Tras pocas horas de sueño, por el viaje del día anterior en coche, mis tres compañeros (Alberto, José Luis y Juanjo) y yo nos despertamos en casa de nuestro amigo Adolfo, en el pueblecito de Domont, a unos 30 kilómetros al norte de París.
Aproveché los momentos de preparativos del desayuno para darme un paseo por el pueblo, y fue como bucear en el pasado o meterme dentro de una película francesa de los años 50: la vieja escuela de los niños, al lado de la vieja escuela de las niñas, la panadería tradicional, la iglesia románica del siglo XI con una talla de madera de la Virgen, los lugareños paseando en bicicleta. No se respiraba estrés por ningún lado.
Tras reponer fuerzas con unos deliciosos croissants, fruta y quesos, Adolfo nos encaminó hacia la estación de Domont, en donde cogimos un tren de cercanías hasta la Gare du Nord. De ahí, un paseo de media hora hasta la zona de Saint-Lazare, queríamos saludar a nuestro querido Eduardo, vicepresidente del Real Madrid. Ya es tradición, lo hicimos también en Cardiff y en Kiev. Mientras esperábamos a que bajara, en el hall del Hilton Opera, departimos con varios directivos del club, entre ellos Antonio Galeano, siempre amable y talismán del club. También aproveché para dar dos besos a Elena Peiro, de RMTV, tan simpática como siempre. En estas que salió a dar un paseo, junto con su hijo, el gran Amancio Amaro, ídolo absoluto de mi infancia. Mientras encendía un gran puro, nos contó varias anécdotas de su trayectoria en el Madrid, y, con su tranquilidad y bonhomía, nos confesó que confiaba en la victoria.
Poder estrechar la mano del presidente Florentino, siempre cariñoso con La Galerna, e intercambiar un par de bromas con él, nos hizo salir a los cuatro amigos henchidos de moral
Tras dar un abrazo a Eduardo, siempre exquisito y optimista en su trato, ya salíamos del hotel cuando apareció el mismísimo Florentino Pérez, procedente del Castillo de Chantilly, donde estaba alojado el equipo. Por ahora, todo eran buenas señales. Poder estrechar la mano del presidente, siempre cariñoso con La Galerna, e intercambiar un par de bromas con él, nos hizo salir a los cuatro amigos henchidos de moral.
Continuamos nuestro paseo por el barrio de la Ópera, contemplando su fastuoso edificio del Segundo Imperio, cuyo célebre Fantasma debía estar todavía descansando, y llegamos, siguiendo por la rue de la Paix, hasta la plaza Vendôme, una de las más bellas y elegantes de la capital francesa, con sus lujosas joyerías, el hotel Ritz, y la columna Vendôme en su mismo centro, monumento erigido con el bronce de los cañones austríacos en la batalla de Austerlitz, y coronado por una estatua de Napoleón. Tras las consabidas fotos, había que reponer fuerzas de nuevo, como en las etapas del Tour. Nada mejor para ello que escoger una terraza en la rue de Rivoli, que precede cada año al sprint final del Tour, tras atravesar la plaza de la Concordia y abordar los Campos Elíseos.
Tras un tentempié a base de huevos fritos con jamón y una ensalada de pollo, se planteó un dilema entre los 4 que se resolvió rápidamente: Juanjo, fiel a sus ritos personales en finales previas (camiseta impoluta del centenario, zapatos cómodos a estrenar), tenía que ir a una iglesia para meditar y rezar durante unos instantes. Me pareció una idea magnífica, hacía tiempo que quería visitar la capilla de Nuestra Señora de la Medalla Milagrosa, que tiene una réplica en Madrid, en el barrio de Chamberí. Mi difunto querido padre era muy devoto de dicha medalla, que le acompañaba siempre cerca de su corazón. En cuanto a mi rito, o a mi manía, yo lucía mi camiseta con el 9 de Di Stéfano, dedicada por el propio Don Alfredo, invencible desde que me la puse en Lisboa un 24 de mayo de 2014.
Era ya casi la una de la tarde, y, aunque no estábamos lejos de la rue du Bac, número 140, la capilla estaba cerrada entre las 13h y las 14.30h. Todos mis compañeros estaban de acuerdo en ir hacia ella tras la hora de la comida (tercera vez para reponer fuerzas), y aprovechamos para atravesar la Concordia, hacernos fotos en el puente con Notre Dame a nuestras espaldas, y seguir nuestro paseo por la célebre orilla izquierda (Rive Gauche) de París, en dirección a la explanada de los Inválidos, donde habíamos quedado en comer con 60 madridistas de la peña “Al Ataque” y alguna más.
