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El madridismo de Jorge Luis Borges

El madridismo de Jorge Luis Borges

Escrito por: Julia Pagano24 agosto, 2019
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Eran dos amigos cuyo vínculo se fundaba más en sus desemejanzas que en sus coincidencias. Sin embargo, había algo subrepticio que furtivamente los unía: a ambos les importaba un bledo el fútbol.

Tal indiferencia podría bien atribuirse a infinidad de razones, tan infinitas casi como las causas que pudiendo haber comparecido para inducirlos a cultivar una más o menos intensa afición por el balompié, pero faltaron a la cita. Presumo incluso que, de haberse suscitado, esa afinidad común hubiese decantado sus preferencias hacia la expresión de un genuino madridismo. O no. Quién sabe. Veamos…

Quiso el Arcano que los calendarios y las geografías señalasen su venida al mundo sobre los albores del siglo XX a orillas del Río de la Plata, cuando el football -aquel entretenimiento de los ‘gringos locos’ traídos por la marea migratoria y pronto adoptado por criollos y expatriados de toda procedencia- recién comenzaba a dar sus primeros pasos en el profesionalismo. En cuanto al Real Madrid, el tiempo dispuso que uno anticipase su nacimiento un par de años a su fundación; mientras que el otro llegaría una década más tarde.

No obstante, no ha de haberles faltado oportunidad de asomarse a canchas y potreros; pues, si bien provenientes de cunas patricias, durante sus años mozos ambos cedieron a la atracción de las manifestaciones populares. Sin embargo, al tiempo que el mayor, cautivado por los personajes orilleros y la parla de avería, se entregaba a frecuentar milongas arrabaleras pobladas de compadritos y cuchilleros; el más joven inclinaba su curiosidad hacia los cines y vaudevilles del centro, la compañía ocasional de damas ligeras y, en vacaciones, a observar las folclóricas costumbres del gauchaje en la estancia paterna. Los picaditos de barrio y los versos del tablón pasaron parejamente al margen de sus inquietudes juveniles.

Tampoco sus inmediatas raíces europeas -el uno contaba una abuela inglesa, el otro registraba prosapia vasco-francesa- ni las frecuentes temporadas en el viejo continente incidieron un ápice en modificar sus desintereses. Los morosos pasos del mayor se orientaron pronto hacia la tertulia de Cansinos-Assens en el Café Colonial y alguna vez hasta se dejó caer por la de Gómez de la Serna en el de Pombo. El menor, por su parte, derivaría mejor hacia los encantos balnearios de la costa mediterránea. Ni nota habrán tomado de las obras y ulterior inauguración de Chamartín.

Tempranas afecciones a la vista y una naturaleza de por sí más recoleta y sedentaria, vedaron el acceso del primero de los goces del deporte como ejercicio y espectáculo. En cambio, el muchacho de físico privilegiado y temperamento sociable, no se privó de incursionar con regularidad en las esferas deportivas; más como espectador su predilección se enfocó sobre todo en el automovilismo que por entonces atravesaba uno de sus periodos más florecientes merced a las hazañas de Gálvez, Fangio y Froilán Gonzalez, en tanto como sportman se volcó a la práctica asidua del tenis, acorde a las costumbres de su estatus y su época. Viéndolo en antiguas fotos ataviado con la indumentaria blanca reglamentaria de los courts, se hace imposible sustraerse a imaginar cuánto le hubiese sentado la casaca merengue a esa atildada figura.

Ahora bien, no se trató tan sólo de una circunstancial comunión en la omisión de las pasiones futboleras, sino una misma vocación compartida sobre la que se forjaría el lazo de camaradería que se prolongaría hasta que la muerte impusiera sus arbitrios. Los dos escogieron el oficio de las letras y lo ejercieron en colaboración y en solitario por más de cincuenta años. Medio siglo de copas del mundo, torneos intercontinentales, fichajes galácticos, fiascos magnánimos y apaños escandalosos que les pasarían completamente inadvertidos.

Con una prolijidad cuasi cabalística digna de sus elaboradas invenciones literarias, uno falleció a edad provecta justo dos días antes del ‘gol de Maradona a los ingleses’ de México ’86, como si una ‘mano de Dios’ -el Dios que tanto negaba en su vida como cristalizaba en sus páginas- se hubiese apiadado de él librándolo providencialmente de ser importunado en su retiro hanseático por el atolondrado periodismo compatriota. El otro lo sobrevivió apaciblemente, tomándose el recaudo de morir justo a tiempo para liberarse de los actos conmemorativos por el centenario del natalicio del nunca del todo reconocido prócer de las letras dispuestos a celebrarse pocos meses después.

