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El reino de la nada 2+1 (Brasil)

El reino de la nada 2+1 (Brasil)

Escrito por: Fred Gwynne6 septiembre, 2015
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-Aquí tienes, cariño: tu verdurita.

Benítez miró a su mujer, miró también las espinacas que le acababa de dejar en la mesa y, cogiendo el tenedor con desgana, lo hundió en aquel plato humeante.

Estuvo varios segundos pensativo hasta que con un rápido gesto, como si quisiera acabar cuanto antes con aquella tortura, se metió el tenedor en la boca y empezó a masticar con rabia aquel pastizal. La rabia dio paso a la apatía y pronto se encontró con una insípida bola que empezó a dar inútiles vueltas en su boca. Intentó buscar algún sabor que le gustase en aquella sanísima verdura pero como siempre le sucedía acabó divagando entre jamones y lechazos.

Sí, estaba gordo, no podía negarlo: Mou tenía razón. Se palpó con las dos manos la barriga que sobresalía por encima de su pantalón y después de comprobar que cinco días de horrible sacrificio apenas habían rebajado su figura, tragó con dificultad aquel rastrojo y volvió a meter el tenedor en las espinacas para continuar con el castigo.

No, no es que no quisiera adelgazar. Pero lo que tenía entre manos ya le daba suficientes quebraderos de cabeza como para preocuparse por unos kilos de más. Ya estaba en plena temporada y, aunque el equipo le transmitía buenas sensacione,s tenía mucho trabajo pendiente.

-Cariño, ¿y estas espinacas no estarían mejor con unos taquitos de jamón frito y un poquito de aceite?

-Si, pero engordarían más. Come y calla.

Benítez agachó la cabeza y, conociendo que en su casa la alineación la hacía su mujer, continuó comiendo. Cuando terminó de hacerlo (a las espinacas le siguieron algo parecido a un pescado y un yogur desnatado), se marchó a Valdebebas con la sensación de que tenía más hambre que cuando había empezado a comer.

En el camino pensó que desde que su mujer se había propuesto que adelgazase por el puñetero colesterol la vida era mucho más triste. Hasta entonces, hasta que el puñetero análisis marcó ese fatídico 290, del menú de su casa se encargaba la cocinera, una gallega que cocinaba de maravilla, y que después de más de quince años a su lado sabía perfectamente que a él la única verdura que le gustaba era la que comía el burro del Conde Lucanor.

Con estos pensamientos llegó a Valdebebas, y una vez allí se dirigió a la cocina, abrió uno de los frigoríficos y comió un poco de jamón con melón, un trozo de queso de Idiazábal, dos copas de vino de Rioja y media barra de pan. Estar delgado estaba sobrevalorado. Los gordos, además de más felices, eran más inteligentes.

De pronto llamaron a la puerta, y antes de que pudiese contestar apareció la cabeza de su entrenador de porteros.

-Rafa, hay un chalado con un montón de cajas que pregunta por ti.

-¿Un chalado? -dijo Rafa, asombrado.

-Sí, un tipo que dice que viene de parte de no sé que editor con náuticos. Un tipo muy raro, yo creo que es medio tonto.

-Pero qué es. ¿Periodista?

-Sí, dice que de mantenimiento.

-¿Y eso qué es?

-Ni idea, ¿lo largo a paseo o hablas con él?

Rafa dudó un momento, y conociendo como conocía las extrañas particularidades del  gremio periodístico, le dijo a Valero que le hiciera pasar. Que le concedía quince minutos, ni uno más.

