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El reino de la nada II (Operación Buddha)

El reino de la nada II (Operación Buddha)

Escrito por: Fred Gwynne21 agosto, 2015
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A ver, cagarruta, ¿Has encontrado algo?

La pregunta, a pesar de que sabía que tarde o temprano tendría que contestarla, me sorprendió. Había pasado un par de días buscando la puerta trasera del Bernabéu y como desgraciadamente la puerta trasera había pasado un par de días esquivándome, decidí (después de valorar exhaustivamente un montón de opciones, después de ver los pros y contras de cada una de ellas y después de encomendarme a la Virgen de los Desamparados) hacer lo que consideré más correcto para los intereses del editor Sugrañes y los míos propios: escabullirme como un perro.

Y en esas estaba, en el escabulle. Aprovechando una momentánea ausencia de Sugrañes, me había ofrecido amablemente a regar las plantas y vaciar el buzón a un nuevo reportero de la revista que se marchaba de vacaciones. Este, para mi sorpresa, había aceptado, dejándome las llaves de su casa, su despensa, el medio jamón de la cocina, la tele de pago y sus calcetines.

Estaba tirado en su mullido sofá, con una mano ocupada por una napolitana y la otra por una lata de leche condensada a la que, como mandan los cánones, le había practicado dos agujeros, uno para que entrase el aire, y el otro para que yo le arrimase la boca y chupase con fruición, cuando sonó el portero automático.

Por un momento estuve tentado de dejar de sorber y levantarme a abrir, pero como Madrid estaba llena de vagos y desocupados que entretenían sus tardes con el noble arte de llamar a los timbres para ver quién se había ido de vacaciones y aligerar sus pertenencias, decidí seguir con la estricta dieta que me había propuesto llevar en aquellos días de doloroso encierro.

Napolitanas de crema

El timbre volvió a sonar insistentemente. Una y otra vez. Hasta aquí todo normal. Y digo hasta aquí, porque el hijo de garrapata que estaba tocando el timbre había decidido dejar la intermitencia y lo mantenía pulsado como si el dedo se le hubiese quedado pegado con Loctite.

-¡Me vrrroy a cagblarrrarr ent tú pubrretera marre! -dije con la boca tan llena de napolitanas y leche condensada, que esparcí parte de su contenido por la pared y el teléfono.
-A ver, cagarruta, ¿Has encontrado algo?

La voz de Sugrañes sonó alta y clara. Tan alta y clara que si no me oriné encima fue porque llevaba puesta la ropa del dueño de la casa y no me pareció lo más conveniente para conservar nuestra incipiente amistad. No tenía ni idea de cómo me había encontrado, pero conociendo al perro de presa de mi editor tampoco me extrañaba.

-¡Abre de una puñetera vez, imbécil!

Valoré un par de segundos saltar por la ventana, otro par en descartar hacerlo por los siete metros que había hasta el suelo, y más de medio minuto en buscar una respuesta convincente a la dolorosa pregunta. Como no acababa de encontrar ninguna que me convenciese, o mejor dicho, como no acababa de encontrar ninguna que convenciese a mi editor, abrí la puerta, corrí al sofá, crucé las piernas, puse cara de periodista de mantenimiento listo para la acción y, después de tapar con un par de cojines algunos restos de ¿leche condensada? mezclada con sangría, me desmayé.

No sé cuanto tiempo pasé en este reconfortante estado, pero recuerdo perfectamente que al despertar tenía los mofletes ardiendo y los ojos de Sugrañes me miraban como si yo fuese la madre de Bambi y él el cazador a punto de disparar.

