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La Décima esperanza

La Décima esperanza

Escrito por: Ismael Ahamdanech4 abril, 2020
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Mohamed ya no sabe cómo ponerse. Ha probado todo: apoyar los antebrazos en la mesa y la cara en las manos, arrellanarse en la silla, encogerse sobre ella casi en posición fetal, poner los codos sobre los brazos y la espalda recta en el respaldo, aun a riesgo de acabar por hacerse una rozadura con las astillas que se van abriendo por la mala calidad del plástico. Nada. Es imposible. No puede evitar que cada vez que el balón llega al área unos nervios atroces le atenacen y le lleven a pensar que no hay forma, que es imposible derribar esa muralla que el rival ha construido y que le parece ahora insalvable, casi tanto como la distancia que le separa de su sueño, los kilómetros que tendrá que hacer si quiere lograrlo.

Los calculó. Porque Mohamed es inteligente. No ha tenido mucha suerte, no ha nacido en el sitio apropiado, pero en el fondo sabe que, si las cosas hubieran sido de otra forma, podría haber ido a la universidad y estudiar para ingeniero o arquitecto. Cogió el mapa y apuntó la escala; después, con una regla contó los centímetros que separaban su aldea de Tombuctú, Tombuctú de Béchar, en la frontera con Argelia, Béchar de Tánger y Tánger de la costa española. El tramo más largo era el segundo: algo más de dos mil quinientos kilómetros, la mayoría andando a través del Sahara. Les llevaría dos meses si tenían suerte y hacían en camión la mayor parte. Si no, si había algún problema, podían demorarse más, hasta medio año. Pero no creo que pase, le dijo el tipo con el que lo contrató todo, muy mal tendrían que salir las cosas. Pero Mohamed sabía que lo normal en su país era que las cosas salieran mal.

Los nervios empiezan en un cosquilleo en el estómago que va creciendo en intensidad según suben y le molestan en el pecho y le aprisionan la garganta y le nublan el entendimiento. Y entonces, como si él fuera un trasunto de los jugadores, piensa que no puede pensar por dónde filtrar el balón para el desmarque, que le va a ser imposible tirar uno sin caer en fuera de juego, que, aunque haga las dos cosas, le temblarán las piernas en el momento de la verdad y será incapaz de embocar la portería, le dará al portero, o la tirará fuera, o, incluso, se trastabillará justo antes de darle a la pelota. Piensa: menos mal que son ellos y no yo el que está allí. Y entiende lo que ganan y todos los privilegios de los que disfrutan: no es solo cuestión de calidad y de físico, hay algo más, los nervios de acero que les hacen no arrugarse a pesar de todo lo que se están jugando y la cabeza fría para tomar la decisión correcta cuando no hay ni un segundo para pensar.

Después, al llegar a Béchar, el beduino que los llevaría hasta allí hablaría con los argelinos para que los transportasen hasta Tánger. El tipo lo dijo así, transportasen, y Mohamed no pudo dejar de entender que la palabra era la correcta porque los iban a llevar como se lleva un cargamento de frutas o de ganado. En Tánger esperarían el mejor momento para echarse a la mar, una noche sin mucho oleaje y, sobre todo, que fuera oscura para que las patrulleras tuvieran más difícil detectarlos y mandarlos de vuelta a la costa de Marruecos. Esa era la parte que más le asustaba. En tierra firme siempre podía encontrar la forma de salir de cualquier mal paso, pero en el agua… No había visto nunca el mar, pero sí había los estragos que el agua podía hacer, como cuando el río Níger se desbordaba en la estación de lluvias y se llevaba por delante bestias y personas. Si algo pasaba en el mar, el miedo y los nervios le impedirían seguir los consejos que el tipo le había dado y acabaría hundido en el fondo de la masa de agua negra que se representaba en su imaginación.

Justo como en ese momento parece estar pasándole a los jugadores. El tiempo se acaba, los ataques son cada vez menos fluidos, el cansancio agarrota a los futbolistas que ahora muestran su desesperación moviéndose en avalanchas deslavazadas; mandan centros al área que no encuentran rematador, fallan pases fáciles en el centro del campo, intentan hacer jugadas individuales que nunca llegan a nada porque se quedan en el último regate, justo cuando había que pasar el balón, ahora que el delantero había hecho un buen desmarque, o porque el defensa rival corta un avance que parecía prometedor y hay que empezar de nuevo, desde el mismo sitio, como si estuviesen condenados a nadar y nadar para no conseguir nada, para acabar ahogándose en la orilla. Mohamed siente un escalofrío. Piensa si le pasará a él lo mismo. Una familia que se va a quedar en la aldea con la esperanza de que llegue dinero de Europa para poder sobrevivir, un hijo que sueña con que su padre lo lleve a ver la tierra prometida. Y todo, quizá, para que un golpe de mar lo entierre o para que la policía de Marruecos o España lo devuelvan al punto de partida, como está pasando con cada ataque del equipo. Ya no aguanta sentado y se levanta, escucha los gritos de los hombres a los que su cuerpo alto y enjuto no deja ver, se mueve, en parte por las imprecaciones, en parte por los nervios, y camina, sin dejar de mirar la televisión, hacia la barra. Está debajo de un tejado de chapa y el calor es asfixiante. Le da igual. Está acostumbrado y necesita estirar las piernas, soltar algo de tensión, seguir cada jugada empujando con los brazos y moviendo con las piernas para patear un balón imaginario con una fuerza que se trasladará al campo, a tres mil kilómetros de allí, y ayudará a los suyos. Pero el tiempo se agota.

El camarero aparta la vista del partido y la fija en Mohamed y le interroga con la mirada si quiere algo. Una coca cola fría, piensa, pero no lo dice porque sabe que debe guardar el poco dinero que le queda para el viaje. Eso le dijo el tipo. Llevad todo el dinero que podáis, nosotros no os vamos a dar comida, el pago es solo por el viaje. Dos mil dólares en mano. Ni uno menos. Los ahorros de varios años. Los suyos, los de su mujer, los de sus padres, los de un hermano que aún no se ha casado y ha podido echarle una mano. Y apenas unos cientos de francos para el viaje, si las cosas se dan bien una comida al día, si no, hambre y cardos secos hervidos en agua sucia. Mira al reloj, el descuento se está acabando y una desesperanza acre se le mezcla con la sed en la boca seca, y siente que tal vez no merezca la pena, que lo más probable es que las cosas no salgan bien y todo el esfuerzo no haya servido para nada.

Hay un córner y después otro. Modric la cuelga y en el punto de penalti aparece, imperial, Ramos, que se eleva y golpea el balón con su cabeza y con la rabia contenida por todos los madridistas, por Mohamed que ha dado un pequeño salto y que cae al suelo en el instante en el que la pelota cruza la línea de gol haciendo estéril la última línea de defensa, la estirada inerme de Courtois que solo puede ver, impotente, cómo no ha servido de nada. Un ruido ensordecedor ocupa todo el bar. Se mezclan gritos de alegría con maldiciones, golpes de decepción contra las mesas con alaridos de un júbilo feroz. Solo hay una persona que calla. Mohamed, que siente en ese segundo una felicidad inmensa, la plenitud de los hombres que llegan a entender que siempre queda la esperanza.

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Ismael Ahamdanech Zarco es escritor. Con su última novela, Los últimos Hijos de Príamo, ha ganado el I Certamen Literario Martín Fierro de Denuncia Social. Twitter: @ismaelaz76

5 comentarios en: La Décima esperanza

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