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El puente sobre el río Kwai

El puente sobre el río Kwai

Escrito por: John Falstaff31 octubre, 2016
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El niño parece estar sentado en una esquina de la última fila, pero en realidad está caminando por un sendero que discurre entre empalizadas pintadas en blanco, con las manos en los bolsillos y una pajita entre los dientes. De vez en cuando golpea distraídamente una piedrecilla con sus botas raídas y de suela agujereada. Todavía resuenan en su cabeza, tan frescas como si las estuviese oyendo ahora mismo, las palabras con las que el profesor martillea insistentemente a la clase, esa clase de la que ha escapado una vez más -siquiera con la imaginación- en busca de libertad: "En estas aulas aprenderéis los valores que, si os esforzáis, harán de vosotros unos Messi de provecho". Él nunca entendió aquello: quién querría ser un Messi de provecho, signifique eso lo que signifique.

Las palabras del entrenador se oyen ahora con fuerza. El niño levanta la mirada y lo ve allí en frente, por encima de las cabezas de sus compañeros. Les habla con fluidez e ignorancia de conceptos grandilocuentes como valores, humildad, esfuerzo y belleza. Menciona el balón, el balón que tienen ahí delante presidiendo un altar invisible, y se refiere a él como si fuera un niño al que hubiera que mimar, un niño dios al que es preciso tratar con respeto, con reverencia, casi con veneración. Les insiste en la importancia de la posesión, y al hacerlo emplea con frecuencia el término filosofía, y lo envuelve en imágenes floridas y expresiones poéticas que, sin saber muy bien por qué, a nuestro protagonista le traen un vago recuerdo a aquella ocasión en que se indigestó de pasteles. Desde la última fila, no puede evitar que le resulten extrañamente divertidas la importancia con que el entrenador se toma a sí mismo y el semblante de reconcentrada atención con que le escuchan casi todos sus compañeros. Al niño le cuesta esconder una sonrisa cuando repara en que el señor de la melena que tiene en frente le recuerda a uno de esos humoristas de la tele que cuentan chistes con la cara muy sería.

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El niño no entiende nada de lo que les dice. Aún es demasiado pequeño para verbalizar ciertos conceptos, pero aunque sea incapaz de expresarlo con palabras, intuye que hay algo intrínsecamente incoherente en presumir de humildad. Que los valores no existen para alardear de ellos, sino para practicarlos. Que el verdadero esfuerzo consiste en nadar contra corriente, no en hacerlo con el viento a favor. Que el fútbol es un deporte y no una de las bellas artes, y que por consiguiente su belleza no descansa sobre consideraciones de orden estético, sino que reside en la superación constante de uno mismo, en la aceptación de la derrota y en la búsqueda honrada e incansable de la victoria. Que la medida del éxito en el fútbol, en ese fútbol que tanto le apasiona, no viene dada por la posesión sino por el número de goles, y que el fútbol es demasiado hermoso para confinarlo a un determinado estilo de juego. Que quienes pretenden imponer su forma de ver el fútbol como la única válida, como la moralmente más elevada, son unos cantamañanas demasiado pagados de sí mismos para apreciar la grandeza infinita de este deporte.

Y sobre todo, el niño intuye, con una firmeza que anuncia lo que pronto serán profundas convicciones, que el verdadero valor consiste en seguir únicamente los dictados de la propia conciencia, aun cuando ello suponga ser señalado por casi todo el mundo. En desoír las críticas y los insultos de los mediocres y en redoblar esfuerzos cuando más difícil se torna el camino. En no rendirse jamás. En perseverar siempre. Y que los verdaderos héroes no son los que las multitudes vitorean a la entrada de un juzgado, sino los que levantan la cabeza, caminan con paso firme y fijan la mirada en el único horizonte posible: la gloria. Es precisamente esa intuición innata la que le hizo madridista. Madridista en tierra hostil. Al fin y al cabo, él nunca quiso ser un Messi de provecho. Él siempre quiso ser Cristiano Ronaldo.

El niño parece estar sentado en una esquina de la última fila, pero en realidad sigue caminando por un sendero. Sus manos continúan escondidas dentro de los bolsillos, pero ya no sujeta una pajita entre los labios. Al otro lado de las cercas blancas, un rebaño de ovejas pasta en el prado. Están pintadas en colores chocantes. Algunas, en azul y en blanco, otras en azul y en granate; también las hay de color verde lima y no faltan las de naranja chillón. Forman un insólito collage estridente, desordenado y algo hortera, pero todas tienen dos cosas en común: pacen obedientemente bajo la atenta mirada del pastor y tienen grabados a fuego en el lomo el número diez y el nombre de Messi.

El niño sonríe al mirarlas, da una suave patada a una piedrecilla y sigue su camino silbando despreocupadamente El puente sobre el río Kwai.

 

En el prosaico mundo real me llaman Eduardo Ruiz, pero comprenderán ustedes que con ese nombre no se va a ninguna parte, así que sigan llamándome Falstaff si tienen a bien. Por lo demás, soy un hombre recto, cabal y circunspecto. O sea, un coñazo. Y ahora, si me disculpan, tengo otras cosas que hacer.

2 comentarios en: El puente sobre el río Kwai

  1. Desde mi experiencia en categorías inferiores, que en mi caso lo son y mucho, tengo que corroborar lo expuesto en el artículo. Desde hace unos años acá, andan sueltos por esos prados de Dios, una hornada de técnicos, profetas del "toquenaccio" y la posesión. Da igual los chicos con los que cuenten y sus características, que suelen ser muy limitadas la mayoría de las veces, se juega así y lo demás no vale. Al final, muchos chavales que sólo quieren practicar su deporte, ganar más de vez que de en cuando y divertirse en grupo, acaban frustrados, diciéndose: "Es que soy muy malo, esto no es para mí " y lo dejan. Intentan que un percherón gane el Grand National y los entrenan para ello. Desastre total y después del desastre, mucha filosofía empalagosa, por que encima, hay que oírlos hablar. En Fín...

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