Dormir en la misma cama de la misma casa rural donde Escohotado pasó los últimos meses de su vida es casi una garantía de que no vas a soñar con él. El sueño siempre sortea lo excesivamente obvio.
Ya soñé con él otras veces, sin necesidad de acostarme en la cama donde él durmió. Soñé que Jorge me llamaba. Su voz portaba la emoción de una sorpresa dichosa pero inconcebible. Me instaba a ir a su casa. Yo obedecía y, al entrar por la puerta, me lo encontraba allí, sentado, fumando.
—Pues nada, que me dicen que estuve muerto. Yo no me acuerdo de nada.
La sorpresa se tornaba, por supuesto, en cólera justificada.
—Era una broma, ¿no? Pues como broma no tuvo ni puta gracia, Antonio.
—Que no. Créeme. De broma nada. Debí morirme de verdad, qué sé yo.
—Yo te vi muerto. Lo fingiste muy bien. ¿No te da vergüenza?
En el sueño, yo abandonaba la casa enojadísimo, con un portazo destemplado. Antonio quedaba detrás, visiblemente aturdido, con confusión que no podía ser impostada. Pero quién entendía aquello.
Aunque estoy escribiendo en la misma habitación donde le vi por última vez, aunque me preparo para acostarme en la misma cama de la misma habitación de la misma casa rural donde mi amigo pasó muchas de las últimas noches de su vida, qué cosa más poco escohotadiana sería sucumbir a la tentación de escribir esto dirigiéndome a él, en segunda persona. Antonio me regañaría por ese exabrupto de grosera emotividad. Consciente como era de que el éxito de la legítima emoción en el receptor reside en la contención por parte del emisor, puedo escucharle reclamándome pudor. “Sin mariconadas, Bengo”, me parece oírle. El escenario es abrumador, pero cómo no tratar de estar a la altura con el hombre que convirtió una elegía en una enumeración casi aséptica (y por eso doliente con decoro) de la vida de su propio hijo fallecido https://laemboscadura.com/homenaje-a-roman-escohotado-un-hombre-de-paz-con-punos-de-hierro/
Bien, pero necesito tiempo. Me ducho, reservo una mesa en un restaurante desconocido, pido un Uber, huyo. Pido un vino, pido un entrecot, pido fuerzas. Este párrafo podría ser un simple artificio literario y yo seguir en Can Partit. Pero el artificio podría ser Can Partit mismo, o sea, podría ser una ficción lo de la noche en la habitación donde vi por última vez a mi amigo, en la habitación donde él se vio a sí mismo las penúltimas noches. Bastará si declaro que Colmenero me ha ordenado que me encierre allí y abra las escotillas. De acuerdo, pero primero el entrecot, el vino, escribir estas mismas palabras en las notas del móvil, armarme no de valor, sino de palabras. Y también de valor, qué carajo. También de valor.
El corazón extraña más una mente que otro corazón. Eso es lo que hasta el momento aprendí de la muerte. Es una enseñanza gélida, pasmosa y profundamente inútil, pero es la mía. Perder en tu entorno una mente privilegiada es más oneroso que perder amor. Lo pienso mientras espero al entrecot y me pregunto si este recuento en tiempo real será un exorcismo, una catarsis o solo un disculpable ejercicio literario.
Hay curvas en el camino de vuelta. Patricia, Álex y el resto de amigos lo amenizan a través del grupo de WhatsApp con fotos de la comida, del cementerio. Nos hemos reunido en Ibiza con ocasión de los cuatro años del adiós de Clint (yo le llamaba Clint). Pero cómo que cuatro años. ¿Cuatro años de preguntarme cada día qué diría hoy Clint sobre esto o lo otro? Si, como decía Borges, somos los que se fueron, entonces gestionar una visita al cementerio no es mucho más excepcional que entrar en casa un martes por la tarde.
¿Será incluso la misma colcha de entonces? Antes, un viento perverso zarandea mi marcha por el jardín de Can Partit. Pero ahora ya sí. Ahora ya estamos a solas la pared rústica, el escritorio monacal, la cama doble y yo. Y la colcha. Fuera, el huracán arrecia, casi para añadir otro jocoso elemento de película de terror a la noche de espiritismos. Ya estaba escuálido y frágil cuando se sentó en esta misma silla para que lo entrevistara. Fue la última entrevista que dio, o la última cara a cara, tras la que sería la última fiesta de cumpleaños, aquí, en Can Partit. Se sentó en esta misma silla y yo me senté enfrente, en esta otra, mientras Raúl grababa.
Hablamos de fútbol, o sea, de lo que hablábamos siempre. El amor al juego. Sus primeras patadas al balón en Copacabana. Su padre llevándolo al estadio para ver a Rial y Gento tejer esa combinación inverosímil. Me llevé parte del lado más ligero del hombre más profundo, o acaso es solo que nada de lo ligero es ajeno a lo profundo. (No sé si viceversa también, no está aquí Clint para aclararlo, aunque casi está al ser lo único que falta en la escena: el alféizar ciego junto al lecho, el cabecero pálido, idéntico juego de almohadas engalanando el catre. Parte de lo que falta para completar la escena de entonces está en un nicho a pocos metros, lo que acrecienta la ironía de que sigamos sin completar el cuadro de entonces, la entrevista, el cigarrillo orgulloso, la coquetería de abrocharse los botones de la camisa. “Empezamos”, dice la voz en off de Raúl).
