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Paisajes del Real Madrid (IV)

Paisajes del Real Madrid (IV)

Escrito por: Athos Dumas25 mayo, 2019
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El estadio Santiago Bernabéu (Parte I)

El nuevo estadio de Chamartín se empezó a construir en la posguerra española, a partir de 1943, tras una genial decisión del recién nombrado presidente del club, Don Santiago Bernabéu. Mucho se ha escrito sobre este hecho que, indudablemente, fue crucial para la historia del Real Madrid C. de F y constituye uno de los momentos más importantes dentro de los 117 años de existencia del club. Sólo a un orate, o a un visionario como a Don Santiago se le podía ocurrir, apenas 4 años después de concluir la Guerra Civil, con una España en bancarrota y en reconstrucción, emprender la aventura de un nuevo estadio de fútbol, con una capacidad para 75.000 espectadores, en la mitad de un completo erial que estaba situado en la prolongación del paseo de la Castellana, lejos del centro neurálgico de la capital.

Todo ello se efectuó en un momento en que el club estaba prácticamente en ruina y sin contar con ninguna simpatía dentro del nuevo régimen político – afín al Atlético Aviación y empático con el Barcelona y el Atlético de Bilbao -; el haber podido inaugurar el 14 de diciembre de 1947 fue una bendita locura que asentó financieramente al club durante muchas décadas. En 1955, tras una votación en la Asamblea General de Socios Compromisarios, se decidió que el estadio adoptara el nombre del presidente que hizo posible el milagro y pasara a llamarse Estadio Santiago Bernabéu. Ya en ese año, el coliseo merengue contaba con una capacidad para 125.000 espectadores, más de las dos terceras partes en entradas de pie, y de esta forma tenía el segundo mayor aforo de todos los estadios europeos, tan solo detrás del de Wembley en Londres.

Recuerdo que mi primera visita – la tengo memorizada como tal, puede que hubiera alguna anterior – fue el 14 de diciembre de 1972, en el segundo homenaje a nuestra querida “Galerna del Cantábrico”, Paco Gento. Homenaje a Don Paco – hubo un primero en 1965 – que, además, coincidía con el 25º aniversario de la inauguración del estadio y, curiosamente, ante el mismo rival que en 1947, el entrañable Os Belenenses portugués. Aquella fría noche de invierno fui al estadio con mis padres y muy orgulloso al poder portar mi recién estrenada camiseta blanca inmaculada, sin publicidad y tan solo con el escudo en dorado, y con el número 7 de mi ídolo Amancio a la espalda.

En esta primera parte sobre mi visión del estadio Bernabéu quisiera centrarme en los aspectos exteriores del estadio, y, más adelante, volveremos al terreno de juego propiamente dicho. Antes de asistir a mi primer partido, ya solíamos ir en primavera y en verano junto con mi madre y mis hermanos, a la antigua piscina sita en el recinto del estadio, desaparecida a finales de los años 70.

La piscina, habilitada únicamente para socios y para sus invitados, estaba situada donde hoy en día se ubica el centro comercial “La Esquina del Bernabéu”, el cual, por cierto, será próximamente derribado (ya que en su momento fue erigido de forma ilegal). Recuerdo que había una piscina para adultos, algo más corta que las piscinas olímpicas de la Ciudad Deportiva, y una piscina infantil. El espacio del recinto no era demasiado amplio, y tenía el inconveniente de tener apenas sol por las tardes ya que en la parte oeste de la piscina se erigía la inmensa mole de cemento del estadio. Había obviamente vestuarios, femenino y masculino, y una barra de bar con unas pocas mesas. También, junto a la piscina infantil, se encontraba una exigua pradera en la que los bañistas podíamos hacer picnic y dar buena cuenta de los bocadillos de tortilla y de las empanadillas caseras que traíamos de casa.