Poco tiempo después la puerta se abrió lentamente y lo primero que vio fue una docena de cajas blancas que venían tambaleándose a su encuentro. Detrás de ellas, y haciendo portentosos equilibrios para que aquella torre no se desmoronase, debía de encontrarse el periodista. A pesar de que hubiese apostado media liga a que las cajas terminaban en el suelo, llegaron a su mesa milagrosamente y después de ser descargadas y ordenadas metódicamente le dejaron vía libre para observan al raro individuo que las portaba. Tenía la cara con restos de puntos de rotulador ( o lo que fuese aquello) y llevaba un atuendo, por llamarlo de alguna manera, un tanto peculiar: un pantalón rojo corto extremadamente apretado por un viejo cinturón de cuero, y una enorme camisa negra con flores amarillas metida por dentro del pantalón. Si la combinación era ya de por sí bastante extraña, el hecho de que los faldones de la camisa apareciesen por debajo del pantalón y se extendiesen hasta sus rodillas remataba su figura de tal manera que al verlo estuvo en un tris de llamar al servicio de seguridad. Si no lo hizo fue porque extrañamente aquel chalado inspiraba cierta lástima que se lo impidió.

-Usted dirá.

Yo, a pesar de que lo intenté, no dije nada coherente. Llevaba el discurso perfecto, lo había repasado una y otra vez hasta aprendérmelo de memoria, y aunque dije algunas palabras inconexas la presión pudo conmigo y acabé tapándome los ojos con las manos y soltando los esfínteres.

Primero noté como mi pantalón se humedecía, y luego un reguero empezó a resbalar por los faldones de mi camisa hasta terminar haciendo un charco en el suelo. No me atrevía a mirar: estaba tan avergonzado que seguía con los ojos tapados como un avestruz, e intenté pasar tan desapercibido que me puse a contener la respiración de tal forma que si no es porque Benítez me habló posiblemente hubiese muerto asfixiado.

-¿Está usted bien? –me preguntó.

-Si, -dije, todavía con los ojos tapados-. Estoy bien.

-¿Seguro?

-Sí, sí, tranquilo, a veces me pongo nervioso y me orino. O me desmayo de la mente. Depende de la situación. Si me trae una fregona, limpiaré esto ahora mismo.

Oí que la silla de Benítez se movía y sus pasos acercándose. Cuando noté que estaba a mi lado, me quité las manos de los ojos y le miré sin decir nada pero diciéndolo todo.

-Tranquilo, tranquilo, aquí puede usted ducharse, hágalo y le dejaremos un chándal del Madrid hasta que lavemos su ropa. Ahora llamo a alguien para que lo acompañe.

Me puse tan nervioso ante la perspectiva de ponerme un chándal del Madrid que si no me oriné encima es porque ya acababa de orinarme encima y no me quedaba ni una gota para hacerlo una segunda vez. En un par de minutos llamaron a la puerta y apareció el mismo que antes me había acompañado hasta el despacho de Benítez. Este le hizo un gesto y después de hablarle en voz baja unas palabras, miró el charco que estaba en el suelo, luego me miró a mí y me pidió que lo acompañase.

Dimos unas cuantas vueltas a aquel enorme recinto y, después de pasar por un largo pasillo lleno de fotos de antiguos jugadores del Real Madrid, llegamos a una pequeña habitación que tenía un par de duchas, un lavabo, un espejo de cuerpo entero y media docena de taquillas cada una con un nombre. Les eché un rápido vistazo y comprobé que no me sonaba ninguno, con lo cual deduje (si es que a mis periplos mentales se le puede llamar de esta manera) que sería el cuarto de los empleados.

Me desnudé, dejé mi ropa en el suelo ya que todavía goteaba, toqué siete veces mis calzoncillos de la suerte y me metí en la ducha. No sé si eran los restos del rotulador o los meses que llevaba sin ducharme pero el caso es que un agua negruzca empezó a resbalar por mi cuerpo y acabó manchando el plato con un reguero que todavía creo que seguirá allí.

Al salir, y tal como me había prometido Benítez, me encontré encima de una silla, completamente planchado y con su reluciente escudo iluminando toda la estancia, el chándal del Madrid. Me quedé mirándolo y antes de poder evitarlo me puse a llorar. Por alguna razón que desconocía las emociones o me hacían llorar o me hacían orinarme o me desmayaban de la mente, que es una desmayo parcial, pero muy reconfortante.

