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La Galerna de los Faerna
Las reglas del juego

Las reglas del juego

Escrito por: Angel Faerna1 octubre, 2015

Semanas atrás, un lector discrepaba de algo que yo decía en uno de estos artículos puntualizándome cómo son las cosas “en el deporte de alta competición”. Su comentario me desconcertó un poco, no por la discrepancia misma (que no viene al caso ahora) sino por esa forma de referirse al fútbol. Naturalmente el amable lector tenía razón, el fútbol profesional es un deporte de alta competición. ¿Por qué, entonces, me choca que se lo describa así?

La filosofía tradicional creía en las “esencias”. O sea, pensaba que las cosas tenían un único modo de ser propio, pese a que podamos describirlas de distintas maneras. Un hombre —se decía— puede ser descrito por su estatus social, su profesión, su nacionalidad o de mil otras formas, todas ellas “accidentales”. Sin embargo, sólo una descripción sería “esencial”, la que lo define por lo que es desde el principio y para siempre, y no por los avatares que jalonan su existencia. Si los filósofos actuales han dejado de creer en eso es sobre todo porque sus predecesores nunca lograron ponerse de acuerdo sobre la dichosa “definición esencial” de nada. ¿Qué es un hombre? ¿Un animal racional? ¿Un hijo de Dios? ¿Un lobo para los demás hombres? ¿Un ente arrojado a la existencia? ¿Un simio ligeramente más complicado?

No crean, no me he salido del tema. ¿Qué es el fútbol? ¿Un juego? ¿Un deporte? ¿Un espectáculo? ¿Una industria? Como ya no andamos buscando esencias, no hay por qué decidirse por una de estas definiciones como la que capta la verdadera realidad de la cosa. Ahora bien, y como vinieron a decirnos Nietzsche y Darwin, las definiciones pueden engañar pero la genealogía no. En otras palabras, si entendemos bien el origen de algo, ya no nos equivocaremos sobre su auténtica naturaleza. Y, de entre las múltiples definiciones del fútbol, sólo una revela su genealogía: la que lo presenta como un juego. Darle patadas a un bulto por el puro placer de verlo rodar es prácticamente un universal antropológico. Cuando un chaval patea una lata vieja que se encuentra en mitad del camino, algo profundamente grabado en las circunvoluciones cerebrales de la especie se está manifestando; y cuando le pasa la lata a un amigo para escaqueársela a un tercero, ya está jugando al fútbol sin saberlo. Tener claro que lo que hoy se practica en los estadios empezó de esta manera, aunque haya acabado siendo muchas cosas más, ayuda a jerarquizar esas otras dimensiones, que no es lo mismo que negarlas. El día que los imperativos deportivos, empresariales o mediáticos eclipsen del todo el componente lúdico del fútbol habremos asistido a su muerte definitiva, del mismo modo que ha muerto el automovilismo o está a punto de fenecer el montañismo al perder todo contacto ya con su vinculación originaria a nuestro —también ancestral— espíritu de aventura. Ese día, por cierto, podría no estar lejos si se siguen tomando decisiones como la de celebrar el próximo Mundial en Qatar: puede que tenga mucho sentido comercial, publicitario o hasta deportivo (como “prueba física”, va a ser espectacular), pero para el juego es lisa y llanamente un crimen.

niño pateando lataSe piensa que los juegos vienen determinados a priori por sus reglas, pero no es del todo cierto. Sí sucede así en el ajedrez, por ejemplo, donde no tendría sentido preguntarse si las reglas están bien o mal elegidas: si cambias las reglas, sencillamente cambias de juego, no lo mejoras. Las reglas del fútbol, sin embargo, aparecieron a posteriori, para que aquellos chavales pudieran sacarle todo el jugo a ese juego que nadie necesitó enseñarles. Aunque suene paradójico, es para conservar las constantes atávicas del fútbol por lo que sus reglas necesitan evolucionar. De ahí que no me explique el inmovilismo de tantos profesionales y aficionados en todo lo que se refiere al reglamento, como si el menor cambio supusiera un atentado contra “las esencias”. El caso más flagrante es, sin duda, la resistencia a introducir auxiliares tecnológicos que redujeran al mínimo la incidencia de los árbitros en el desarrollo de los partidos.