En cuanto a mi rito, o a mi manía, yo lucía mi camiseta con el 9 de Di Stéfano, dedicada por el propio Don Alfredo, invencible desde que me la puse en Lisboa un 24 de mayo de 2014
Y así fue. En un ambiente festivo, con elegancia, canciones y sin estridencias, comimos en Chez Françoise un clásico menú parisino en grata compañía, donde mencionaremos la calidez y amabilidad de varios parientes de Juanjo, como su hermano Agustín o su cuñado Tato, entre otros muchos, que nos hicieron a los demás sentirnos como en familia.
Apareció a los postres mi inseparable Alfonso, compañero de batallas ganadas (10, 11, 12 y 13), que me dio la alegría de haber conseguido finalmente su entrada. Era otra señal. Aunque no íbamos a ir juntos al partido, la conexión estaba hecha y nos fundimos en un enorme abrazo (luego repetimos abrazo en el estadio, justo antes de empezar el partido). Todo iba según el plan: hacer cada uno todo lo posible con sus manías, ritos o creencias, para poder colocar los astros de tal forma que todo acabase bien. Y ya saben, el único objetivo del viaje era traer para casa la orejona de nombre Catorce.
Hay que decir que se respiraba poco ambiente de fútbol, al menos en las zonas en las que habíamos transitado. Pero había una escasez alarmante de taxis. Tarde primaveral, turistas de muchas nacionalidades, poquísimos hinchas ingleses (debían de estar todos en su Fan Zone, en el sur de la capital). Tras muchos minutos de nervios (ya eran más de las 5 y luego había que ir al estadio, en las afueras de Paris, en Saint-Denis, en la zona norte), casi desistimos de ir a la capilla (lo cual hubiese supuesto un error mayúsculo e imperdonable), pero finalmente logramos que un taxi nos acercase hasta la iglesia.
Se trata del segundo lugar de peregrinación católica más visitado de Francia (tras el santuario de la Virgen de Lourdes) y la misa de las 5 y media estaba a punto de comenzar. Cada uno de los 4 amigos se recogió en sus meditaciones, y, antes de salir del recinto, aproveché para comprar en la tienda cuatro medallas de la aparición de la virgen, que tuvo lugar a mediados del siglo XIX, que tuve el gusto de compartir con mis camaradas de viaje.
Tras un agradable paseo por el Barrio Latino, tomamos finalmente el metro para coger la línea 13 (número de Copas de Europa que tenía nuestro Madrid en ese momento) en dirección a la Fan Zone madridista, situada al lado de la basílica de Saint-Denis, donde reposan los restos de los reyes de Francia. Ya estaba cerrada, había todavía gente cantando, muchos vidrios rotos por los suelos, no era desde luego la mejor zona de aficionados del universo: pequeña, encajonada entre edificios, con poca policía vigilando mientras (y esto ya lo contaremos en un próximo artículo) se percibía muy cerca la presencia de carteristas y de vendedores de entradas mayormente falsificadas.
Coincidimos con un amigo de José Luis y de Alberto, Pedro, que iba con un amigo colombiano. Querían ir juntos al fútbol, y yo les cambié mi entrada por la suya para que estuvieran más a gusto. El chico colombiano portaba una zamarra del Liverpool (se la había regalado Luis Díaz el día anterior) y allí cometí una acción de evangelización, ya que le regalé una camiseta de Modric para que pudiese ir a la grada del Madrid sin ningún problema: me consta que, desde entonces, el joven de Colombia se convirtió a la fe madridista para siempre.
Tras superar los infames y tercermundistas accesos al estadio, rodeados de lugareños con actitudes más que sospechosas e inquietantes, logramos llegar al puente de acceso al Stade de France, donde, tras saludar y abrazar a Juan Carlos Sánchez Lázaro (director de baloncesto del club), una nueva señal (también le vi y le saludé en Cardiff y en Kiev)
Tras superar los infames y tercermundistas accesos al estadio, rodeados de lugareños con actitudes más que sospechosas e inquietantes, logramos llegar al puente de acceso al Stade de France, donde, tras saludar y abrazar a Juan Carlos Sánchez Lázaro (director de baloncesto del club), una nueva señal (también le vi y le saludé en Cardiff y en Kiev), me tuve que separar del resto de mosqueteros ya que, al haber cambiado mi entrada, ellos tres entraban por un acceso distinto al mío. Nuevos abrazos y mucha fe en nuestro Madrid y en la medalla Milagrosa.