Miré el chándal como si fuese una figura de Semana Santa y me lo puse como si fuese el traje de faena de un torero. Una vez duchado, oliendo a jabón y limpio (si exceptuamos mis calzoncillos que pesar de estar meados me puse por razones obvias) me miré al espejo y si no salí corriendo de Valdebebas para enseñárselo a todo Madrid fue porque Sugrañes,  harto de esperar a que apareciese con Guti, me había encomendado una vez más una valiosísima misión. El que mi editor, vistos mis continuos y estrepitosos fracasos, siguiese confiando en mi era algo que no acababa de entender, y lo achacaba más a su condición de augusto y beatífico santo que a mis dotes para el Periodismo de Mantenimiento.

Me había encomendado entrevistar a Benítez y pensé que la mejor forma de conseguirlo era contactar primero con él, mostrarle mis respetos, regalarle la docena de pares de náuticos con los que había obsequiado a mi editor y que él (para corresponderme) me había lanzado a la cabeza, y pedirle el oportuno permiso para la entrevista.

Con estos pensamientos rondándome, y dispuesto a no fallarle una vez más, esperé unos cuantos minutos y al ver que nadie aparecía salí de las duchas en su busca y empecé a recorrer, o mejor dicho descorrer, el camino andado para llegar de nuevo al despacho.

Dotado con el sentido de la orientación de una almeja cuando me di cuenta estaba más perdido que Diego Torres comprando Red Bull. Subí unas escaleras, baje otras, abrí media docena de puertas y acabé en una enorme sala con varias camillas, un par de jacuzzis y una enorme piscina interior. Justo cuando iba a cerrar la puerta, se abrió otra en el extremo opuesto de la sala y entró Jesé con la vestimenta del Madrid y un peto naranja por encima.

Fue derecho a una taquilla, sacó unos enormes cascos y un móvil y, después de enchufarlos y tocar algún que otro botón, se tumbó boca arriba en una de las camillas de la sala. Al verlo, y aprovechando que todavía llevaba encima el chándal del Madrid, noté, gracias a ese instinto de periodista que no me abandonaba nunca, que la ocasión la pintaban calva, y me acerqué a su camilla con la intención de entrevistarle:

-¿Todo bien? –pregunté colocándome a su lado y poniendo mis manos en su sudoroso muslo.

Jesé, que no oía una mierda porque estaba escuchando alguna música infernal, me miró asombrado y después de apartarse levemente el casco de una oreja me preguntó:

-¿Quién es usted?

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-Fisio de mantenimiento, el nuevo, me manda Benítez, -dije yo poniendo tal cara de físio de mantenimiento que Jesé tuvo que notar por fuerza que ya le curaba hasta con la mirada.

-No me habían dicho nada.

-Tranquilo, ya sabes cómo van estas cosas: pretemporada, dudas, vas y vienes, vienes y vas, si te he visto no me acuerdo.

-¿Me vas a tratar tú?

-Sí, hoy sí. Pero tranquilo, estás en buenas manos.

-Vale, pero que sepas que pienso avisar al Míster de que esto no me parece bien, que estas sorpresas no me gustan nada. Tengo un poco cargado el isquio derecho, empieza por él.

Para mí, que conocía remotamente dónde estaban las piernas, las manos y la cabeza, la situación exacta, o aproximada, del isquio derecho (o izquierdo) era un misterio tan insondable como la situación de la puerta trasera del Bernabéu.

-Pinto pinto gorgorito, donde estás tú tan bonito- canté señalando todas las partes del cuerpo que, según mi personal criterio, podían acoger los famosos isquios. Quiso el destino que el "pim, pam fuera" acabase con mi dedo apuntando al tobillo de Jesé y decidido a jugarme el todo por el todo puse mis dos manos sobre él y empecé a masajearlo como si exprimiese un calcetín.

-¿Qué haces? -dijo Jesé quitándose los cascos- El isquio, empieza por el isquio.

-Voy, ahora mismo voy  –dije mirando de reojo la puerta de salida y maldiciendo mi perra suerte. -O sea que lo que tienes cargado es el isquio, exactamente el isquio, el mismísimo isquio, y justo el derecho, no el izquierdo, no, el derecho, el isquio derecho. ¡Qué cosas! En fin, vamos allá.