Es el mismo lugar, pero ¿qué significa eso? Las psicofonías no existen, aunque todo invite a dejar el móvil grabando el silencio la noche entera para descubrir si realmente es silencio, si no habrá una brecha en la cordura y de pronto, en medio de la grabación, para susto mayúsculo, se escuche la garganta mundstockiana de Antonio improvisando otra vez en otra canción de Calamaro, o mejor: improvisando otra cosa en la misma canción. O volviendo a decir que Ronaldo Nazário le recuerda a sí mismo por su resistencia al dolor, las rótulas malheridas, el párkinson rampante. O solazándose de nuevo en el recuerdo de la visita de Florentino y JAS. O pidiendo otra birra, o riendo animado ante la perspectiva de los próximos polvos de la madre Clementina. “Esta risa de viejo que se me ha quedado”. Las piernas tiesas, la macilenta piel de las pantorrillas, la cabeza agrandada coronando el cuerpecín. Fue aquí mismo pero, como ya no es, nunca fue. Seguro que en desmentir esta última frase, o en matizarla, o en embellecerla, habría dedicado sus mejores esfuerzos, es decir, los que dedicaba a cada frase, a cada pensamiento, a “exprimir el limón”.
Sucediera o no sucediera, sucedió o no sucedió aquí mismo, en el propio habitáculo recio y espartano que contiene mi lento paso de las horas. La noche va transcurriendo y no hay pesar. El viento aúlla ahí fuera. Solo tengo encendida la luz de un foco adherido a la pared, sobre el cabecero de la cama. La alternativa es una fría luz de techo despiadado. Caigo ahora en la cuenta de que la relación de ratos que pasamos juntos en esos cinco años principia y se acaba con sendas entrevistas, la primera a finales de 2017, la última (la última mía y de cualquier otro) en el último verano de Antonio, que por fuerza ha de ser el último de la Ibiza que Antonio conoció. Entonces él durmió donde yo duermo hoy, y yo lo hice en algún otro cuarto del piso de arriba.
Después de la entrevista, me preparé para mi viaje de vuelta a Madrid y bajé a despedirme. Puede que yo supiera que podía tratarse de una despedida literal. Lo sospechaba, desde luego. Seguro que él también. Abrazarlo fue como abrazar a un jilguero. Estaba tumbado en esta misma cama sobre la que yo me acostaré ahora, como un bello esqueleto con el esternón apenas cubierto de papiro y dignidad. (Epi y dermis. ¿Cuál de las dos cosas dijo conservar en esa coraza fina, seca y tensa?) Tenía un portátil encima del regazo. El cerebro más acreditado de España, el pensador más prestigioso que ha dado esta tierra en un largo periodo de su historia, estaba viendo en Netflix un producto de escapismo y ciencia ficción. No me opongo a que fuera otro momento de suprema ligereza del filósofo en mis manos, al revés. Solo me opongo a que fuera el último. Me río al pensarlo, frente al silencio de la misma pared: la penúltima o antepenúltima frase que me dijo frente a frente (hablaríamos más veces por teléfono) pudo muy bien haber sido “A este ahora lo mandan al futuro con el rayo ese” o algo así. Me río en voz alta, o tal vez este sea otro artificio literario y me quede callado.
Casi podría replicar mis últimos movimientos en la habitación aquella tarde. Podría abrazar ahora mismo a nadie sobre la cama. Rodearla con el ordenador colgando del hombro. Llegar al umbral de la puerta, coger el asidero de la pequeña maleta con ruedas y ensayar un último gesto de adiós bajo el marco, ya con medio cuerpo casi fuera. Y volver a dudar si decir adiós o hasta pronto o qué coño.
En lugar de eso, me estiro sobre la silla ascética y me planteo cerrar el ordenador. Más allá de la puerta el viento gime. Bécquer y el maldito monte de las ánimas. Nunca le pregunté por Bécquer. Nunca le preguntaré por Bécquer. Ha llegado el momento de acostarse. Sí, fue aquí. ¿Y qué?
Cierro el ordenador. Quito la colcha. La luz desapacible emite tolerancia cero hacia la vida. Solo resta ponerme en manos del sueño, pero antes adoptaré el dulce desquite de la segunda persona y la coma vocativa. ¿Cómo que desquite por qué? Por morirte, cabrón. Por morirte.
Me meto bajo la colcha y apago la luz. Se escucha el viento ahí fuera. Buenas noches, Clint. Hasta mañana.
(Primera entrevista a Escohotado: Antonio Escohotado: "La Final de Cardiff fue el mejor partido de la historia" - La Galerna
(Última entrevista a Escohotado: Cuando Jesús Bengoechea realizó sin saberlo la última entrevista a Antonio Escohotado



















Qué pedazo de artículo !!!. Muchas gracias , Bengoechea.
Homérico artículo (gracias, John Ford). Emotivo y excelentemente escrito. Gracias!
Eres muy grande querido amigo.
Un abrazo.
“Bengo” a decir que me ha encantado. ¡Qué manera de escribir y qué suerte haber conocido a Escohotado!
Bufff!!!!. Los pelos como escarpias, Don Jesús. Sentia hasta el viento soplar.
El vacío que dejan los grandes siempre se puede llenar con los recuerdos. Felicidades, maestro.
El lúcido y sabio Escohotado se merecía este magnífico artículo. Enhorabuena, Bengoechea.