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Ch-ch-ch-ch-Changes (Zidanismo ilustrado)

Ch-ch-ch-ch-Changes (Zidanismo ilustrado)

Escrito por: Emil Sorel12 enero, 2016
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Todavía no sé a qué estaba esperando, mi tiempo volaba salvaje.

Un millón de callejones sin salida y cada vez que pensaba que lo había conseguido

parecía que el regusto no era tan dulce.

 

(David Bowie. 1947-2016).

 

13 de mayo de 2015. Se disputaba la primera parte de las semifinales de Champions League y el Madrid, con uno a cero a favor, estaba clasificado para la final de la Copa de Europa. En un contraataque lanzado por Benzema, Cristiano Ronaldo se quedó a dos metros de Buffon. En ese instante -que duró un siglo- toda la temporada pasó por delante de los ojos del portugués: el dolor en el tendón rotuliano, el 4-0 en el Calderón, el gol de Luis Suárez en el Camp Nou, las veintitantas victorias consecutivas, Kevin Roldán... Cada madridista sopló en su intimidad para que aquel chut de Ronaldo entrara en la portería. Fatigado por la vida y los 30 años, Cristiano se quedó sin oxígeno por un segundo: las neuronas no cumplieron su trabajo y el delantero dio un ¿pase? dirigido a Isco o Karim, nadie lo sabe. No fue gol.

En aquel momento, con ventaja en el marcador, todos supimos que algo se había acabado. Nadie lo tuvo más claro que Florentino Pérez. El resto del partido fue un camino hacia lo inevitable: la eliminación. La temporada en la que el Madrid quiso convencer además de vencer acabó sin ninguno de los tres grandes títulos. Con un sabor metálico en la boca, tratamos de dilucidar qué era lo que se había terminado. ¿Casillas? ¿La BBC? ¿Ancelotti? Quizá todos a la vez.

El Presidente del Real Madrid se presentó pocas semanas después con el rostro desencajado en el Estadio Santiago Bernabéu. Nos encontramos con el Florentino más radicalmente humano. Quiso explicarnos que Carlo Ancelotti era cesado y que el Madrid necesitaba un “nuevo impulso”. Parecía que trataba de convencerse a sí mismo, más que a los demás. No lo consiguió, claro, ni lo uno ni lo otro. No creía en la decisión y su lenguaje corporal contradecía las palabras que salían de su garganta. Con Florentino pasa una cosa curiosa: cuanto más fiel ha sido a sí mismo, mejor le ha ido. En ese sentido, Ancelotti era la personalización del florentinismo. La ceja de Carletto había nacido para arquearse en el Madrid y no pudo solventar la situación sin traicionarse a sí mismo. Le dolió a él, le dolió a Carlo y nos dolió a todos...

El “nuevo impulso” tuvo nombre y apellidos: Rafael Benítez Maudes. Sus lágrimas sinceras en la presentación nos emocionaron a todos, cómo no. Desde aquel momento hasta su destitución, el madrileño lo intentó todo. Quiso ser fiel a sí mismo y también adaptarse al frágil ecosistema madridista. Buscó mandar sobre los jugadores y plegarse a ellos. Defender y atacar. Nada salió bien y la consciencia de su madridismo y profesionalidad -fuera de toda duda- fue lo más duro de todo: hay veces que en la vida querer no es poder.

Nadie le ayudó. El vestuario, un ente fantástico y fantasmagórico cuya totalidad es más que la suma de sus partes, no estuvo por la labor. Lo intentó (¿cuánto corrió el Madrid contra el PSG o contra el Valencia?), pero era inútil. A los jugadores les pedimos una profesionalidad que acaba por devenir en irrealidad. Nos amparamos en sus cuentas corrientes para negar una realidad: son un puñado de veinteañeros -hoy en día tener 30 años es tener 20- que se despliegan por la vida como un ser gelatinoso. Si lo agarras con fuerza se te escapa de las manos. Si lo dejas libre se desparrama por la alfombra. No se encontró fluidez alguna. El sistema operativo de Benítez, sólido y anclado en un 2004 perpetuo, no pudo ser implantado en tipos que quieren entrenar con apps de Iphone 7, todavía por inventar.

Como si de una pesadilla se tratara, Florentino despachó a Benítez en dos frases. Lo hubiera firmado Don Draper: se trataba de cambiar la conversación, mirar al futuro y dar con una máquina del tiempo que nos devolviera a los momentos en los que fuimos amados. Zinedine Zidane. El hombre de las iniciales imposibles, el fraile mágico que nos hizo sentir afortunados cada segundo que se enfundó la zamarra blanca, como si fuera un sortilegio que se acabaría repentinamente y nos devolvería a nuestra condición de sapos. Un tipo callado, extraño, genial e imperfecto. El jugador que metió el penalti más bello de la historia y cuya última jugada fue un cabezazo de la Carmargue a un italiano malencarado. Un entrenador que sólo ha entrenado al Castilla. Una incógnita.

De pronto, de su boca salió un concepto que parecía desterrado del vocabulario de Concha Espina: ilusión. Todo cobró sentido de inmediato. Mucho más que el entrenador indicado, el francés era el inevitable. Tan evidente como aquel no-gol en Zorrilla por querer hacer una roulette (¿quién quiere un gol cuando se puede hacer una ruleta en el área?). Zidane sonrió, su cráneo brilló e inoculó automáticamente un chute de energía en la carótida de cada madridista. Entendimos que se entraba en un nuevo tiempo y que las cosas son porque tienen que ser. Si Zinedine Zidane consigue convencernos de que se trata de disfrutar y de dejar de apretar al botón de autodestrucción, entonces ya habrá triunfado.

¿Ganar? ¿Títulos? ¿Ramón de Carranza? No seamos vulgares.

david-bowie

 

 

 

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