Justo cuando iba a salir corriendo noté como Jesé me agarraba de la manga del chándal, se incorporaba un poco y oliendo sonoramente un par de veces decía:

-¿No hueles nada raro? Huele a meado. Aquí huele a meado.

Lamentablemente mis meados calzoncillos de la suerte, además de empezar a empapar la parte baja de mi chándal, habían empezado a esparcir cierto hedor a orín que gente tan acostumbrada a buenas colonias como los jugadores del Madrid no eran capaces de apreciar.

-No, yo no huelo nada, será el nuevo linimento- dije demostrando mis conocimientos del masaje.

-Pero si todavía no has usado ninguno.

-Ya me parecía a mí que se me olvidaba algo, ahora vuelvo –dije aligerando el paso y saliendo por la misma puerta por la que había entrado.

Una vez fuera continué mi búsqueda de Benítez, y en ella seguiría si no fuese porque después de diez minutos de inútiles vueltas oí varios gritos y me encaminé hacia ellos con la intención de preguntar la salida de aquel laberinto.

Cuando me quise dar cuenta, llegué a una puerta muchos más grande que las demás y salí por ella. Para mi sorpresa me encontré en la calle, rodeado de varios campos de fútbol y en uno de ellos, el más cercano, y creo que el más amplio, se estaba entrenando el Real Madrid. Aunque aquella mañana mi cupo de emociones ya había sido sobrepasado con creces, me desmayé un poquito de la mente, y después de disfrutar unos segundos de este restaurador estado, caminé con la decisión que me imbuía mi profesional vestimenta.

Estaban jugando un partidillo entre ellos y, por una puerta metálica abierta de par en par como si estuviese esperando mi llegada, me colé en el campo. Al ver que los que dirigían el partidillo y daban gritos estaban en la banda contraria, unos veinte metros a mi derecha, me dirigí a la izquierda y caminando con las manos en los bolsillos me fui poco a poco acercando hasta el córner con la intención de sacar unas cuantas fotos. Fui a coger mi móvil del bolsillo para hacerlo cuando me di cuenta de que me lo había dejado dentro de mi meado pantalón.

Entonces, y como de perdidos se iba al río y la mañana invitaba al disfrute y a la contemplación, me puse a ver tranquilamente el espectáculo. Lo malo es que como yo siempre había visto al Madrid jugar contra otro equipo y en este partido el Madrid jugaba contra sí mismo, es decir once del Madrid contra once del Madrid, empecé a plantearme a quién animar y me bloqueé de tal manera que me quedé tonto y mudo hasta que diez minutos después se pitó un saque de esquina y apareció corriendo Modric a sacarlo. Nos miramos un segundo y Modric siguió a lo suyo, a sacar córner para ganar Copas de Europa. Lo tenía tan cerca que no quise desaprovechar la ocasión y pensé que igual me dedicaba unos segundos para contestar alguna pregunta sobre aquella mágica noche de Lisboa.

-¡Psst! ¡psst! Modric, ¡eh!, ¡eh!, Modric.

Modric que no esperaba mi interrupción, lanzó un pepinazo a las nubes, me miró con rabia y salió disparado hacia su campo. Pasaron un par de minutos en los que seguía sin decidirme a qué Madrid animar cuando me fijé en que el grupo que dirigía el entrenamiento me estaba señalando con el dedo y uno de ellos había empezado a caminar hacia mí.

Justo cuando estaba buscando una vía de escape, el balón, en uno de esos momentos mágicos que a veces te regala la vida, llegó rodando mansamente a mi lado. Lo miré, miré el campo, mire la oportunidad de cumplir un sueño y no lo pude evitar, juro que no lo pude evitar, cogí el balón con las manos, empecé a correr por el campo entre jugadores que me miraban sin saber qué hacer y cuando llegué extenuado a la portería contraria lo dejé en el suelo, chuté y metí el gol de mi vida. El gol de los goles. Entonces me tapé la cabeza con el chándal y empecé a correr alocadamente gritando gol con tanto entusiasmo y desorientación que acabé chocando con el poste de la portería y perdiendo el poco conocimiento que la genética me había concedido.

