Sobreentiéndame

Escrito por: Angel Faerna8 diciembre, 2017

Recuerdo un partido de hace una o dos temporadas, puede que fuera contra el Cádiz, en el que a Sergio Ramos se le salió una bota cuando participaba en una jugada de ataque. Con esa alma de 9 que tiene, entró en el área contraria como un vendaval, bota en ristre y cojeando, en busca del remate a toda costa. No conectó con el balón por los pelos. La siguiente jugada me la perdí porque al ver aquello me quedé atascado en una pregunta intrigante: si Ramos llega a rematar, y si no lo hace con la cabeza como era su intención y es su costumbre, sino con la bota que llevaba en la mano, y si además el remate entra en la portería, ¿es gol? Creo que el reglamento habla de las partes del cuerpo con las que el jugador de campo puede tocar la pelota legalmente, pero eso es muy impreciso porque al fútbol no se puede jugar desnudo (¿o sí?, tampoco el reglamento lo aclara), luego hay que sobreentender que tanto vale el cuerpo como su indumentaria. ¿Y cómo no va a ser legal un gol marcado, como la mayoría, con la bota? ¿Dónde dice el reglamento que las botas haya que llevarlas en los pies en el momento de rematar? Aunque, por otro lado, ¿deberíamos permitir a un futbolista que antes de un córner se intercambie las botas con los guantes de lana para el frío y remate o despeje con ellas? ¿Sería eso fútbol o vóleibol? Ah, y no vale hacer como los estudiantes besugos en los exámenes: hay que razonar la respuesta.

Mi colega y amigo Ramón del Castillo acaba de razonarla con matrícula de honor en un estupendo capítulo de The Philosophy of Play as Life (Routledge, 2018) que me encantaría regalarle a Sánchez Arminio, si él supiera inglés y yo su dirección. No dice nada de Ramos y casi nada de fútbol (al menos del que juegan seres con solo dos piernas), pero sí mucho de Wittgenstein, bastante de Chaplin y alguna cosa de los hermanos Marx y los Monty Python, que son palabras aún mayores. El ensayo va de sintaxis, que en La Galerna ya sabemos que es santo y seña del madridismo de fuste, y leyéndolo he entendido por fin qué les pasa a los madridistas. Se lo explico encantado.

Al fútbol, como a todo, se juega con reglas. Una regla es algo que te dice lo que tienes o no tienes que hacer, eso es fácil; pero no te dice cómo y cuándo hay que aplicarla, eso es más difícil. De hecho, es imposible. La regla que te enseñara a aplicar la regla sería otra regla, que tampoco te diría cómo se aplica ella misma. Necesitarías otra. Un bonito regressus ad infinitum, o sea, que no hemos entendido nada. Pero lo interesante del caso es que esto no suele ser un problema, sino que normalmente comprendemos las reglas a la primera: vemos una flecha y miramos hacia donde señala su punta, aunque en ningún sitio esté escrito que uno no pueda entender que la punta indica el lugar desde donde debemos mirar (y ya se dan cuenta de que esta duda no se resuelve con más flechas). Entre cualquier regla y su aplicación se abre un vacío lógico que solo se puede llenar con sobreentendidos, como que la vestimenta cuenta igual que las correspondientes partes del cuerpo, que las botas tiene que llevarlas el jugador en los pies y no en las manos, o que las flechas apuntan con la punta. Parece que no es mucho presuponer, pero es solo una ínfima parte de la cantidad mareante de cosas que hay que dar por sentadas a la hora de comprender reglas: las del fútbol, las del código penal o las de la vida social como un todo. En última instancia, hay que saber de qué va cada juego antes de poder entender sus normas, cosa sorprendente pero mucho menos ilógica que un regressus ad infinitum.

Digo que normalmente comprendemos las reglas a la primera porque hay quienes se caracterizan por no hacerlo casi nunca: verbigracia, el niño, el tonto, el novato y el extranjero (vale también el extraterrestre). Son los prototipos de alguien que no sabe de qué va el juego en algún aspecto de la vida y, por tanto, sigue la letra de la ley de modos inesperados, como el viajero que no se sube al vagón porque está vacío y hay un letrero que dice “Antes de entrar, dejen salir”. ¿A que parece una escena de Buster Keaton? Claro, porque cada vez que se sigue una regla violando un sobreentendido salta una chispa: el chiste. Todo gag es un gap sintáctico mal cerrado entre la norma y lo que viene a continuación. De ahí que extranjeros, novatos, tontos y niños sean siempre humoristas involuntarios e inspiración continua para el payaso, que solo tiene que emularlos. El gol de Ramos, de haberse producido, habría pasado a la historia del gag, no a la historia universal de la infamia como aquel otro de Maradona a Inglaterra, cuya celebridad nada debe a su inexistente vis cómica. El humor del bueno nunca transgrede la norma, solo la saca de contexto para devolvértela monda y lironda en su ilógica convencionalidad, que es lo realmente subversivo.

