El cromo
I.
En el barrio de Carboneras la Navidad duraba poco, salvo para los niños. Entre torres prefabricadas para obreros, algún colegio y el próximo polígono industrial, había poco tiempo para celebrar; sin embargo, los niños del colegio vecino, recién soltada la brida, se entregaban a feroces batallas, balón en mano, en el descampado próximo, apodado “La Cuadra” —quién sabe por qué— como si no hubiera mañana. Entre asalto y asalto, en sesión de mañana y tarde, se dedicaban a la afanosa labor de intercambiar cromos.
—Tengo a Quini repetido —decía Luis, apodado El Negro—. Te lo cambio por Satrústegui.
-No, que ese es muy malo. ¿No tienes a Rummenigge? —respondió Toni.
—Dos de Maradona y Quini por Sarabia.
—¡Hecho!
Y se volvían a casa felices, convencidos de que ni Sandokan con sus barbas y todo era tan rico como ellos.
Esos días Jose, el de la tienda de los jamones, andaba algo taciturno. Su abuelo había muerto hacía unos meses, y todo lo que le rodeaba le recordaba a él. El Agüelo Matías había sido el que le metió el virus blanco en la sangre; de muy chico le hablaba de los grandes del Madrid como si hubieran ido con él a la escuela, él que apenas pudo frecuentarla:
—Lo de Puskás era tremendo, hijo. Con lo gordito que estaba te pensabas que no iba a poder ni con su jopo. Pues cogía la pelota en la esquina del área y le pegaba cada zambombazo que los porteros ni la olían. ¿Y Kopa? Chiquinino como era, se ponía a regatear y los dejaba de culo en el campo —reía el Agüelo, feliz— no podían con él ni de dos en dos…”.
Las palabras del Agüelo Matías transitaban por su cabeza mientras Jose contemplaba el álbum de cromos que conservaba en el cajón de la cómoda, entre calcetines compartidos con su hermano mayor. Hojeaba sin mucho interés las alineaciones de la Real, el Sporting o el Valencia mientras pensaba en el último regalo: el último cromo de la colección, el cromo de Hugo Sánchez.
—Si me apruebas todo este trimestre, te regalo el cromo que te falta, hijo. Ya verás cuando tengas a Hugo Sánchez en el álbum. Lo que van a envidiarte tus amiguinos del colegio…”.
Cerró el álbum con los ojos húmedos, mientras se sentaba en la litera de abajo. Qué asco todo, pensó. Ya no tenía en casa la calidez de esas manos arrugadas, cansadas de cultivar la tierra, esa sonrisa permanente, esos luminosos ojos castaños que se iluminaban hablando de don Alfredo (siempre, siempre, se refería a Di Stéfano como don Alfredo).
—Con razón le llamaban saeta, hijo mío. Don Alfredo corría tan bien y jugaba con tanto arte que te daban ganas de cantarle. Lo veía claro cuando los demás todavía estaban colocándose en el campo. Un dios con camiseta blanca.
Se adormeció con la voz del Agüelo Matías mezclada con sus propios pensamientos. “Algún día, Agüelo, lo tendré entre mis manos. Tú y yo lo disfrutaremos juntos. Te lo prometo”.
II.
El piso del millonario, en la calle Serrano de Madrid, estaba vacío en Nochebuena; bien lo sabía Jose, que llevaba meses acechando a la familia desde que le había echado el ojo al diamante Forlani. La familia Zaldívar se había trasladado a la finca de Toledo para pasar las fiestas, sin embargo, en el edificio, uno de esos caserones señoriales del XIX, tres o cuatro familias se aprestaban a sentarse a la cena cuando Jose se dirigió al portal, impecablemente vestido de traje y corbata y portando una bolsa de The Winery en la mano.
—¿Qué desea? —le preguntó el portero.
—Buenas noches. Vengo a cenar con los Rosaleda, del 5º piso.
—Un momento —repuso el portero— mientras levantaba el auricular.
Jose asintió levemente mientras el portero llamaba al piso de los Rosaleda. “Será un milagro que te contesten, chaval. Sobre todo después de haberles hackeado la línea hace cinco minutos” —rió para sí.
—Pues no contestan.
—Seguramente no oyen el teléfono con tanto ruido. Tanta gente en casa y Carlitos que es un trasto, pues imagínese usted.
—Claro, claro. Bueno, puede usted subir. Y Feliz Navidad.
—Gracias —respondió— Feliz Navidad.
Al salir del ascensor giró rápidamente y en silencio hacia la izquierda, donde se encontraban las escaleras que le llevaron al tercer piso, al apartamento de la familia Zaldívar. De la bolsa de The Winery, inusualmente grande para una sola botella de vino (aunque fuera del bueno) extrajo unos guantes, un juego de ganzúas y unos alicates pequeños pero fuertes. Con la linterna de bolsillo en la boca se agachó y comenzó a trabajar en la cerradura. Era una Chubb de buena calidad, pero algo antigua. No tardó más de un minuto en oír el clic que esperaba; se dirigió rápidamente al cuadro de alarmas de su izquierda y con movimientos rápidos y terminantes, cortó y empalmó los cables y desactivó el timbre de la alarma. Sólo entonces encendió la luz, comprobando que el piso estaba vacío. Sin perder tiempo, se dirigió al cuadro de Mondrian que reinaba sobre el comedor. Al descolgarlo, apareció lo que buscaba. La caja fuerte era último modelo; sabía que tardaría horas en abrirla y ni se lo planteó. En su lugar, sacó de la bolsa una jeringa de tamaño considerable llena de agua y un pequeño tubo de plástico.
Su amigo le había explicado cómo usarlo: coges el tubo, sacas la masilla y la pegas. Después le inyectas el agua y en segundos te rompe lo que sea. Qué bueno es tener amigos en una empresa de armamento, pensó. Sobre todo cuando les gusta el juego.
Tomó una pella de masilla, la pegó en la cerradura y le inyectó el agua, no sin antes pegar una bolsa llena también de agua por encima por si acaso.
De repente, como llevada por una mano mágica, la cerradura se agrietó y la puerta de la caja se abrió, inerme, ligeramente colgada de la bisagra.
Tomó la bolsa y desplegó su contenido sobre la mesa. Allí estaba el diamante Forlani; uno de los pocos diamantes azules que quedaban en España, herencia de una rica familia de la Serenísima. Exultante, se dispuso a recoger el diamante en la bolsa cuando un fugaz destello le advirtió desde la mesa del salón. Al acercarse, vio que, en una funda de plástico, había un álbum de cromos.
III.
Sentado en la mesa de su salón, Jose prácticamente no podía creer lo que veía. Hojeaba el álbum con menguante sorpresa mientras leía los nombres de los jugadores de su infancia: Bakero, López Ufarte, Santillana…y por supuesto, Hugo Sánchez. Sonrió mientras sus ojos anegados en lágrimas de gozo contemplaban la breve figura del jugador, y pensó que a veces, la Navidad es verdaderamente blanca.












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