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A mi regreso a la Argentina, al cabo de casi veinte años de peregrinar por otras comarcas, me encontré con que los porteños habían desarrollado un vehemente entusiasmo por las estatuas de cera. Como si el fantasma de Mme. Tussaud hubiese desembarcado de incógnito en el puerto de Buenos Aires y, burlando todo proteccionismo aduanero, se hubiese abocado a sembrar sus criaturas por espacios públicos y locales privados de toda la ciudad.

Fue gracias a esta estrambótica moda que volví a dar con ellos, plasmados en un anacrónico pintoresquismo, instalados en una mesa del bar La Biela. Georgie y Adolfito, el ‘Tío Jorge Luis y Don Adolfo, Borges y Bioy; petrificados en animada charla, las forzadas sonrisas en sus rostros agrisados como jamás pude haberlos evocado durante mi prolongada ausencia, pues cuando dejé de verlos al vivo sus facciones, marcadas por la edad claro está, conservaban una saludable lozanía. Con todo, me rechinó menos el desacierto cosmético que el lapsus histórico que vino a plantarlos en un sitio al que raramente acudían en mutua compañía puesto que, si siempre habían preferido para sus reuniones sociales el domicilio de los Bioy -más adecuado a la perpetración de sus aventuras literarias-, a la edad en que los dejaron ahí retratados las peripecias de sus respectivas existencias habían ido menguando sus encuentros.

 

Y aun así, no culminaba en esas minucias la sarta de desatinos; como si los camaradas perpetuasen en el gesto su complicidad para tomarse en solfa la solemne elaboración escenográfica que en su homenaje parecía burlarse de ellos. Y que también, al cabo, hilando fino, pueda conducirnos a dilucidar la intriga que nos convocaba en el principio de esta nota: ¿Conseguiremos inferir que, aun contraviniendo toda coherencia y voluntad, anidaba en Borges una auténtica esencia madridista?

Como para entrar en situación, repasemos un poco vida y milagros de la mentada Biela, cuyo nombre quizá suene familiar para aquellos que sigan las crónicas semanales de Arturo Pérez-Reverte, ya que se trata de uno de los reductos favoritos del académico durante sus frecuentes visitas a Buenos Aires. De lo que tal vez no estén tan al tanto sea de la historia y de la fisonomía del establecimiento y de las mutaciones que lo han transformado en lo que quiera que sea que es en la actualidad.

Según consignan los historiadores del barrio, la otrora pulpería y posterior estación de los cocheros de los carros fúnebres que traían su carga al cementerio aledaño; se convirtió sobre los ’50 en la parada regular de los muchachos afectos a los motores que corrían picadas por las entonces solitarias avenidas linderas, de allí las evidentes connotaciones mecánicas con que fue rebautizado. En varias etapas, pasó de boliche de ‘pibes tuerca’ a sede de la Asociación Argentina de Automóviles Sport, a coqueta confitería de señoras, a puesto de flirteo de los chetos ochentosos; hasta que en las postrimerías del siglo XX, por obra y gracia de la Legislatura Porteña, devino en ‘sitio de interés cultural’ y así pasó a integrar el abominable circuito de ‘bares notables’ y por consiguiente en escala obligatoria de cuanto city tour de brasileños snobs y pandilla de mochileros rubios en experiencia latinoamericana aterrizan en Buenos Aires.

Era natural entonces que el local de la Avenida Quintana pronto se volviese el refugio predilecto donde van a parar las estatuas de cera que tienen perdida la fe. Entre sus mesas merodean a diario visitantes disfrazados con remeras del Che Guevara y chambergos gardelianos encasquetados sobre dorados dreadlocks tomándose selfies junto a la variopinta galería de ilustrísimos que se fueron acumulando en el histórico recinto. Algunos, con la pintura todavía por fraguar, incluso se diría que respiran y conspiran o se desmañan por una última conquista.

Confinados por un fatídico designio, rodeados por vitrinas atiborradas de herramientas y trofeos, retratos de viejas glorias del volante y pantallas de TV que proyectan el partido de fútbol de la hora, Borges y Bioy contemplan azorados el panorama sorbiendo un café eternamente frío.