El sábado, después del aperitivo, y con el regusto amargo de la derrota todavía presente, fui a una agencia de viajes a comprar un billete. Luego me encaminé a la redacción con paso firme y convencido de haber tomado la decisión correcta. Unos momentos antes de entrar en el despacho de Sugrañes no pude evitar cierta congoja que acabó por convertirse en gruesos lagrimones. Esperé unos minutos hasta recuperarme, cogí aire y abrí la puerta.

-¿Has conseguido algo?

-No jefe, lo siento, he vuelto a fracasar.

-¿Otra vez? Mira que se me está acabando la paciencia.

-De eso quería hablarle. Me voy.

-¿Cómo que te vas?

-Sí, jefe, no valgo para esto, me voy, no me gusta el invierno. Me voy a Brasil. Volveré el verano que viene. Igual le pido que me contrate de nuevo. Si usted quiere, claro.

-¿A Brasil? Pero qué se te ha perdido a ti en Brasil, alma de cántaro.

-No lo sé, las garotas, Copacabana, la cachaça. El verano.

-¿Estás seguro? Piénsalo bien, tengo un nuevo trabajito para ti. Mañana se cierra el mercado y quiero que hagas un reportaje sobre la posible venta de De Gea y Keylor.

-Olvídelo jefe, soy un inútil. La decisión ya está tomada. Tengo el billete para el lunes a las diez de la mañana.

Entonces Sugrañes se levantó, me dio un largo abrazo, me deseó toda la suerte del mundo y me metió un billete de cinco euros en el bolsillo de la camisa.

-No lo malgastes.

-No lo haré, descuide.

El lunes, instalado cómodamente en el avión, y después de desabrocharme el cinturón de seguridad, pensé que a pesar de mis fracasos mi experiencia como Periodista de Mantenimiento había merecido la pena. Había buscado la puerta trasera, había viajado a Ibiza, había conocido a Benítez, a Guti, a Jesé, al hermano gallego de Ramos y por si esto no fuera suficiente, había marcado el gol de mi vida. No, no me habían ido tan mal la cosas.

Además, y como regalo final por toda su paciencia y generosidad, había conseguido mandarle el contrato de De Gea a Sugrañes. Había sido la noche perfecta, me había colado en las oficinas de la Liga de Fútbol, había manipulado un poco los ordenadores y había conseguido el contrato un minuto antes de las doce. Pan comido. ¿Qué podía salir mal?

La vida era bella, en Brasil siempre lucía el sol y seguro que Pelé me concedía alguna entrevista.

-¿Azafata, tienen sangría?

 

 

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Soy un hombre hecho a mí mismo. El problema es que me sobraron algunas piezas. SOL O CONTIGO. Persigo playas.

4 comentarios en: El reino de la nada 2+1 (Brasil)

  1. Estimado Fred
    En primer lugar gracias por tan divertido relato, siempre consigue arrancarme por lo menos un par de sonoras carcajadas con sus deliciosas historias
    Le escribo para pedirle encarecidamente que no se desligue de su personaje. Disfruto con sus hazañas enormemente. En parte por lo hilarante de la narración, y en parte porque por alguna razón que no consigo concretar, me traen la vívida imagen del más dicharachero de todos los reporteros del futbol español. KERMITT
    Creo que a partir de ahora cuando tenga la desgracia de escucharle en “Elradio”, incluso puede que consiga despertar en mi ciertos sentimientos de ternura (no muchos desde luego)
    En cualquier caso felicidades

  2. Buenas noches después de disputar por lo obvio, vienen estupendamente unas risas, va camino usted de hacer historia con este reportero, que mejora sin duda la calidad media de los reporteros ( es un decir) del CE.CO. M.A.
    Saludos blancos y comuneros

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