-Dime que has encontrado algo.
-Sí -mentí como una rata asustada- lo tengo todo, to-do, el reportaje completo. Para eso me he enclaustrado aquí. Te lo he mandado hoy mismo a tu correo. Y con un montón de fotos increíbles. No te puedes ni imaginar cómo está el tráfico en la dichosa puerta. Salen jugadores a patadas. Con decirte que me encontré con Ramos y acabamos charlando de flamenco.
-¿A qué hora?
-Tarde, era tarde, muy tarde, por cierto, ¿sabes que Ramos tiene ascendencia gallega?
-No, tontolaba, no hablo de Ramos, que a qué hora me has mandado el correo.
-¿Qué correo?
-El del reportaje, imbécil
-A las… siete, sí, a las siete. Me he pasado la noche trabajando y te lo he mandado justo al acostarme. Estoy agotado.
-¡Qué extraño!, a las seis ya estaba en la redacción y no he visto nada.
-¡Bah!, tranquilo, cosas de la informática. Virus, bacterias, cosas de esas. No te preocupes, tengo el portátil en la habitación, te lo vuelvo a mandar ahora mismo -dije mientras me levantaba y con un grácil salto pisaba la entrepierna de Sugrañes, pasaba por encima de él, por encima del sofá y salía corriendo hacia la puerta de salida como si no hubiese un mañana.

Justo cuando bajaba las escaleras corriendo oí gritar a Sugrañes varios calificativos que mi buena educación me impide repetir aquí, y después de esquivar un par de botes de leche condensada que me tiró desde la ventana, me confundí con una manifestación de tratantes de ganado que a esas tempranas horas se reivindicaba por las calles de Madrid.

Una vez repuesto del susto, sentado plácidamente en la Puerta del Sol y tomando mi sangría del mediodía, empecé a recapacitar sobre el error que acababa de cometer. Sugrañes no era de los que olvidaban un fracaso fácilmente, y teniendo en cuenta que mis escasos emolumentos salían de sus manos, decidí que algo tenía que hacer para volver a ganarme su confianza. Pensé que tarde o temprano mis calzoncillos harían el efecto deseado y así fue. Fue muy temprano, fue pensar en ello y venirme a la cabeza una gran idea. Sabía que en la revista hacían entrevistas y decidí buscar a alguien que llevar al despacho de Sugrañes como compensación por mis errores. Y como había fracasado con lo de la puerta decidí entrevistar a alguien que hubiese salido por ella. De esa manera mataría dos pájaros de un tiro, conseguiría saber dónde estaba y conseguiría un reportaje que me daría el crédito suficiente como para seguir optando a limpiar las letrinas de la redacción.

Ahora solo faltaba buscar a esa persona. Necesitaba a alguien especial, a alguien muy especial, a alguien que al entrar al despacho de Sugrañes hiciese que se pusiese de rodillas, me besase los píes y me pidiese perdón entre lágrimas de agradecimiento. Necesitaba buscar un jugador accesible, una estrella, un mito, uno que frecuentase la noche y no se quedase en una de esas infranqueables urbanizaciones de ricos, uno que entendiese que mi debilidad por la sangría no era debilidad sino amor. Le necesitaba en resumidas cuentas a él.

Esperé a la noche pacientemente y me encaminé en su busca hacía OH! Madrid, que era como me dijeron que se llamaba ahora el antiguo Buddha. La entrada estaba ocupada por un par de gorilas que me miraron como quien mira una colilla: con ganas de aplastarla con el píe o con ganas de tirarla por la taza del váter. Como no quería problemas, aunque muchas veces los problemas sí me querían a mí, decidí poner esa cara de póquer que reservaba para las grandes ocasiones, y pasar directamente a la acción. Me encaminé hacia ellos, vi el hueco que dejaban entre sus grandes corpachones e intenté pasar entre los dos como si fuese el mismísimo dueño del local.

Portero discoteca

Lamentablemente, y justo cuando estaba en el medio de aquellas columnas, estas se cerraron, unieron sus compactos cuerpos y reboté contra un pectoral tan duro como la piedra. Como vi que no se movían, retrocedí un par de metros y me lancé de cabeza contra los dos.

Nada, ningún efecto, excepto un ligero crujir de mis cervicales, nada de nada. Ni se movieron. Yo imaginaba que después de tal cabezazo las columnas se abrirían como el mar para Moisés pero lo único que sucedió fue que el más grandón me miró desde su atalaya, sorbió ruidosamente, y después de amasar un buen gargajo, me lo escupió encima despreocupadamente.

Cabreado como estaba y a pesar de que no quería responder a aquella pegajosa provocación, no pude evitar mirar fijamente a aquellas dos moles y decir con cara de
William Munny:

-¿Quién es el dueño de esta pocilga?