Pues el absurdo comienza a consumarse desde las inmediaciones del lugar. Apenas nos aproximamos, a ambos lados del buzón de la esquina, la silueta por duplicado del piloto Juan Galvez nos propone un desafío al astigmatismo, inquietante por demás si pensamos en términos automovilísticos. Pero junto a la puerta nos aguarda lo peor: un muñecote con la facha inconfundible de ‘el-mejor-jugador-del-mundo’, enfundado en la camiseta del seccionado argentino y los deditos en alto, cual si festejase un gol o bailase una cumbia, recibe al visitante que pasa por la vereda desprevenido, mientras se entretiene jugando a la escondida con los escritores apostados en el interior.

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Por meras razones de vecindad, circulo casi a diario por la cuadra de La Biela y es inevitable que me detenga a reparar siquiera un instante en la escena de los egregios parroquianos estáticos en su sempiterna conversación y preguntarme nuevamente cómo la llevan los tíos en medio de ese tinglado. Nadie me quita que en algún punto y sin traicionar su estilo, están hablando de fútbol. O de eso que de fútbol los rodea en apariencia.

Pues como precursores que eran, tempranamente habían advertido que el fútbol estaba llamado a convertirse cada vez más en mimesis y menos en realidad, y así lo consignaron en un olvidado cuento de aquellos que escribían a cuatro manos bajo el seudónimo compartido de Honorio Bustos Domecq [1]. En el texto -tras el que se evidencia una sutil condescendencia de Bioy para con su compinche, prestando su inconfundible pluma dialogística para complacer a su amigo en consumación de la abolición del aborrecido deporte-, el narrador descubre que eso que creemos fútbol se trata tan sólo de un fenómeno de percepción, un montaje orquestado a fuer de micrófonos y pantallas; que el último cotejo deportivo se había jugado el 14 de junio de 1937

y que en adelante todo ha sido un embuste guionado por comentaristas y relatores.  Mucho antes del replay, la jugada invertida, el telebin y ni qué hablar del VAR, un instinto preclaro los inspiró a anticipar la experiencia catódica a la que hoy nos sometemos sin chistar o chistando y con virulencia, pero ante un elenco de coloridos espectros.

Convengamos que la ceguera tuvo mucho que ver en la manera particular de Borges de concebir el fútbol. Y de los tontos de turno en pretender encaminarlo a una conversión forzada. Conocida es la anécdota de la vez que un desprevenido no tuvo mejor idea que reunirlo con su colega oriental José Amorim en la cancha de River a presenciar el cotejo entre los seleccionados rioplatenses y los escritores se marcharon al finalizar el primer tiempo, aduciendo que creían que había terminado el juego, tanto que por disimular el profundo tedio y la incomodidad que les infundía la circunstancia. En una recordada entrevista, Borges evoca el episodio: “Ya en la calle yo le dije a Amorim: ‘Bueno, le voy a hacer una confidencia. Yo esperaba que ganara Uruguay para quedar bien con usted, para que usted se sintiera feliz’. Y Amorim me dijo: ‘Bueno, yo esperaba que ganara Argentina para quedar, también, bien con usted’. De manera que nunca nos enteramos del resultado de aquello, y los dos nos revelamos como excelentes caballeros. La amistad y el respeto que ambos nos profesábamos estaba por encima de esa pobre circunstancia que era un partido de fútbol”.

En cambio, no se esmeró en deshacerse en deferencias toda vez que algún periodista iluminado tenía la ocurrencia de picarle un balón en las narices. Nunca hizo esfuerzos por ocultar su aversión al fútbol ni sus motivos. Pese a que en líneas generales lo interpretaba como síntesis y epígono de la estupidez humana y de las más bajas pasiones que de esta dimanan; si lo dejaban hilar fino, explicaba que buena parte de ese rechazo visceral provenía de cuanto de exaltación de los nacionalismos entraña el hecho deportivo. En ese sentido, mirado desde una óptica deontológica, no venía tan mal aspectado; si los pálidos vislumbres de la malla albiceleste le resultaban completamente ajenos a cualquier sentimiento patrio, qué repudios no le hubieran concitado los listones, las esteladas, las pancartas y las arengas proferidas en dialecto desde el centro de una cancha.

Es que todo aquello que estimulase el fanatismo de las masas le provocaba a Borges el más intenso de los rechazos. Aunque puntualmente, el caso de las expresiones religiosas llegó a despertarle un grado de curiosidad hasta un tanto morbosa, que le valió -desde su ateísmo militante- escudriñar en cuantas formas de aproximarse a lo divino fueron construyendo los hombres a lo largo de su aventura terrenal, y verter ríos de tinta a esos respectos. Intuyo, con todo, que jamás hubiera malgastado una línea en enfrascarse a descifrar la escritura de ‘D10S’ inscripta en los dorsales de las camisetas, mucho menos en compendiar las cosmogonías maradonianas fundadas entre Nápoles y Argentina y extendidos hasta en los parajes menos imaginables. Igualmente sospecho que, como materia de estudio, este nuevo messianismo que se está forjando últimamente lo hubiese tenido sin cuidado; si bien desde otro ángulo le causaría pavor.

