Las mejores firmas madridistas del planeta

Benzema

Escrito por: John Falstaff13 abril, 2017
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Benzema es una ausencia que siempre está presente. Tengo escrito que Benzema es un andaluz con ocho apellidos franceses, y así el zapateado le sale a ritmo de rigodón, que es como un chotis pasado por la Provenza y por tanto desprovisto de la gracia chulesca y castizona que lo define. Pero entre giro y giro al compás del aburrimiento, de la peluca empolvada y sin pelo del francés se escapan goles con la naturalidad con la que caen las hojas de los árboles en otoño, en un otoño inacabable que hace reverdecer el Bernabéu y se convierte en la consagración de la primavera. Benzema ya está entre los máximos goleadores de la historia del Real Madrid, que no es pequeño altar, sobre todo para un delantero que, a decir de sus muchos detractores -¿qué jugador del Madrid cuenta con el cariño incondicional de su afición?-, no destaca por su olfato goleador sino por su apatía y desgana.

Benzema carga con su abulia y su introspección como un costalero en Semana Santa, emprende con fervor ese viaje interminable hacia el centro de sí mismo bajo su capirote de color nazareno, y al ritmo fúnebre de los tambores nos desvela de repente que no es Jueves Santo sino Domingo de Resurrección. Benzema es un eterno resucitado que insiste en regresar al vía crucis, un trilero sombrío que engaña al destino y puede que a sí mismo sin abandonar nunca su pathos trágico. Él también parece preguntarse dónde está la bolita, pero cuando el rival por fin levanta un cubilete suele descubrir que la bolita está alojada en la red. Benzema interpreta todos los partidos La canción de la tierra y, cuando uno piensa que el público va a comenzar a suicidarse como temía Mahler, se lo encuentra celebrando entusiasmado el penúltimo gol del de Lyon, que sonríe feliz sin abandonar esa mirada de huérfano un poco pasmado ante su propia genialidad.

Benzema -se ha dicho siempre- es un bailarín, pero no un bailarín ingrávido que ensaya saltos y piruetas con una sonrisa en la boca, sino un Gene Kelly cantando triste bajo la lluvia, un Fred Astaire sin chistera pero con conejos que baila claqué como si fuera un Atlas condenado a cargar sobre sus hombros el peso inhumano de toda la melancolía del mundo. Un Atlas que al final acaba encogiendo los hombros ante las críticas -sin entender nada pero entendiéndolo todo- para que la melancolía caiga y se rompa en mil trucos de ilusionista ante el aplauso fascinado del respetable. Benzema tiene pies de prestidigitador, y con ellos esconde y muestra el balón para enredar muy serio y juguetón con las emociones del público; unos pies de demiurgo a cuyo capricho el sol sale y se esconde y el cielo brilla y se encapota para volver a brillar.

Benzema es una ausencia que siempre está presente.

Hay a quien el lúgubre gorigori de Benzema exaspera e impacienta, y quien querría que el francés fuese lo que no es, es decir, un perpetuum mobile de energía inacabable y alegría desbocada. Fútil pretensión, porque Benzema nació siendo una hermosa fuga, una polifonía vertebrada por el contrapunto abismal entre su aflicción innata y el gozo que la sigue, los cuales vuelven una y otra vez sobre sí mismos para alumbrar una belleza inaprehensible, hechicera e inquietante. Una fuga que tan pronto se ajusta a los severos cánones del barroco luterano como prorrumpe en ese guiño coñón y jovial con el que el anciano Verdi se despide del mundo. Tutto nel mondo è burla, exclama también Benzema antes de volverse a recluir en su caverna. Si Mozart era un genio atrapado en la mente de un niño, Benzema es un espíritu expansivo atrapado en el corsé del fatalismo. Y del mismo modo que la música de Mozart, quien fue incapaz de mantener una relación adulta en toda su existencia, nos redime de todos los pecados con su profundo humanismo venido del cielo, el fútbol de Benzema, entre murria y murria, nos recuerda que el fútbol es ante todo una inigualable y hermosísima fuente de felicidad.

...una belleza inaprehensible, hechicera e inquietante.

Así que hoy, en esta Semana Santa que vuelve a ser gloriosa para el Real Madrid, todavía bajo los vapores producidos por el último chute de madridismo comme il faut que los de Zidane nos regalaron en Baviera, no voy a acordarme de Cristiano - los culés pueden decir misa con Bergoglio, pero Dios no es argentino sino que nació en Madeira-, a quien hoy volverán a rezar algunos madridistas apóstatas antes de volver a abjurar de él mañana, y tampoco de Bale, quien volverá a tener que morir en la cruz para salvar al madridismo de su propia ingratitud. Hoy, tras la gesta de Munich, quiero acordarme de ese bendito oxímoron inasible y portentoso llamado Benzema. Al fin y al cabo, desde que el mundo es mundo, el Espíritu Santo siempre ha jugado de blanco y con el nueve a la espalda.

 

En el prosaico mundo real me llaman Eduardo Ruiz, pero comprenderán ustedes que con ese nombre no se va a ninguna parte, así que sigan llamándome Falstaff si tienen a bien. Por lo demás, soy un hombre recto, cabal y circunspecto. O sea, un coñazo. Y ahora, si me disculpan, tengo otras cosas que hacer.

3 comentarios en: Benzema

  1. Benzema es como ese amigo rarísimo que todos tenemos, el que tenga amigos, claro está. Suele ser un cargante y muchas veces te desespera, pero tiene un algo que hace que le aprecies y en las duras siempre está ahí.

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