Agua. Rien de rien. Seguían tan impertérritos que, después de aclararme un poco la garganta, y acordarme del maestro Manolo Escobar, canté:

-“Torero no soy torero, y no me falta valor, lo que pasa es que los toros, cuanto más lejos mejor”.

Entonces como vi que el cabezón había comenzado a hacer una vez más aquellos molestos ruidos con la boca que precedían a sus escupitajos, lancé el último comodín que me quedaba:

-Periodismo de mantenimiento.
-¿Y eso qué es? –dijo con voz de serrucho el que parecía el jefe, mientras cruzaba dos brazos como anacondas.
-¿Cómo que qué es? ¿No me dirás que no sabes lo que es periodismo de mantenimiento?
-No, no tengo ni puñetera idea, dímelo tú, listo.
-¿Que no sabes lo que es? ¿Que tú, en tu azarosa vida, en tu miserable existencia, no has oído hablar del periodismo de mantenimiento? ¡Pero en qué mundo vivimos! El periodismo de mantenimiento es… es… el que mantiene el periodismo. Es, y perdona que sea soez, la hostia.
-La hostia te la vamos a dar nosotros como no nos enseñes el pase –contestó el subalterno-. ¿Tienes o no tienes pase?
-No lo necesito –dije con chulería-. He quedado con Guti para hacerle una entrevista.
-¿Con qué Guti? ¿Con el exjugador del Madrid?
-El mismo, el del tacón de Dios.

Entonces, y aunque no acababa yo de verle la gracia al asunto, se empezaron a reír. Les costó un rato recuperar el resuello y cuando lo consiguieron el cabezón dijo:

-¿Concederte una entrevista? ¿Guti? ¿A una piltrafa como tú?
-No sabéis con quién estáis tratando. Tengo contactos importantes, muy importantes. Gente con náuticos.
-Me los imagino, anda date una vueltecita y piérdete. Por cierto, Guti venía mucho por aquí cuanto esto era el Buddha, ahora solo aparece de vez en cuando y dentro de poco tendrá que buscarse otra discoteca, esta cierra.
-¿Sabéis dónde puedo encontrarlo?
-¿En agosto? En Ibiza, ¿Dónde si no?

No contesté, me di la vuelta y me encaminé hacia el metro mientras me limpiaba el salivazo con la manga. Una vez allí, miré si había tenido suerte con la cartera del Hércules y, como me imaginaba, estaba tan vacía como su cerebro. La tiré al andén y empecé a preguntarme cómo iba a financiarme un viaje a Ibiza sin tener un puñetero euro.

A la mañana siguiente me encaminé al parque de El Retiro, era domingo y, como me esperaba, montones de turistas se dedicaban a fotografiar todo lo fotografiable. Me dirigí a los que tenían la que, a la vista de su tamaño, consideré que era la mejor cámara. Era una pareja de guiris de mediana edad, con ese color gamba que tantos chistes ha inspirado y una cara tan bonachona que hasta me dieron ganas de darme la vuelta. Se estaban sacando fotos por turnos y justo cuando él le iba a sacar una a ella con el estanque y el monumento a Alfonso XII de fondo, me interpuse en el medio y después de mostrar una fingida sorpresa por estropearles la instantánea, les dije:

-¿Foto? ¿Les hago una foto?
-¿Sorry?
-¿Que si les hago una foto?, dije mientras con gestos hacía como que sujetaba una cámara imaginaria, pulsaba el botón, me señalaba a mí y les señalaba a ellos.

Parece ser que mi mímica les convenció y, aunque dudaron unos segundos, me dejaron su preciosa máquina. Entonces se colocaron los dos juntos y yo miré por el visor:

-Un poco más atrás –dije mientras hacía el gesto con la mano
-Más, más, repetí.

Como ya habían llegado a la pequeña barandilla que les separaba del agua, les insté a que se subiesen a ella.

-Perfes, ahí queda perfes. Ni se muevan, dije levantando el pulgar.

Me fui acercando poco a poco mientras les hacía media docena de fotos desde diferentes ángulos. Cuando vi que estaba a la distancia adecuada, salvé a la carrera los cuatro pasos que me separaban de ellos y les empujé fuertemente al estanque. Mientras escapaba oí el chop del agua, algún que otro grito y poco más. Me perdí entre los árboles más cercanos, esperé agazapado detrás de uno de buen tamaño y, poco tiempo después, conseguí escapar del parque saltando una valla, que como venganza hizo jirones la pernera de mi prestado pantalón.

