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El día que los Celtics vinieron a espiarme

El día que los Celtics vinieron a espiarme

Escrito por: José Luis Llorente Gento6 mayo, 2020
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(No recuerdo con exactitud si ya escribí acerca de este partido, de forma que si alguien encuentra algún contrasentido entre lo que diga hoy y lo que dije, que no se lo tome a mal ni pretenda esclarecerlo, pues los recuerdos van y vienen y el cerebro moldea la memoria a su antojo, como los sueños vagan sin que uno sepa por qué)

 Fue una gran noticia para nosotros, aunque ignoro por completo los entresijos del acuerdo. En cierta forma era lo justo, que una vez que los legendarios Boston Celtics salieran del país lo hicieran para jugar contra el equipo más legendario del Viejo Continente. Convengamos pues, que la voluntad de los dirigentes más la ley de la Historia, unidas -no renunciemos a esta posibilidad sin batallarla- a la justicia poética alinearon sus fuerzas orbitales para concebir un torneo que todavía hoy se recuerda.

Porque la visita no era sólo de trámite publicitario - mercadotécnico, en términos más estadounidenses-, sino que había un trofeo en juego. Menor si se quiere, y con el apellido poco regio de una hamburguesería planetaria, pero un torneo oficial organizado por la FIBA y la NBA. En el fondo, seamos francos, el mandamás David Stern estaba calibrando el desembarco de su portaviones en tierras hasta entonces heréticas.

Pero a nosotros aquello nos importaba lo que a una mula un bogavante. A nosotros lo que de verdad nos encendía era la oportunidad de medirnos contra los orgullosos célticos. No nos importaba ni que fuera en su principio de temporada ni medio amistoso: ya nos encargaríamos nosotros de convertirlo en algo más que un bolo.

Lo cierto es que por poco perdemos a la chica. En las semifinales los estadounidenses se sorprendieron de que los yugoslavos fueran tan altos como ellos antes de resolver el asunto al salir del descanso. Y nosotros sudamos la gota gorda, pues se nos atragantó el Scavolini, quizás Fernando Martín apenas pudo jugar por un golpe en un ojo. 108-96, con 34 de Petrovic, 16 de Biriukov y 14 de un servidor. No es que me acordara de los puntos anotados: los acabo de repasar en la Red. Recuerdo que jugué un buen partido - ¡fuera ya las caretas de la inmodestia! -, pero no albergaba ni la más remota idea de mi anotación. Así que, la pongo para presumir.

con 34 de Petrovic, 16 de Biriukov y 14 de un servidor. No es que me acordara de los puntos anotados: los acabo de repasar en la Red. Recuerdo que jugué un buen partido - ¡fuera ya las caretas de la inmodestia! –

De lo que si me acuerdo es que el partido se nos hizo infinito con las normas NBA. No sólo por los cuarenta y ocho minutos, sino por las ininterrumpidas interrupciones que nos impedían tomarle el pulso al partido y correr como nos gustaba: como galgos blancos. A cada paso alguien pedía un tiempo muerto interminable, los entrenadores, la mesa, la televisión y los árbitros.  Sólo faltó el locutor en el Palacio, Vicente Salaner, que recientemente nos regaló en estas páginas su talento con las letras. A Lolo Sainz le sobraba con treinta segundos para dar las instrucciones, y nosotros empleábamos el resto en saludar a las mujeres, las novias, los ligues y los amigos o en echar un reojo a las animadoras, que bailaban estupendamente.

Por fin, a última hora conseguimos eludir los obstáculos del reglamento y tras dos horas y media largas hilamos una racha entre el acierto de Petrovic, la labor de Antonio Martín y el deseo de un servidor, que según decían las crónicas soñaba con la final frente a los Celtics. Con franqueza, no recuerdo si tenía sueños rociados, pero sí que al anotar una bandeja y con el partido encarrilado, cuando daba la vuelta como un poseso para bajar a defender me dieron ganas de subir a chocar con Kevin McHale y Danny Ainge, que nos honraron con su presencia en el partido. Vinieron a espiarme…

Llegando al vestuario me pillé una pájara interesante, pues los días de partido calculaba las raciones de comida para llegar al inicio del calentamiento con el estómago vacío. Ocurrió que duró tanto, más de una hora más de lo habitual, y empezó tan tarde, que el combustible me llegó para tumbarme, feliz pero noqueado en la camilla del Palacio. Después de tantas jugadas de mérito, hay que ver de qué bobadas se acuerda uno.