Porque al ‘ídolo’ de las castas intelectuales argentinas lo espantaban los cultos personales, empezando por el suyo propio que, lejos de fomentarlo, se empeñaba en derribar a bastonazos sin mayores resultados. A Borges no le importaban los premios [esto está sonando tan inquietante como familiar] y aunque cosechaba algunos con cierta regularidad, sus incondicionales no le perdonan a la Academia sueca la reiterada denegación del Nobel. Algunos exégetas de salón han tratado de justificar esta negativa a partir de un cortocircuito ideológico.

Apoyados en tendenciosos infundios, le han endilgado una leyenda negra que sostiene que profesaba abiertas simpatías hacia dictadores, tiranos y fascistas de toda laya [¡vaya! esto también lo hemos oído en otra parte] y por ende consideran legítimo que el autor nunca llegase a obtener el máximo galardón de las letras.

¡Justamente Borges! Cuyas páginas de mayor vehemencia y acaso menor mérito literario han sido las que dedicó a execrar al régimen totalitario liderado por el máximo exponente populista que alcanzara a ocupar el sillón presidencial en su país por varios periodos.

 

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De pronto advierto que llegamos a un punto en que una frustrante neblina se avizora cerniéndose en el horizonte. Este 24 de agosto se cumplen 120 años de la irrupción de Borges en el universo y al comenzar a enhebrar este artículo albergábamos la intención -quizá desmesurada- de celebrarlo reconociéndolo como uno de los nuestros. Hallar ese dato irrebatible que lo consagrara como madridista auténtico, mas todo parece conspirar en nuestra contra. A medida que nos aproximamos a ´la duodécima’ década de la era borgeana, tras la revisión de innúmeros escritos, testimonios y recuerdos, lo único que conseguimos fue recopilar un fárrago de pistas contradictorias; cuanto más cerca nos sentimos de haber dado con la huella inconfundible de la identidad merengue, más rápido aparece un rastro que se desvía, un indicio de duda o de inconsistencia.

Es el mismo Borges quien nos brinda las claves que, acto seguido, refuta para sumirnos nuevamente en la condena del claroscuro atávico del que ha sido a la vez demiurgo y conjurado.

Con su evolucionar sesgado de caballo de ajedrez nos guía y nos confunde a través del tablero ‘en que se odian dos colores’. Arrastrando aquel ‘torpe aliño indumentario’ que podría haber  puesto en jaque, al que se adjudicaba Antonio Machado, si los desvelos de su madre primero, luego su fiel ama de llaves y por fin su devota esposa no se hubiesen consagrado a exorcizar; con su parsimoniosa ambigüedad de tahúr cansino, escondiendo siempre el consabido as bajo la manga, se ríe de nosotros escudado bajo aquella pretendida ignorancia, tan inconmensurable como impostada, a la que echaba mano cuando estaba de talante jocoso y nos deja pensando. Como le gustaba a él que fuera la gente, reflexiva y al acecho de una verdad siempre esquiva.

Presumo que en la inmutabilidad del misterio nos deja una invitación a continuar con la faena. ¿Será que uno de aquellos malabares numerológicos de los que era tan efecto no está sugiriendo que debemos seguir indagando hasta que a él alcance su propia decimotercera?

Como sea, y aun desde la incertidumbre, hoy queremos recordarlo admirable y entrañable como ciertamente supo serlo, pues como sea, al ‘tío Jorge Luis’ todo se le perdona.

 

[1] Esse est percipi. Crónicas de Bustos Domecq (1967) en Obras Completas en colaboración. Jorge Luis Borges. Emecé Editores. Buenos Aires 1991

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@juliapaga Madridista allende los mares.

10 comentarios en: El madridismo de Jorge Luis Borges

    1. Por lo menos con tu comentario me haces reír. No he visto el partido porque justo y como siempre el canal que lo transmite no está incluido en mi abono, así que lo seguí por twitter mientras veía Liverpool-Arsenal. Puesto que en la premier me gustan los gunners, al menos el resultado del nuestro me resultó menos duro.