Esa misma tarde conseguí vender la cámara por poco más de quinientos euros, que costearon sin problemas el pasaje para Ibiza, una sesión de cine oscuro y media docena de latas de mejillones en escabeche.

El vuelo a Ibiza fue excitante. Me costó un poco atarme el cinturón, así que tuve que llamar a la azafata varias veces para que lo hiciera. La primera vez olí tan cercanas sus pechugas que, embriagado por aquel turbador perfume, en cuanto se dio la vuelta me lo volví a desatar y la llamé de nuevo. Puso cara de extrañeza pero volvió a agacharse y a colocar sus domingas a escasos centímetros de mi cara, con lo cual repetí la operación cuatro veces más. En la quinta, después de acordarse de mis muertos e incumpliendo las más elementales normas de seguridad aérea, me dijo que me iba a atar el cinturón mi puta madre y me mandó a tomar por culo con un despectivo gesto de su dedo.

Una vez en Ibiza y paseando por la playa y aledaños de Playa d’en Bossa tardé muy poco tiempo en darme cuenta de que con mi atuendo tendría difícil pasar desapercibido en aquella isla. Necesitaba una vez más disfrazarme. Ya tenía experiencia, no en vano, el mimetismo era parte de mi profesión. Lo primero que advertí era que la isla estaba llena de políticos, presidiarios y marinos. A los políticos se los distinguía por la barba, seguro que eran jóvenes sindicalistas o progres, y a los presidiarios y marinos por los tatuajes que lucían. Deduje, visto el enorme tamaño de aquellos, que debían ser o gente muy peligrosa que había hecho de la cárcel su segunda casa o gente que había pasado el Cabo de Hornos decena de veces. Lo que me extrañó fue que muchos de los políticos barbudos lucían también tatuajes, pero imaginé que tanta corrupción habría dado con sus huesos en la cárcel y allí habrían acabado por adquirir las costumbres de los foráneos.

También anoté mentalmente que muchos de ellos, por no decir todos, iban siempre sin camiseta, llevaban bañadores fosforitos, estaban depilados, musculados, y tenían la cabeza rapada por los dos lados y unos tupés dignos del mejor Elvis hawaiano. Y por último aprecié, no sin cierto malestar, que oían una especie de música a la que llamaban electro latino que inmediatamente relacioné con la silla eléctrica y los espasmos que procuraba a los desgraciados que se sentaban en ella.

Con todas estas características me lancé a trasformarme. Compré una maquinilla eléctrica, y exceptuando alguna que otra calva que disimulé con betún y que me hice por mi falta de experiencia, conseguí raparme media cabeza y depilarme todo el cuerpo, bueno casi todo, cuando llegué ahí, me quedé con las dudas de saber si también se lo depilaban o no, pero como no era yo especialmente agraciado para ligar tampoco le di mayor importancia y me lo dejé como estaba. Luego, ya en plena fase de creatividad, cogí un rotulador de punta gorda y después de pintarme un montón de ¿puntitos? simulando una barba de cuatro días, me hice siete tatuajes en árabe, o en algo que yo consideré que era árabe, dos más en élfico, que me dijeron que seguía de actualidad, y como colofón final me dibujé, usando las dos manos, mis calzoncillos de la suerte en la espalda.

Por último me puse un ajustadísimo bañador turbo-man, unas chancletas, unas gafas de sol tipo Rambo, y salí a la calle. Una vez allí, metí tripa hasta casi asfixiarme, y después de dar un par de vueltas, comprobé que además de paquete, marcaba tendencia, ya que todos se giraban para mirarme. Me gusté tanto que, ya metido en el papel, llamé a “Hombres, mujeres y viceversa” y me inscribí para el casting.

Pasé cuatro o cinco días visitando todas las discotecas de la isla buscando a Guti. En un par de ellas tuve problemas, en la primera porque en la fiesta de la espuma el rotulador empezó a desteñir y acabé siendo medio blanco (o medio negro), y en la otra porque estando atrapado entre una marea de jóvenes que bailaban y saltaban se me empezó a escurrir el bañador y, al no poder subírmelo de nuevo por estar completamente encajonado, terminé perdiéndolo, y tuve que salir de la discoteca en pelotas y con la cosa sin depilar.