Así que descansamos con la paliza del partido en el cuerpo, más por su diseño ajeno a nuestras costumbres que por el esfuerzo en sí, pero con el contento de la obligación cumplida y la esperanza de no hacer el ridículo y de que nos viera medio mundo en el trance (si entendemos que entonces el mundo era fundamentalmente Estados Unidos).

El nuevo día amaneció con solecito, lo que siempre ayudaba a levantarse y acudir al entrenamiento de la mañana del choque que es razón de este escrito. Tengo que aclarar que los equipos de baloncesto entrenan en la mañana del encuentro -cuando es por la tarde o noche, claro- para calentar el cuerpo y afinar la muñeca. Así, por la tarde el organismo reacciona más rápida y adecuadamente ante el esfuerzo que le sobreviene, una práctica obligatoria entre los atletas, por poner un ejemplo de deportistas que estrujan su cuerpo sin piedad.

al anotar una bandeja y con el partido encarrilado, cuando daba la vuelta como un poseso para bajar a defender me dieron ganas de subir a chocar con Kevin McHale y Danny Ainge, que nos honraron con su presencia en el partido.

Se pueden criticar muchas cosas de la NBA, pero su capacidad de vender lo que caiga en sus manos es proverbial. Dejaron el Palacio de los Deportes de Madrid más bonito que un San Luis, elegante y atractivo, ocultando el antiestético velódromo que asomaba entre las gradas telescópicas y colocando emblemas y colores en los lugares adecuados. Así que daba gusto entrar en el Palacio horas antes del encuentro con las gradas vacías y el bullicio de la prensa y organizadores ultimando declaraciones, crónicas y preparativos. De forma que la sesión de tiro matutino fue una pequeña fiesta y una chica de la organización estadounidense, jovencita y educada, me deseó mucha suerte en el túnel cuando me retiraba hacia el vestuario, a lo que respondí en mi inglés de Oxford de la Sierra que la íbamos a necesitar. “Tenéis a Drazen”, me replicó, y no tuve más remedio que confesar que necesitaríamos cinco Drazen y ni aun así. Y le di las gracias y me despedí alegremente, no fuera que insistiera en preguntarme por asuntos que se alejaran de mi extenso pero limitado vocabulario, que esta gente de los Estados en cuanto ves que chapurreas con cierta soltura te preguntan por la estructura económica y social del país o a cómo está el café, asunto que desconocía por qué en aquel momento no era cafeinómano.

Y no recuerdo nada más hasta el comienzo del partido, salvo que Petrovic estaba tan nervioso que parecía que le había tocado el gordo de Yugoslavia, porque el de España era imposible pues estábamos en octubre. Entonces no conocíamos muy bien al chico, aunque ya nos habíamos dado cuenta de que los días de los partidos se estresaba desde que se levantaba y se le veía tan tenso -el rictus serio y seco y el puño cerrado- que yo llegué a pensar en la primera ocasión que a la hora del encuentro estaría derrengado.  Luego descubrimos que era lo normal en él, una actitud contraria a la lógica y la ciencia, que indican estar relajado todo el tiempo que se pueda para no malgastar energía. La concentración no tiene que desembocar en obsesión, pero Drazen controlaba muy bien esta circunstancia, seguramente porque la llevaba practicando desde niño. Aún así, aquel día estuvo acelerado, no sólo en los prolegómenos, sino en el partido. Sobre todo, al principio, que lanzó en malas posiciones y desequilibrado más veces de la cuenta. Disculpémoslo, pues muchos ojos de la NBA se cernían sobre su figura y en su mente ya había aterrizado la idea de volar al Nuevo Mundo apenas llegado al nuestro.

La concentración no tiene que desembocar en obsesión, pero Drazen controlaba muy bien esta circunstancia, seguramente porque la llevaba practicando desde niño.

Ahora que me acuerdo -como tituló uno de sus divertidos libros Juanma López Iturriaga- también hicimos algún comentario en la rueda de calentamiento acerca de nuestros rivales y de la ropa que llevaban, de mucha mayor calidad y mejor confección que la nuestra. Además, tenían una legión de entrenadores, ayudantes y coadyuvantes que contrastaban con nuestro banquillo mucho más limitado de elementos. Quizás el menor número de banquillistas (dícese de los madridistas que habitan en el banquillo) tuviera algo que ver en el desenlace del partido, aunque lo dudo. El contraste era muy curioso en los tiempos muertos de dos minutos, pues Lolo liquidaba el trámite con un par de instrucciones fundamentales y la apelación a la furia patria cuando aún los jugadores verdes estaban sentados rodeados de personal asistente con toallas y brebajes, y los entrenadores continuaban con su cónclave previo al sermón táctico y motivacional.