Si hay un actor que, por definición, resulta un cuerpo extraño en el campo, ese es el árbitro. Así lo atestigua la regla de que, a todos los efectos, es como si físicamente no existiera. Por eso en el cielo del verdadero aficionado no hay árbitros y los partidos los pita un dios omnisciente e infalible. Que haya gente que no pueda disfrutar del todo un encuentro si no ha tenido ocasión de llevarse las manos a la cabeza unas cuantas veces por culpa del trencilla, o cuyo placer por la derrota del equipo contrario aumente unos grados si ha venido precedida de algún error arbitral, indica hasta qué punto los intereses del espectáculo (al que un escándalo siempre añade picante) y de los medios (que salivan con cualquier polémica) han ganado terreno. Algunos llegan a decir que las equivocaciones de los árbitros son la sal del fútbol, lo cual hace pensar que su problema es que, en el fondo, el juego les aburre. Por otro lado, pocas cosas me sublevan más que oír cómo un comentarista, después de comprobar en la repetición que el penalti no había existido, sentencia que el árbitro es un besugo cuando él mismo lo había berreado en tiempo real. Pero bueno, la degeneración de la figura del comentarista en estos tiempos que corren merecería estudio aparte...

Tras el Real Madrid-Granada de hace una semana se habló mucho del gol visitante injustamente anulado y del gol local injustamente concedido. Se habló, claro está, desde las filas del antimadridismo más cansino, ese que no le dio ninguna importancia a los dos penaltis que allí mismo nos birlaron ni, por supuesto, al hecho de que el Barcelona ganara la última Champions después de que el árbitro se tragara uno de Alves a Pogba. Desde mi madridismo demodé pienso que ninguno de esos dos partidos debió ganarse así, y que una señalización correcta de esas jugadas no habría perjudicado al Madrid ni al Barcelona (mucho menos al fútbol), sino que les habría obligado a ganar de otra manera. En el Real Madrid-Málaga de la última jornada hubo lo que pareció un “gol fantasma”. Tampoco fue determinante porque aún había tiempo de volver a marcar, pero, en el trepidante arreón final para lograrlo, hubo también una tarjeta amarilla a Carvajal por protestar con toda razón un córner no pitado. ¿Cómo puede ser que las normas ni siquiera permitan que se anule esa amonestación? ¿Cómo es que un error como ese no sólo no pueda corregirse sobre la marcha en el mismo partido, sino que sus consecuencias se extiendan adrede a otros posteriores por efecto de la norma de la acumulación de tarjetas? Desde aquí mismo me metí no hace mucho con las estadísticas del fútbol, pero hay una que sí sería útil conocer y que no nos dan: la del porcentaje de tarjetas que los jugadores reciben sólo “por protestar”.  He aquí otra aberración del reglamento, la de penalizar algo tan humano como la justa indignación, que fácilmente desaparecería con sólo un poco de software, para que este deporte de alta competición, espectáculo, negocio o lo que sea, siguiera recordando en algo a ese juego capaz de alegrar desde tiempos inmemoriales el más triste de los descampados.

 

Número Dos

Ángel, el segundo de los Faerna, es profesor de universidad. Procura enseñar Filosofía sin hacer más daño del inevitable. Su especialidad, si acaso, es la epistemología y el pensamiento clásico norteamericano, extravagancia que compensa con una desmedida afición por los buenos arroces.

