es lo único que me obsesiona desde hace años. De manera recurrente busco su mal antes que mi bien. Siempre prefiero su padecimiento antes que mi bienestar. Me burlé de ellos y ahora mi equip… Mi empresa ha sufrido un castigo enorme por mi causa. El Señor ha hecho pagar a mi equip... a mi empresa por mi pecado anterior. El Señor ha descargado su venganza sobre los míos para castigarme a mí ”.

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Sus palabras me generaron un enorme desasosiego. ¿Qué pobre alma, en un momento de éxito propio, piensa mas en sus rivales que en sí mismo? ¿Dónde están los amigos, la familia, el amor propio y Dios mismo? ¿Qué tormentos ha debido sufrir alguien que se mueve por parámetros tan egoístas y caprichosos? ¿Qué complejos debe sufrir un alma así para sumirse de modo nefando en la sima del rencor obsesivo? Decidido a ayudar a aquel pobre chico, me puse en manos de San Alfonso María de Ligorio, patrón de los confesores, para mejor orientarle.

Le dije que no hablara de castigos divinos. Quizá lo que él descontaba eran castigos no fueran sino coincidencias. Le propuse que se centrara en el aspecto personal del asunto, en la lucha contra sus envidias, celos y fobias.

Él dijo que eso era imposible. No entendí muy bien a qué se refirió con lo siguiente que dijo. Habló de los sudores fríos que le generaba cualquier prenda blanca que ve y de cómo el mundo siempre les miraría “como a un segundo plato”. Su tono de voz subió de manera dramática, mostrando una enorme frustración, cuando dijo algo como “nunca seremos ellos, hagamos lo que hagamos”.

Le pedí que se tranquilizara. No conseguía ver quién era a través de la celosía, pero sospechaba que quizá fuera alguno de los ganaderos del pueblo, siempre metido en trifulcas con los del otro lado del río. Pero entonces empezó a hablar del fútbol. Mencionó a Jerzy Dudek. Dijo que tenía razón, que siempre jugaron de manera deshonrosa a este deporte. También habló del “otro zumbado”, admitiendo que sin duda quería probar lo que debía sentirse al ganar “una Champions blanca” y se echó a llorar desconsoladamente mientras, entre hipidos, tartamudeaba “¡Ni… ni… ni siquiera me… me… gustan los puros!” . Pensé que había perdido la cabeza.

El caso es que su ira iba en aumento. Y el volumen de sus palabras crecía también de manera exponencial. Le pedí que se serenase, pero no hubo forma. Siguió gritando algunas cosas en una lengua ininteligible. Le urgí a que saliera de la iglesia. Lo hizo, pero mientras se alejaba a grandes zancadas, aún le escuché decir:

“¡Y odio la música colombiana!” Después de eso, un portazo y el silencio.

Me quedé con las ganas de saber de quién se trataba. Dudo mucho que Dios castigue a nadie por una rivalidad empresarial, o de cualquier otro tipo. Al contrario, el Señor acompaña al que va de cara. Al que se alegra cuando el trabajo propio da sus frutos. Al que se esfuerza con dedicación cada día sin pensar en lo que los demás dirán o pensarán. Al que no es rozado por la zarpa impía de la envidia (ese pecado capital que lleva su penitencia en el propio sufrimiento que origina a quien la alberga) y no se acuerda de rivales frente a quienes muestra complejos cerriles, cuánto menos en el éxito.

Feliz domingo a todos. Y acercaos al confesonario, que no es tan malo como lo pintan. Y ahora vienen muchos jóvenes por la parroquia.

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No soy la respuesta madridista a mi querida amiga Sor Lucía Caram. Hay planteamientos tácticos mezquinos que entusiasman el corazón de Dios.

3 comentarios en: Un episodio sacramental

  1. Buenos dias,
    Hay que ver lo que se cuece en los confesionarios, de lo que se entera uno. Como se ha podido comprobrar, hay enfermedades que no las cura ni la ciencia ni la fe, como por ejemplo, la envidia; ėsta va intrínseca con el ser humano, nace, crece, se reproduce y muere.
    Un saludo.

  2. Si no voy muy errado, este pobre infeliz "atenta" contra el Décimo Mandamiento: "No codiciarás los bienes ajenos"; en este caso, el prestigio y señorío (reales - pun intended), y las decenas de títulos de calidad, de la empresa rival.

    En el pecado lleva la penitencia, a fe mía. Así jamás será feliz.

  3. Después de ver la roja a Piqué y su actitud en la Supercopa de España (con perdón, como diría nuestro editor), solo resta apuntar: "Palabra de Dios. Te alabamos Señor."

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