El caso es que ya casi había perdido la esperanza de encontrarlo, cuando un atardecer, justo cuando el sol estaba a punto de ponerse, me acerqué al Café del Mar y lo vi. Estaba sentado en una mesa, con una guapísima morena y tomando una copa de la que sobresalían varias frutas.

Café del Mar

De repente todo el mundo se puso a aplaudir y yo, animado por aquel espontáneo homenaje a Guti, empecé a vitorearlo.

-¡Guuuuuuti! ¡Guuuuuuuti! ¡Guuuuuuuuti!

Como vi que nadie me seguía, y cabreado por una falta de respeto tan grande a uno de los mejores jugadores de la historia del Madrid, redoblé en el empeño.

-¡Ese Guti, Oe! ¡Ese Guti Oe! ¡Guuuuuuuuuti! ¡Guuuuuuuuuuuti!

Nada, ni caso, la gente me miraba extrañada, así que opté por acercarme a la mesa del genio y, después de subirme a ella y guiñarle un ojo de complicidad a la morenaza que lo acompañaba, empecé a saltar y me arranqué con un:

-¡Así, así, así gana el Madrid! ¡Así, así, así gana el Madrid!

-Tranquilo tranquilo, déjalo ya, gracias, de verdad, eres muy amable– me dijo Guti mientras yo me derretía de emoción. Baja de la mesa, te vas a romper el cráneo.
-Pero tú has visto qué desagradecidos -dije mientras obedecía-. Primero te aplauden y luego se callan como muertos.
-No, no, no me aplaudían a mí. Aplaudían la puesta del sol –dijo Guti mirando alternativamente mi barba y mis tatuajes.
-¿La puesta del sol? ¿Se aplaude la puesta del sol? ¿Por qué?
-Aquí sí, es costumbre.
-Pero, ¿por qué?- repetí sin entender nada.
-Eso pregúntaselo a ellos -dijo la morena con un timbre de voz tan dulce que si no le pedí allí mismo matrimonio era porque Guti estaba delante.
-Lo haré, pero ahora no, ahora tengo algo más urgente que hacer.

Le expliqué a Guti todos mis avatares, el periplo que había hecho para encontrarle, mis tatuajes, mi fracaso con la puerta trasera. Le dije que era mi jugador preferido, que tenía más clase que Zidane y mi editor juntos, que me parecía perfecto que le gustase la noche, que la vida había que vivirla y que le sangría no era una bebida, era un amor.
Le expliqué todo eso, me puse a llorar de la emoción por estar a su lado, y después de terminar, le hice la pregunta más importante de mi vida:

-¿Me concederás la entrevista?

Guti me miró de arriba abajo y yo noté, igual porque era lo que yo a veces producía aunque a mí no me gustase reconocerlo, cierta lástima en su mirada. Luego poco a poco sonrío y dijo:

-Sí, mañana, a la misma hora, aquí mismo, pero hazme un favor: quítate esos ridículos tatuajes, el taparrabos y ven vestido normal.

Al día siguiente me presenté medía hora antes y Guti ya me estaba esperando. Me había pasado toda la noche pensando en la entrevista, viendo la tele y leyendo a todos los grandes maestros del periodismo, estudiando su estilo, su impecable sintaxis, su savoir- faire. Tenía que aprender de ellos y ser capaz de que Guti se sintiese a gusto, relajado. Sabía que la primera pregunta era fundamental, básica. Tenía que hacer una que abriese el camino a una relajada conversación. Por eso cuando lo tuve delante, cuando los dos estábamos felices con nuestras copas de sangría en la mano, lancé mi primera pregunta como quien lanza un pétalo de rosa a una Virgen:

-Entonces, tú, ¿eres o no eres maricón?

-¡PLAS! Esa es una pregunta homófoba, -dijo Guti mientras se restregaba la mano con cara de cabreo- y además es una pregunta de gilipollas, de los mismos gilipollas que me lo cantaban en el campo. No, no soy maricón y si lo fuese el único problema sería de imbéciles como tú.