Aunque con ocasión de la segunda visita de los Celtics en 2015 repasé el partido en un plató del Plus, comentándolo junto a Daimiel y Carnicero, no consigo recordar muchos detalles del partido, pero sí algunos rasgos fundamentales que pasaré a relatar. Sin embargo, antes me gustaría añadir una reflexión acerca de las trasmisiones televisivas. Por cuestión de derechos televisivos que pertenecían a televisión española, la versión que la NBA cedió Canal Plus para ser redifundida -la recién citada- fue la que transmitió la televisión americana de nuestro partido con los gráficos característicos de aquella época. Pues bien, me pareció, ante mi sorpresa y por mor de la realización de los estadounidenses, que habíamos jugado mejor y que el partido fue de mayor calidad que el que había visto en la televisión española. Así que, tengamos cuidado cuando nos acerquemos al pasado a través de la pantalla, que, al contrario del algodón, quizás puedan llevarnos a engaño.

 

El partido comenzó con dominio céltico, con Petrovic acelerado y Biriukov anotando lo que no conseguía el croata.  Por su parte, Romay repartía a diestro y siniestro, como en sus mejores días, al tiempo que capturaba rebotes con asiduidad. Digamos que nuestros hombres altos, los Fernandos, Antonio Martín y Rogers se batieron bien el cobre, aunque nos costaba superar su defensa, mientras Larry Bird también repartía a diestro y siniestro, en su caso, juego. El equipo de Boston se había distinguido por un juego táctico exquisito con el que contrarrestar el físico deslumbrante de los Lakers, los Rockets y los Sixers para conseguir tres títulos de la NBA en los 80. Se sabían la lección de memoria y la recitaban al dedillo, así que hacíamos lo que podíamos para capear el temporal y anotar a trompicones. Nuestra voluntad era no perderlos de vista para ver si en un momento de descuido conseguíamos acercarnos.

Y así fue en el tercer cuarto. Una serie de aciertos consecutivos de Petrovic, la aparición esplendente de Cargol, más el acierto de este escribidor -un robo en línea de pase sobre Danny Ainge que me agarró para que no saliera disparado (lo que hoy sería una antideportiva) - y unos contraataques, encendieron los ánimos de las gradas, desconcertaron ligeramente a visitantes y nos lanzaron en pos de lo imposible. Fueron momentos eléctricos, desbordantes de pasión, en los que maldecía cada vez que el maldito reglamento de la NBA detenía el juego y, junto a él, nuestro ritmo. Pero ni siquiera la fragmentación del tiempo reglamentado nos impidió que ganáramos el cuarto por 30-24. (No creáis que me acordaba, sino que buscando el nombre del entrenador de Boston me topé con el dato, que creo que es interesante y, del que ahora en adelante presumiré).

maldecía cada vez que el maldito reglamento de la NBA detenía el juego y, junto a él, nuestro ritmo. Pero ni siquiera la fragmentación del tiempo reglamentado nos impidió que ganáramos el cuarto por 30-24.

Pero al comienzo del último cuarto, Larry Bird se puso las pilas después de fallar unos tiros y de que unos balones divididos acabaran en las manos de los visitantes del otro lado del Atlántico. En esos momentos, juraba en arameo en el banquillo, porque justo eran el tipo de situaciones que se acomodaban desde siempre a mi estilo de juego, pescar en aguas revueltas y correr por el centro o la banda para mostrar que mis genes también eran Gento. Sin embargo, a pesar de mi buen tercer periodo el entrenador no confió en mi talento verbenero y poco a poco nos hundimos. Me imagino que hubo algunas otras razones como que a Larry Bird no le gustaba perder ni a las canicas y se puso a jugar como si de ello dependiera el titulo de la NBA. Pero esta es mi historia y así la cuento.