4 comentarios en: Las reglas del juego

  1. Para mí, don Ángel la respuesta a su pregunta es muy sencilla.
    Usted, al comienzo de este gran artículo, se pregunta ¿Qué es el fútbol? Pues depende para quien, para los aficionados es algo con lo que podría llenar la página de emociones descriptivas pero no voy a alargar mi exposición y voy a lo concreto, para algunas personas es un negocio y aquí lo divido en dos, unas personas lo utilizan como negocio legítimo y otros como plataforma para perpetuarse en la poltrona, una poltrona que les proporciona pingües beneficios (consulten a Villar, Platini, Blatter y un largo etc.) y aquí llegamos al quid de la cuestión, para mantenerse en esa privilegiada posición necesitan manipular lo básico del fútbol, lo intangible, lo que no se puede improvisar, la esencia del fútbol y eso con las ayudas tecnológicas en la mayoría de los casos clarificarían todas las dudas sin polémicas posteriores (y que sería del Chiringo y programas similares sin esta vidilla madre mía).
    Sé que esto me suscitara criticas pero es lo que pienso.
    Gracias de nuevo por dejar expresarme.

  2. La diferencia entre juego y competición se ve claramente entre los chavales jóvenes, sea cual sea su nivel o la categoría en la que jueguen. Un chico, cuando entrena, está jugando con sus compañeros y hace o intenta cosas que el día del partido ni se le ocurren. Ese día está compitiendo y tiene enfrente un rival que también lo hace. Por mucho que le digas, sal y disfruta, todos inconscientemente compiten e intentan ganar, lo que muchas veces los cohibe, más por el miedo a fallar que otra cosa.

    1. Javier, por lo que dices supongo que eres o has sido entrenador. Está claro que eso sucede, y que hasta cierto punto es inevitable, incluso necesario. No quería dar a entender que el fútbol deba limitarse a ser un juego, sino sólo que nunca debería dejar de serlo del todo. Tu observación, además, ayuda a entender por qué los jugadores que nos dejan con la boca abierta son los que no sienten ese miedo y se atreven a todo como si no hubiera decenas de miles de ojos pendientes de ellos. Que no se extingan nunca.

  3. Gracias. Estaba tomando notas, enredado en el juego de las esencias (la competición, el deporte, el juego), caminando por las fronteras imaginarias (¿dónde pintar los límites?) en el proceso de formalización de mi pensamiento sobre el doping -que ya me voy hartando de que el puritanismo americano, para imponer sus leyes morales al resto del mundo, acabe arrasando el edificio de las constituciones democráticas, que su nación tanto contribuyó a construir-, porque debo a nuestro querido editor un prometido texto comprometido, y tu artículo evidencia que, a la hora de las proposiciones de carácter general, es difícil pensar como jurista lo que no se sabe resolver en términos filosóficos. Ahora mismo, no sé si "el juego" supondrá un avance o un retroceso en el compromiso con Jesús. En todo caso, un impulso para seguir pensando.

    Y ahora, no sé si discrepancia o coincidencia, una necesidad de acento. Coincido en todo respecto de las ayudas técnicas al arbitraje, uno de mis argumentos recurrentes desde siempre en los medios de comunicación, y me frustra que nuestro Madrid, identificado esencialmente con la vanguardia de la evolución del fútbol, no lidere ese proceso de imposición de la razón a nuestro deporte. El fin de semana pasado lo discutía con Muñiz Fernández, como todos los árbitros, no extrañamente -el poder y el poder absoluto, esto daría para otro artículo-, reacio a su imposición. En su calidad de ex-árbitro le facilité un argumento de oportunidad para atraerle al redil: el de la utilidad social de los ex-árbitros, jubilados a los cuarenta y tantos, como jueces de vídeo, en vez de dispendiar ese capital social acumulado que son sus conocimientos como comentaristas de la radio basura.

    El lío es que cuanto más profesionalizado el fútbol, cuanto más espectáculo, cuanto más industria, más posibilidades veo de recuperar la esencia del juego: el ideal de dar a cada uno lo que es suyo, que Ulpiano llamaba Justicia. Un juego cuyo éxito, por otra parte, no puede ser ajeno a sus reglas. Y de hecho no lo es, como históricamente demostró la importación de la regla del fuera de juego, su adaptación a la esencia de este juego, que es la que impide utilizar las manos para transportar el balón, a mi juicio, y sus sucesivas modificaciones hasta que se dió con la buena. Y la magia se hizo carne.

    Mi admiración.

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