Mal, había empezado mal. Una pregunta y ya tenía la cara dolorida. Debía reconducir la entrevista. Uno admiraba a Guti con toda su alma pero de ahí a disfrutar de una paliza suya había un trecho que yo no estaba dispuesto a recorrer. Estaba claro que ese no era el camino. Debía ser más cauto. No tenía muy claro lo que quería decir homófobo pero imaginé que no era nada bueno y cambié de estrategia.

-¿Con cuántas mujeres te has acostado? ¿Cuántos hijos tienes fuera de tu matrimonio?

¡PLAAAAPLAAAAAFF!. Yo no sé cómo lo hizo, pero me dio con las dos manos a la vez. Ni las vi venir, y eso que gracias a Sugrañes tenía práctica en esquivar tortazos, pero aquellos habían sido infalibles, rapidísimos. Me recordó a los pases que hacía en el campo, los rivales ni los olían.

-Una gilipollez más y me levanto. Hablemos de fútbol.

Yo, que la noche anterior había visto en la tele decir en una entrevista “y ahora vamos a hablar de lo importante, de tu pene curvado” no entendía qué era lo que estaba haciendo mal. Estaba claro que eso era lo que más interesaba a la gente, penes y cosas de esas, vamos lo del sexo, pero por alguna razón que se me escapaba Guti rehuía mis inteligentes preguntas, así que intenté hacerle caso:

-¿Por qué le diste aquel gol a Benzema? –pregunté tapándome preventivamente la cara.
-No lo sé, dímelo tú.
-No tengo ni idea, pero yo creo que aquel pase a Benzema con el tacón resume el fútbol. Es la quintaesencia del fútbol, es lo máximo a lo que puede aspirar un futbolista. Cuando uno puede meter un gol y voluntariamente decide hacerlo más bello dejando que lo meta otro, deja de ser un futbolista y pasa a ser un artista. Alguien que ama el fútbol así, con esa alegría, con esa generosidad, tiene que amar la vida de la misma manera. Y no, eso no es una floritura con la que adornarse como piensan algunos, es mucho más, muchísimo más, es como tener un Cézanne en el salón de tu casa y donarlo a un museo para que todo el mundo pueda disfrutar de él.

Guti tacón de Dios

Entonces Guti se levantó, rodeó la mesa, se puso a mi espalda y agachando su cabeza me dijo al oído:

-Bebe toda la sangría que quieras, estás invitado. Y gracias.

Yo, ante aquellas palabras, me bloqueé. Me quedé tan impresionado con aquella invitación y con aquel agradecimiento que me desmayé de la mente y no me di cuenta de que se había marchado hasta varios minutos después. Entonces me levanté, bajé a la orilla del mar, me descalcé, metí mis pies en el agua y justo entonces el último rayo del sol dio un mágico taconazo y el Bernabéu entero empezó a aplaudir.

Dos días después estaba en Madrid. Me enteré de que Guti se había marchado de Ibiza y tenía que volver a encontrarlo fuese como fuese, ya que, a pesar de que era un experimentado periodista de mantenimiento, tantas emociones habían hecho que olvidase un par de detalles nimios, unos detalles sin importancia: no había sacado ni una sola foto y había olvidado grabar la entrevista.
Por si acaso, y como Sugrañes no creo que se creyese ni una sola palabra de mi historia, decidí ir a una tienda y comprarle un pequeño regalo como muestra de buena voluntad hasta que apareciese con Guti en su despacho.

Cuando le pedí lo que quería el dependiente me miró extrañado pero entró al almacén y salió con una enorme pila de cajas en sus manos. Luego, después de mirarme como para cerciorarse de que estaba haciendo lo correcto, volvió a repetir la operación otras dos veces más y acabó depositando toda la mercancía en el mostrador.

-¿Está seguro de que quiere dos docenas de náuticos?

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Soy un hombre hecho a mí mismo. El problema es que me sobraron algunas piezas. SOL O CONTIGO. Persigo playas.

6 comentarios en: El reino de la nada II (Operación Buddha)

  1. Vaya, vaya, veo que continúan las aventuras de Antón Meana. Aunque he de decir que esta vez nuestro entrañable personaje me ha recordado más a Pipi Estrada.

    Muy divertido, amigo.

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