Un milagro envuelto en sueños
Es la primera vez que va a ver al Real Madrid en el Santiago Bernabéu. Su padre, Luis, ha contado con la fortuna de que un compañero de trabajo, incapacitado por una inoportuna gripe, le cediera un par de localidades. Para Marcos, esa contrariedad suponía una bendición, una muestra anticipada de la magia de la Navidad.
Antes de que diciembre asomase en el calendario, ya había escrito su carta a los Reyes Magos con letra grande y torpe: deseaba un Scalextric y un balón de reglamento. La humilde morada en la que residía carecía de espacio suficiente donde albergar tan voluminosas diversiones y, además, la economía familiar no brindaba margen para excesivas alegrías. Por este doble motivo, sus progenitores tenían muy complicado acceder a los anhelos de su retoño. Sea como fuere, esa dádiva inesperada eclipsaba a cualquier juguete envuelto en papel brillante.
Al bajarse del 27, que los traía desde la Glorieta de Embajadores, Marcos se queda anonadado ante el ambiente festivo que se vive en los alrededores del estadio. Tenderetes de banderas y bufandas, vapores de castañas asadas, bares de la zona atestados de gente que apuraba la previa del choque al cobijo de unas cervezas y de conversaciones llenas de ilusión. El templo merengue los aguardaba, imponente, como si presagiara que aquella noche iba a acontecer algo extraordinario.
Y no era para menos. Había que remontar un 5-1 al Borussia Mönchengladbach. Un conjunto alemán, con lo que eso implicaba: orden, contundencia, competitividad y jugadores del calibre de Uwe Rähm, Uli Borowka, Wilfried Hannes o Frank Mill. Mirado con sensatez, el reto se antojaba casi un imposible. No obstante, el Real Madrid nunca ha sido un equipo sensato. En el Bernabéu, con su inmaculado traje blanco, se transforma en otra cosa, un monstruo feroz que devora a quien osa desafiarlo.
Marcos y su padre ocuparon sus asientos en el primer anfiteatro de Preferencia.
¡Qué bien se veía el campo! ¡Qué bonito el césped iluminado! ¡Lo que fardaría al día siguiente en el cole con sus compañeros! Eso, si ganaban... Estaba tan nervioso que no le afectaba el frío, aunque la temperatura era gélida y una neblina flotaba sobre el tapete verde, dotando la escena de cierto aire evanescente. Luis, pendiente de él, no hacía sino recolocarle la bufanda a cada rato, buscando protegerlo de las inclemencias de la climatología.
Antes de los veinte minutos de partido, Valdano ya ha recortado la mitad de la desventaja. Dos centros envenenados de Juanito, dos fogonazos de genialidad. El de Fuengirola, ídolo de Marcos, juega como si intuyera que él se encuentra allí y no quisiera defraudarlo. El estadio ruge, tiembla; no metafóricamente. Él siente vibrar el suelo bajo sus pies, una sacudida en el pecho, un estremecimiento que le eriza la piel. A estas alturas, pocos dudan de que se halla en ciernes una nueva hazaña. Pese a que Frank Mill perdona solo delante de Ochotorena y, durante unos segundos eternos, congela el aliento del Bernabéu. Nadie dijo que fuera a ser fácil.
En el descanso, el bocadillo de chorizo sabe a gloria. Marcos trata de convencerse de que lo mejor está por venir. Sin embargo, tras la reanudación, el Madrid se enreda. Continúa dominando, sí, pero ataca con demasiada ansiedad, con balones largos y envíos directos al área. Sude, el cancerbero teutón, apenas sufre. Encima, el árbitro escocés escamotea un claro penalti sobre Juanito. La buena estrella se ha ocultado entre la niebla. Los minutos caen como gotas heladas. Cuando faltan veinticinco, Marcos se derrumba; nota que algo se le rompe por dentro. Unas lágrimas, silenciosas y amargas, asoman al balcón de su inocencia. Tal vez hoy no tocaba milagro. El recital de su héroe particular no iba a tener premio.
Una volea de Santillana enciende el volcán y acerca la proeza. Resta un cuarto de hora. El verde se tiñe de rojo. Un rojo incandescente, infernal, unas brasas que queman los pies de los futbolistas alemanes. Es cuestión de tiempo. Treinta y tres… treinta y ocho… cuarenta y cuatro… Tic, tac. Tic, tac.
Y sucede.
Llega el instante que pone patas arriba el coliseo de la Castellana.
Saque de banda de Camacho a la altura del lateral de la zona de castigo. Peinada hacia atrás de Valdano. Disparo duro, pelín mordido, de Míchel. Rechace de Sude. Y Santillana, cayéndose y ganando la acción a un zaguero, remata con… el alma y desata el éxtasis.
Marcos, antes de poder asimilar lo que acaba de ocurrir, se ve espachurrado entre los brazos de Luis hasta quedarse casi sin aire. La situación lo desborda. Observa a desconocidos abrazarse igual que si fuesen hermanos. El público del gallinero, de la grada baja de Padre Damián y de ambos fondos se ha convertido en una enloquecida marejada humana que, en medio de una salvaje efervescencia, abre huecos donde parecía no haberlos. En lugar del grito unánime de gol, el Bernabéu ha vomitado una explosión. Literal, no solo de júbilo. Como si la tierra se aprestara a tragarse el recinto.
Cuando Juanito, sustituido, abandona el campo saltando, henchido de alborozo, Marcos sueña con lanzarse al vacío y fundirse con él. Ahora, las lágrimas ya no nacen de una herida. Jamás había alcanzado tal grado de felicidad. Ese concepto que, al toparte con la madurez, entiendes que no es una condición permanente, sino que reside en estos chispazos, en estos destellos de plenitud que no olvidarás en tu vida. Sale del estadio levitando, presa de una euforia infinita. El nirvana existe.
Regresan caminando hasta el metro de Estrecho. Luis prefiere esos quince minutos de trayecto y apearse en Tirso de Molina antes que esperar la intemerata en la parada del 27, abarrotada de gente, y luego viajar en el autobús como sardinas en lata. El frío arrecia, pero ya no pesa. Mientras cruzan el semáforo de la calle Orense, Marcos mira a su padre.
—Papá, creo que no hace falta que los Reyes me traigan nada. Esto de hoy es lo único que quiero que me regalen.
Luis, emocionado, lo abraza con ternura. Un brillo acuoso refulge en sus ojos.
—Si eres madridista, no tienes que pedirlo. El equipo te dará muchos momentos como este. Eso sí, no necesariamente cerca de Navidad. Nunca pierdas la fe. Para el Madrid, la fecha del calendario no es lo más importante cuando se trata de regalarnos felicidad.
—Yo seré del Madrid hasta que me muera, papá. ¡Somos los mejores del mundo!
—De todos modos —apunta Luis, sonriendo–, un pajarito me ha soplado que los Reyes ya han comprado el balón. Ojalá algún día tú me des esas alegrías desde el césped del Bernabéu. No imagino mayor dicha.
Padre e hijo prosiguen su marcha. Marcos juraría que incluso los renos de Santa Claus que adornan la calle General Perón le han guiñado un ojo. La gesta del Anderlecht, un año atrás, o la más reciente del Inter de Milán, ya son pasado. El Real Madrid siempre encuentra la forma de volver a hacer historia.
¿La próxima? ¿Quién lo sabe...? Pero llegará.
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Que recuerdos!! Muy bonito, me he emocionado.