Más o menos a principios de los 70, recuerdo mi primera visita a la sala de trofeos del Real Madrid. Nada que ver con el maravilloso museo que se puede visitar hoy en día y que es la estrella central del “Tour del Bernabéu”. Tuve la suerte de que me llevara mi abuelo paterno, mi querido abuelo Noël, un francés originario de la región central de Auvernia, y afincado en Madrid desde los años 20. Una de sus primeras – y brillantes - decisiones al llegar a España fue hacerse socio del Real Madrid, junto con su esposa – mi abuela Luisa – y con mi padre. La primera impresión de aquella primitiva sala de trofeos era que, tras una estrecha entrada, y en un par de habitaciones no muy grandes (no debían de tener cada una más de 40 o 50 metros cuadrados), se amontonaban de forma desordenada decenas y centenares de trofeos de todos los tamaños, desde los mastodónticos Carranza hasta las pequeñas copas ganadas por infantiles y juveniles, pasando por supuesto por las Copas de Europa (las primeras 6 de fútbol y 4 de baloncesto), las ligas etc.

Reinaba sobre todo el desorden en el recinto, entre banderines, bandejas, fotografías en las paredes, vitrinas con documentos descoloridos. Sinceramente, parecía todo aquello más bien un bazar de Tetuán o de Tánger que lo que ya debía de ser por entonces: a saber, el santuario de reliquias preciosamente ganadas a los rivales que ya convertían al club como el más grande en fútbol y en baloncesto de todo el continente. Otra vez que fui con mi padre, que llegó a jugar y a ganar una final de Copa de Castilla con los juveniles del club, jugada en Collado Villalba, él buscó infructuosamente el trofeo de ganador del año 1936, aunque la tarea fue imposible de conseguir ante aquel batiburrillo de copas de plata, de zinc y de estaño.

Claro que para ambiente tercermundista no había más que acercarse a la oficina de Socios. Antiguamente, recuerdo que, cada dos meses, acudía personalmente a los domicilios de los socios un cobrador del club, trayendo los cupones – válidos para todos los partidos de los dos siguientes meses – para cobrarlos a domicilio. Cuando yo era niño, lógicamente, no tenía nada de qué preocuparme, mi madre se encargaba de pagar al cobrador y todo en orden. Pero cuando desapareció la figura del cobrador, antes de que el club permitiese domiciliaciones bancarias de los recibos, había que ir personalmente a la oficina del estadio para pagar los cupones o para cualquier incidencia que hubiese surgido con el club. Nos turnábamos mis hermanos socios y yo para ir cada tanto a pagar y llevar los cupones de todos a casa (éramos 6 socios en casa). Temía más que a las películas de James Whale o de Tod Browning cuando llegaba mi turno de ir al estadio.

La oficina de Socios era despacho siniestro y mal iluminado: para acceder a ella se entraba por la calle Concha Espina, más o menos donde hoy se encuentra la puerta 44. Normalmente, a primeros de mes, había unas filas kilométricas de socios para pagar sus cupones. Nos juntábamos todos casi a la misma hora y el mismo día, ya que, de no conseguir los cupones, al domingo siguiente los empleados de las puertas de entrada no dejaban entrar a los despistados o a los morosos. Cuando llegaba el turno de pagar los cupones, los empleados eran de lo más antipático que yo recuerdo en mi vida, tratando mal a los socios con sus rostros avinagrados y con unos malos modos inauditos. El célebre dicho de que “el cliente siempre tiene razón” lo desconocían por completo en aquella siniestra oficina. Y lo que es peor: no estaban tratando con clientes, sino con socios, es decir con – pequeños – propietarios del club. Ponían mala cara hasta cuando no llevabas cambio. Era realmente un antro de pesadilla. Afortunadamente, eso cambió – aunque tardó muchísimos años en mejorar -, sobre todo a partir de la entrada del nuevo siglo XXI y he de decir que hoy en día da gusto tratar con los empleados, ya bien sea por teléfono o bien en persona.