Con Alfonso y su pareja Rachel también me abracé: justo antes de ese momento me había dado un lapsus de fe y de convicción, un clásico bajón, lo vi por un momento todo negro (con doblete de Salah incluido) y el abrazarme a mi amigo del alma me volvió a restaurar la fuerza suficiente para ver el partido solo, pero, de nuevo, completamente esperanzado.
Realmente, no estaba solo. Entablé conversación con madridistas salvadoreños, venidos de su país de origen o de California. También detrás de mí con una encantadora familia de madrileños, incluyendo una mocita madrileña adolescente y un chaval de unos 9 años que tenía todavía más fe en la victoria que yo.
Del partido ya habrán leído numerosos artículos, incluyendo algunos magníficos en este mismo diario digital. Solo quiero decir que la espera hasta que comenzó el partido se hizo eterna, por culpa de la bochornosa y pésima organización de la UEFA y de las autoridades francesas de seguridad (¿?). Entre la afición blanca, minoritaria (éramos apenas 20.000 contra sin duda más de 40.000 ingleses), se generó durante esa espera una animadversión aún mayor contra la UEFA y su mandamás, Ceferin, en forma de gruesos insultos contra toda esa organización de corte semimafioso.
Explosión de júbilo muy intensa al final, con nuestra victoria por 0-1: este escribidor lloró por segunda vez tras una victoria de Champions, tras la Séptima en Ámsterdam. Pero por distintos motivos: la Séptima llegó tras 32 interminables años. La 14 (justo el doble de 7) me llegó sujetando bien fuerte la medalla de los milagros, en ese momento miré al cielo de París (ciudad natal de mi añorado y adorado padre) y comprobé que existen cosas del más allá, que no se ven, pero que se perciben y que están ahí.
Ganamos con tan solo un tiro a puerta (en realidad fueron 2 y 2 goles marcados, pero para qué vamos a insistir en ciertas decisiones arbitrales y del VAR) mientras que los Reds bombardearon (23 tiros, de ellos 9 a puerta) a Courtois, y nuestro gigante belga, el mejor portero del Real Madrid en toda su historia (en mi modesto criterio), blocaba o rechazaba cada disparo sin despeinarse, insuflando de energía a todos sus compañeros, y, obviamente, a todos los seguidores madridistas presentes. La confianza subía como la espuma al contar con tamaño escudo protector. Ni siquiera con la ayuda de uno de los cañones de Austerlitz habría podido el Liverpool superar a Thibault la noche del sábado.
Explosión de júbilo muy intensa al final, con nuestra victoria por 0-1: este escribidor lloró por segunda vez tras una victoria de Champions, tras la Séptima en Ámsterdam. Pero por distintos motivos: la Séptima llegó tras 32 interminables años. La 14 (justo el doble de 7) me llegó sujetando bien fuerte la medalla de los milagros, en ese momento miré al cielo de París (ciudad natal de mi añorado y adorado padre) y comprobé que existen cosas del más allá, que no se ven, pero que se perciben y que están ahí
Tras la salida caótica y peligrosa del estadio, sin cobertura (redes con 3G propias de un país subdesarrollado y totalmente saturadas), pude llegar hasta mis tres amigos, a quienes acompañaba mi querida Lucía, galernauta de primer nivel, dichosa por el triunfo y aun temblando por lo mal que lo había pasado al acceder antes del partido, de nuevo por la repugnante organización de todo lo que rodeó a la final. El abrazo con Lu fue emocionante y eterno, casi rompí a llorar de nuevo. Su sonrisa iluminaba el recorrido hacia el metro de Saint-Denis y hacía olvidar los malos tragos pasados.
Una vez nos despedimos de Lucia, los cuatro nos encontramos por fin con Adolfo, nuestro Ángel de la Guarda, que había presenciado el encuentro desde otra parte del estadio. Adolfo, nuestro anfitrión en Domont, esquivó todas las zonas peligrosas y poco recomendables de la maldita localidad de Saint-Denis, foco de delincuencia y de inseguridad, y había aparcado su coche en una zona residencial mucho más tranquila. Ya eran casi las dos de la madrugada, y la mejor decisión que tomamos, en lugar de bajar hasta París a buscar algún sitio donde celebrar, fue el volver al hogar de Adolfo, no sin antes contemplar muy cerca de su casa a una familia de jabalíes, una hembra con sus 8 cachorros, campando alegremente por las calles de Domont.