  1. ESCRITORA :

    Entre lo del Real Madrid hace unas horas y este artículo creo que he entrado en un estado mental de aturdimiento...digamos que considerable. Siempre leo con mucho cuidado y esmero sus escritos. Imagínese este donde ya , en otras ocasiones había hecho alguna referencia o tenido algún guiño hacia tan extraordinaria figura de la literatura, esta vez ha entrado de lleno , " a matar". Una de las frustraciones -reconocidas- de mi vida fue cuando hice un amago de lectura de un libro de Borges, no recuerdo exactamente cual; posiblemente una recopilación de cuentos. Lo que me hizo no proseguir con aquellas páginas fue lo complejo y denso de su prosa, sus referencias a las matemáticas (silogismos con letras a+b+c = etc, etc...). Es una de mis asignaturas pendientes, el fascinante Borges.

    En cualquier caso, intuyo que este caballero , genial y de blanco pelo , era madridista. Quizás, sin saberlo o siendo uno de sus mayores secretos-misterios guardados solo para sí mismo.
    Siempre disfrutando de sus expresiones y giros suramericanos. Me ha encantando lo de los "picaditos de barrio" y , especialmente, lo de los "cuchilleros" (de estos ya había leído alguna cosa).

    Y madridista, a su vez, de una u otra manera, tuvieron que serlo Freud, Piazzola, Einstein, David Bowie, Bob Marley, Carlos Gardel , Juan Manuel Fangio y Julio Cortázar. Yo los siento como tales. Como lo eran/son los maestros Paco de Lucía y el Camarón. Su obra permanece inmortal.

    1. Mi querido Floquet, ya habrá notado que yo espero con tanta ansia sus comentarios como usted mis erráticos artículos. Y nunca salgo defraudada de sus minuciosas y extremadamente generosas devoluciones.

      Y esta vez no ha sido excepción (quizá podría ser objeto de debate alguno de los nombres que menciona en el listado de potenciales madridistas en el último párrafo, y sería un debate delicioso).

      Le confieso -sin ningún ánimo de consolarlo- que yo entré tarde a la obra de Borges (a las matemáticas aún estoy por hacerlo, aunque he logrado adquirir algunos rudimentos con el famoso libro de Hofsdtater). De hecho, en mi primera infancia le tenía miedo no a la obra sino al autor, quizá porque cada vez que llegaba a una reunión o se aparecía en un lugar público, un café o un aeropuerto, mis mayores me llamaban al orden con la consigna ‘cuidado, quédate quieta, llegó Borges’. En la edad escolar, las maestras me hicieron detestar sus textos de lectura obligatoria en el colegio; sospecho que los responsables de los programas de estudio se esmeraron en elegir los peores. Sólo ya al final de la adolescencia y más que nada por curiosidad de saber cómo escribía aquel señor de tan jugoso anecdotario, con la ayuda y la paciencia de una profesora de la escuela de cine, comencé este camino que hoy ya lleva 30 años y cuyos resultados acaba usted de apreciar.

      Espero que estas confesiones ‘privadas’ le hayan completado el cuadro. Van de yapa por su enorme gentileza y fina prosa con que siempre acaricia mi ego.

  2. Buena manera de homenajear a un escritor tan respetado y tan querido como Jorge Luis Borges que con un texto con el que nos ofreces este día.
    Excelente texto! Felicitaciones!

    1. Gracias, era la intención. No habremos llegado a la conclusión definitiva de que Borges fuera madridista, pero sí podemos asegurar que los madridistas somos borgeanos.

  3. Borges se quejaba de que nunca había sido feliz. De haber podido "ver" algún partido de su paisano Don Alfredo seguramente habría pasado por ese trance maravilloso.
    Julia, no me cabe ninguna duda de que alguien que siendo niño escribe una fábula basada en Don Quijote fuera madridista. Acaso hay alguien más madridista que Don Quijote???

    1. Coincido contigo en que la temprana pérdida de la visión fue uno de los motivos capitales en el desinterés de Borges por el fútbol. Pero creo que su aversión nació más bien de los manejos periodísticos y políticos que se han hecho siempre del deporte de masas en este país. Creo que de algún modo tácito Borges asociaba el fútbol con el peronismo.
      No dudo que de haber podido experimentar en forma directa el madridismo y, como bien señalas, el que le fue contemporáneo, con Distefano a la cabeza, habría proclamado su adhesión a los cuatro vientos y le habría dedicado una buena porción de páginas a los personajes y gestas heroicas que ha prodigado nuestro club.

  4. El artículo se desluce con lo de dialecto, sin estar de acuerdo con lo proferido, no se hace mediante un dialecto. No entremos en arenas movedizas. Un saludo

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