A este respecto, Sergio Ramos se nos está revelando como un peligroso desestabilizador del fútbol patrio. Después de su frustrado gag de la bota, por fin dio con una payasada digna de los Monty Python de Silly Olympics: este año contra el Atlético de Madrid tuvo la desternillante idea de intentar provocar un penalti con la nariz, que es como si dejáramos a una foca jugar al fútbol. Naturalmente que el reglamento no prohíbe expresamente que entren fócidos al terreno de juego, pero es que eso se sobreentiende, hombre. Así lo juzgó acertadamente el árbitro, que si le perdonó la tarjeta al bromista fue solo porque el pobre ya llevaba en el pecado la penitencia. Pero lejos de enmendarse, y para demostrar que también él sabía tocar las narices, Ramos se presentó en el siguiente partido llevando una máscara de BDSM, que ya es descontextualizar. Ignoramos cuál iba a ser en esta ocasión el gag, pero lo aparcó cuando llegó la hora de subir a un remate y se quitó el adminículo para enchufar más cómodamente llegado el caso. Por suerte no llegó, porque un certero comentarista aclaró después que el eventual gol habría sido inmediatamente anulado por antirreglamentario, se sobreentiende que por la misma regla que prohíbe quitarse impúdicamente la camiseta (o quizá por violar el dress-code, o seguramente por las dos cosas a la vez).

Todo esto me lleva a sospechar que los aficionados madridistas tienen serias dificultades para captar los sobreentendidos que rigen en la aplicación de las reglas del fútbol en territorio FEF. Creen, como niños, que una patada en el área, por detrás y en remate franco a gol, es penalti y expulsión incluso en el Wanda, ya te rompan los huesos propios de la nariz o los del propio tobillo. Piensan, como tontos, que a un delantero que se cae en carrera por inercia no se le puede sancionar por simular una falta, ni siquiera en el Nou Camp. Se figuran, como novatos, que también en San Mamés es obligatorio aplicar la ley de la ventaja cuando un jugador se queda solo delante del portero antes de que su compañero derribado haya tenido tiempo todavía de besar el suelo. Imaginan, cual guiris o marcianos, que LaLiga o alguien tiene que montar una comisión o algo para ver qué hay de esas veladas alusiones a tratos de favor arbitrales en conversaciones grabadas a próceres federativos, así ocurra esto en España. Los madridistas lo ven todo rarísimo, exactamente igual que la chalada de Alicia al conversar con el muy cabal Tentetieso (cuyo parecido físico con Sánchez Arminio es más que notable, por cierto) y exactamente por la misma razón. Lewis Carroll fue un humorista insuperable porque, como profesor de lógica, lo sabía todo de sobreentendidos, empezando por el más importante: la cuestión es quién manda. Incluyan los madridistas este último presupuesto en sus apreciaciones sobre lo que les pitan o les dejan de pitar y verán por fin de qué va el juego, que ya va siendo hora. Dejen de protestar, pasmados. Tienen un equipo de cómicos de primera fila que desgranan día a día sus hilarantes ocurrencias ante un público que no deja de reír, menos ustedes, que siguen sin pillar el chiste.

Número Dos

Ángel, el segundo de los Faerna, es profesor de universidad. Procura enseñar Filosofía sin hacer más daño del inevitable. Su especialidad, si acaso, es la epistemología y el pensamiento clásico norteamericano, extravagancia que compensa con una desmedida afición por los buenos arroces.

3 comentarios en: Sobreentiéndame

  1. A mí, me gusta adoptar el punto de vista de un "extranjero, novato, tonto y niño" para leer y escuchar a los periodistas deportivos. (Je. No sé por qué, pero me acabo de acordar de "La extraña pareja": "También tenemos que vivir, los que somos divorciados, arruinados y chapuceros. [Descolgando el teléfono] Hola. Aquí divorciado, arruinado y chapucero"). Claro, que yo lo llamo "proceso de extrañamiento", que queda más elegante. El caso es que, de ese modo, caigo en la cuenta de la cantidad de sobreentendidos que manejan los 'ciudadanos periodistas', que dice Richard Dees. Por poner sólo dos ejemplos: hablan sin parar sobre "jugar bien al fútbol" y sobre "merecer ganar", y jamás explican esos conceptos tan aparentemente obvios (salvo para mí). Creo que no lo hacen por dos razones: en primer lugar, porque no sabrían; en segundo, porque esa vaguedad les permite agredir impunemente la inteligencia de su público. Al final, detrás de toda oscuridad conceptual hay, o bien torpeza, o bien abuso de poder. O ambas cosas.

    Por otra parte, ¿quién es "Tentetieso" en las aventuras de Alicia? ¿Humpty Dumpty? De este personaje, me parece genial su diálogo con la protagonista:

    "Cuando yo uso una palabra", insistió Humpty Dumpty con un tono de voz más bien desdeñoso, "quiere decir lo que yo quiero que diga. Ni más ni menos".
    "La cuestión", insistió Alicia, "es si se puede hacer que las palabras signifiquen tantas cosas diferentes".
    "La cuestión", zanjó Humpty Dumpty, "es saber quién es el que manda. Eso es todo".

    1. En efecto, Tentetieso es Humpty-Dumpty en la versión española de los libros de Alicia. Y ese diálogo es exactamente al que aludo implícitamente al final. En él solo hay que sustituir "palabra" por "reglamento" para que parezca la conversación de un árbitro con cualquier jugador del Real Madrid que le protestara una decisión. En el cuento el huevo parlante termina cayéndose de la tapia con gran estruendo mientras Alicia sigue su camino tranquilamente. A ver si la realidad tiene a bien imitar al arte.
      Un saludo, DeSequeran.

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