Aunque Pep Cargol jugó un encuentro soberbio y fue destacado ampliamente por toda la prensa, en mi repaso televisivo del partido reparé en que el mejor fue Romay -que hartó a Robert Parish y dominó su zona- y en el buen hacer de Johnny Rogers. También Chechu jugó muy bien al principio y Drazen a ráfagas. Un servidor entró en el partido dispuesto a variar su rumbo, aunque fuera creando barullo en el juego. En una de las jugadas del partido, el base Denis Johnson se puso de espaldas para jugar en el poste bajo contra mí. Como yo estaba muy pegado y no podía liberarse de mi sombra, al darse la vuelta me enseñó su carnet de identidad, o sea sus codos, y me rompió parcial y ligeramente uno de los incisivos frontales, los que coloquialmente llamamos paletos o paletas. Como si fuera una película del oeste -en este caso sería del este por ser de Boston- escupí el pedazo de diente al suelo como un vaquero el tabaco de mascar y seguí jugando como si nada. El tempestuoso curso del partido devino en alguna que otra refriega. Nuestro ímpetu sorprendió a sus hombres grandes y Danny Ainge me agarraba y se quejaba por mi marcaje pegadizo y soberbio cual canción de Abba.

En los últimos compases del partido salieron a jugar los suplentes, algunos de los cuales me parecieron un poco “paquetillos” y me fui a casa con la creencia de que podría jugar en los Celtics. EL consuelo es libre y no sujeto a normas, sino a la voluntad del individuo. En uno de aquellos lances postreros le di un pase largo a Villalobos que, en lugar de machacar con una mano como le gustaba, rectificó en el aire y le dio una asistencia sorprendente a Cargol, que anotó más solo que Gary Cooper. La jugada fue muy rápida y ovacionada, por lo que Ki Ke (según la grafía de George Karl) lo celebró saltando de forma entusiástica. Me acerqué a él y le dije: “¡Quique, coño, que vamos perdiendo por veinte, mantén la compostura!”. Y me dijo: “Joder, es verdad”. Y nos echamos a reír. Lo cierto es que la jugada merecía el premio de aplausos y oés que tuvimos y después lo hemos recordado tantas veces como ha salido el partido en la conversación.

Al término del encuentro, el entrenador bostonista comentó en la prensa de su país la calidad de nuestro juego y la pasión de la hinchada madridista, y remarcó que el baloncesto europeo había progresado mucho.  “Tuvimos que apretar para ganar en el último tramo del enfrentamiento”, concluyó Jimmy Rodgers. Y tenían a Larry Bird, concluyo yo, que en este tramo diría lo que se le escucha en el documental “The Last Dance” en la charla previa del All Star del 98 al que acudió como entrenador: ya que hemos venido, ganemos el partido.

Sólo me gustaría añadir que en 2015 el duelo se repitió con idéntico resultado, aunque con menos brillantez. Los Celtics se impusieron con claridad tras el primer cuarto y los actuales jugadores del Madrid -con unas cuantas bajas, bien es cierto- lo único que pudieron hacer fue calcar el resultado del primer encuentro, el mítico del año 1988: 111-96 ¡Copiones!

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Escritor. Conferenciante. Columnista. Exjugador del Real Madrid y la Selección Española de Baloncesto. Se pasa la vida remontando.

6 comentarios en: El día que los Celtics vinieron a espiarme

  1. Por lo que he escuchado y leído sobre Petrovic, canalizaba sus tendencias obsesivas con el baloncesto. Supo hacer de la necesidad virtud. Un tipo que vivía el baloncesto como pocos jugadores. Más allá de la calidad que pudieran tener.

  2. Allí estuve en el Palacio viendo a Bird McHale, Ainge..como si fueran extraterrestres. Por un momento pensé que hasta les podíamos ganar...

  3. Bravo Jou. Yo envidie a mi hermana y mi cuñado por ir al primero, y años después fui al segundo. Eso sí, nunca vi a Bird, mchale, parish, ainge u Johnson. Para mí siempre serán el real Madrid de la NBA, mi equipo americano.
    P.d. no te averguenzes por acordarte de tu puntuación, yo todavía recuerdo con pelos y señales un triple que metí en un partido de liga municipal que nos hizo ganar el partido. Y es que mi puntuación habitual era entre cero y dos puntos, por no hablar que solia jugar los minutos de la basura ya que era de largo el que menos calidad tenía de mi equipo de amigos. Para mí suerte el día del triple fuimos solo 5 y me jugué los 40 minutos

    1. Seguro que eras el jugador con más personalidad del equipo, Smokin. Nadie te quitará ese momento de gloria, triplako decisivo.

  4. Jajaja, gracias floquet. Era el especialista defensivo, aunque era como García Coll, podía hacer 3 faltas en un minuto

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