Los alrededores del estadio eran similares a los de hoy en día, bien es cierto que ambos fondos eran mucho más bajos, teniendo tan solo dos anfiteatros, lo que permitía que, desde algunos pisos altos o terrazas de la calle Concha Espina, donde había unos enormes anuncios como el de  “Pastillas Koki” (“de penicilina y mentol”), se pudiese ver buena parte del terreno de juego y por lo tanto ver casi medios partidos de fútbol sin tener que pagar. Otro tanto pasaba en la calle Padre Damián desde el viejo edificio de Feygon. Al llegar al estadio había cientos de pequeños puestos – más aún que hoy en día – en los que se vendían banderas y bufandas, por supuesto, además de toneladas de pipas y de kikos para pasar la tarde, así como caramelos “Saci” – 4 caramelos por una peseta -, chupa-chups, agua de cebada, cacahuetes (los llamábamos manís) y, en invierno, puestos de castañas y de boniatos para atemperar el frío seco madrileño.

Obviamente, cuando iba yo de pequeño al fútbol, con la camioneta desde la plaza de Roma (hoy en día Manuel Becerra), el rito fundamental era ver el partido y regresar a casa. Era muy importante llegar pronto a las localidades de pie (siempre a mi querido Fondo Norte, por la puerta 23) ya que de lo contrario uno se perdía la mitad de las jugadas de ataque del Madrid que solía empezar atacando, como hoy en día, a la portería Norte. Normalmente los partidos eran los domingos a las cuatro de la tarde y muy rara vez por la noche – excepto los de Copa de Europa – a no ser que estuviesen televisados. El rito que se vive hoy en día de quedar una hora antes en los bares y cafeterías de alrededores, yo no lo viví hasta hace relativamente poco tiempo. En cualquier caso, en la calle Rafael Salgado, tanto José Luis como el viejo Gloria Bendita estaban siempre abarrotados, lo mismo que el hoy desaparecido El Cachirulo de Concha Espina.

La entrada noble del estadio era por entonces el lateral del Paseo de la Castellana, con la Puerta 0 para el Palco Presidencial, y los mejores abonos eran los que entonces se llamaban de Tribuna Preferente. Las puertas de la calle Padre Damián, antes incluso de construir las torres para el Mundial 82, daban acceso a la otra tribuna – llamada Tribuna de Lateral – y, sobre todo a los anfiteatros 3º y 4º, más conocidos por aquel entonces como “el Gallinero”, ambos con todas las localidades de pie. Recuerdo que en marzo de 1976 vi – ver es una ironía, no se veía casi nada – la semifinal ante el Bayern de Múnich, la de la famosa agresión del “loco del Bernabéu” al colegiado austríaco Linemayer. No se veía casi nada no sólo por la distancia, obviamente, sino por la inmensa cantidad de gente que entró ese día al Gallinero. Fuimos 111.000 espectadores aquella tarde en Chamartín (datos de UEFA). Hoy en día, acostumbrados a la comodidad de los asientos, sería inconcebible ver un partido de fútbol desde una distancia tan notable y por añadidura, de pie.

En el próximo capítulo hablaremos ampliamente de todo lo que sucedía y de las emociones que se podían encontrar, una vez que se accedía al maravilloso templo del madridismo.

Paisajes del Real Madrid

Capítulo 1: El Palacio de los Deportes de Madrid

Capítulo 2: La antigua Ciudad Deportiva

Capítulo 3: El pabellón Raimundo Saporta

Capítulo 4: Estadio Santiago Bernabéu (1ª parte)

Capítulo 5: Estadio Santiago Bernabéu (2ª parte)

 

5 comentarios en: Paisajes del Real Madrid (IV)

  1. Buenos Días: yo Juan Noguera y Nieto del gran Galo conserje de toda la vida con cuarenta y dos años al servicio del Real Madrid fichado por Bernabeu cuando ambos estaban en la Gimnastica, entonces don Santiago decidió llevárselo al Real Madrid con el como guardián del Estadio, mi abuela doña Ursula era la que tegia los jerseis de los porteros por 15 pesetas, y toda mi familia estaban colocados como trabajadores en la lavanderia inspectores de acomodadores etc. me gustaría y estoy buscando videos y fotos de aquel Bernabeu con su piscina y un gran gimnasio que allí ibamos los mejores boxeadores de España Gimnastas cineastas y gente de la Cultura, por favor insisto como puedo localizar videos o fotos de aquellos tiempos. Yo tambien tengo mucha información de la epoca. Muchas gracias.

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