Llegamos casi a las 3 a la casa, y allí celebramos con alegría, pero con moderación la gloriosa conquista de la Decimocurtuá (como bien tituló Marca), con un buen vino de Rioja, con embutidos ibéricos de primera calidad, con quesos cremosos de Normandía. Comentando cada jugada, aquel gol de Benzema tan dudosamente anulado, esa exhibición de nuestro cancerbero, de Carvajal, de Militao, de Valverde, de Benzema, de Modric, de Vini, en definitiva de todo ese grupo compacto que se ha convertido en imbatible por toda Europa. Honor a todo ellos y a don Carlo, por saber manejar en cada momento la situación, aunque nos puso a todos de los nervios al no hacer ni un solo cambio hasta el minuto 82.
La velada de los 5 acabó a eso de las cuatro de la madrugada, bajando las pulsaciones poco a poco, celebrando con serenidad, con la retina volviendo a pasarnos en cámara lenta a cada uno todas las emociones vividas durante el día, tanto dentro como fuera del estadio, en una jornada intensa y extensa a la vez, y, sin duda memorable e imborrable para todos.
Ya son 8 las victorias en finales de Copa de Europa vividas por quien les escribe. 8 títulos en los últimos 25 años. Mi padre, que estuvo presente físicamente en las dos primeras, seguirá muy satisfecho desde el cielo sabiendo que su amado Real Madrid, con 120 años de edad, sigue con una salud de hierro y reinando en el fútbol mundial como en aquellos años 50 con Di Stéfano y Gento (va por usted, don Paco, su brillante legado sigue en buenas manos) y los demás héroes de entonces.
Juanjo, Alberto, José Luis, os quiero.
Adolfo, mil gracias por todo.
Real Madrid: gracias por existir.
Te amo y te adoro.
Mi querido Athos Dumas, como siempre, pone el corazón en su pluma y sabe transmitir a los madridistas la emoción del momento. El Madrid ganó, pero aunque no hubiera sido así, Athos habría transmitido el cariño a nuestra camiseta.
Siempre me ha hecho gracia que cuando contamos lo que hicimos en la final, sin importar si hemos podido ir al estadio, la hemos visto en casa, en un bar, o en cualquier otro lugar, muchos madridistas reconocemos tener "manías" o "supersticiones".
Y me hace gracia, no por el hecho en sí, que todas ellas son legítimas (y efectivas, a juzgar por los últimos 8 resultados), sino por la manera tan natural que nos sale de decir "en las finales me pongo siempre la camiseta del 2014", o "nos sentamos en el sofá siempre en las mismas posiciones", o cualquier otra cosa que hagamos SIEMPRE....
Con qué naturalidad asumimos que ver al Madrid jugar una final de Champions es algo "normal", que se repite con la suficiente asiduidad como para que eso que llamamos "supersticiones" sean en realidad "costumbres".
Estimado Athos Dumas: muchas gracias por deleitarnos con sus artículos y -sobre todo- por haber contribuido con sus rituales y manías a llevarnos la que algunos denominan la Champions de nuestras vidas. Desde luego, histórica e inolvidable por como se ha desarrollado toda la competición , sí la considero . Absolutamente.
Esa camiseta/talismán de don Alfredo...y, atención, ese favorecedor sombrero que luce en la foto que ilustra este brillante artículo también pudo causar su efecto. A mí me lo ha causado, don Athos.
Emocionante relato, admirado mosquetero.
Recuerdo que el primer partido de esta histórica campaña culminada en París, el que acabamos ganando al Inter 0-1, lo vi en un bar de Colón (en el que parecía que no iban a ser capaces de dar con un canal en que se viera) con Jesús y contigo junto a unas rubias alemanas (Paulaner, creo). Me dejé el paraguas que llevaba, no sé por qué, olvidado en el taxi, y creo que ese fue como una ofrenda que se sacrifica por el éxito de la empresa que comienza. ¡Quién iba a imaginar que esa era la primera piedra de un monumento al fútbol que iba a construir nuestro Real Madrid y a coronarla en París!
Enhorabuena por haber vivido tan de cerca el colofón de la epopeya.