Pieza ganadora de nuestro V Certamen de Cuentos Madridistas de Navidad.
—Calienta, que sales.
Giró la cabeza hacia atrás, pero no había nadie en la segunda grada del banquillo.
—¿Yo? —exclamó.
—Sí, tú, sal al campo, no queda mucho tiempo, es ahora o nunca.
Definitivamente, iba a ser mejor el ahora que el nunca. Se desembarazó del chándal y besó el escudo de la camiseta. Después saltó por encima de la línea de cal juntando las piernas para que la cuerda invisible que hasta entonces había rodeado sus tobillos se deshiciera para siempre.
El público rugió. Era su primera vez, su primer partido en el Bernabéu. Quedaban diez minutos y un obstinado empate a uno desde el minuto diez. Una final de Copa no se podía dejar pasar así como así. Era una oportunidad única para la reivindicación.
Había llegado desde abajo, desde muy abajo. Cuando cumplió diez años un ojeador se fijó en su estilo mientras jugaba en el patio de recreo. La rapidez y la intuición, sus mejores armas. Había pasado por todas las categorías hasta que, por sorpresa, no hacía ni quince días, había recibido la llamada de la convocatoria para la final de la Copa.
No albergaba esperanza alguna de poder debutar, de ahí que estuviera in albis cuando recibió la orden del entrenador. La formación era muy compacta. Pensó que algún día llegaría el momento de encajar, de buscar en el equipo de sus amores su sitio en la alineación y, por ende, en el vestuario.
El tiempo iba pasando y el balón no abandonaba la mitad del campo del contrincante. La prórroga le daría la oportunidad de permanecer más tiempo en el escaparate, incluso los penaltis…
Pero no, era ahora o nunca. En un contraataque del equipo recibió un pase largo, salió como una exhalación, levantó la mirada, vio la portería y, ante una afición que enmudeció en un ejercicio de concentración a fin de colaborar en la jugada, chutó con tanta fuerza y convicción que… se despertó.
Sintió una decepción momentánea, había soñado tantas veces con jugar en el Bernabéu… Desde la cuna había vivido el amor al Madrid, después en cada una de las categorías, pero sin llegar nunca a dar el salto.
Era el día de Reyes. El entrenador les había dado fiesta hasta el día 8. El equipo había acabado campeón de invierno en la tabla clasificatoria. Una derrota fuera y otra a domicilio a principio de la temporada quedaban ya olvidadas frente a la gran cantidad de victorias cosechadas y los 9 puntos de ventaja frente al segundo clasificado.
Sus hermanos pequeños asomaron por la habitación.
—Vamos, levántate, los Reyes han venido…
—Ahora voy, pero tranquilos que no van a volver para llevarse vuestros regalos.
Los gemelos se impacientaron.
—Venga, levántate ya, papá ha dicho que hasta que no estemos todos en el salón no podemos abrirlos.
Se incorporó, cogió a cada uno de sus hermanos con un brazo y los llevó en volandas.
—Con lo traviesos que sois, seguro que solo os han traído carbón.
Nada más lejos de la realidad. Los niños desenvolvieron los paquetes sin demasiados miramientos y encontraron dos equipaciones completas del Real Madrid con sus nombres al dorso y el número 10 y 5 respectivamente, día y mes de su nacimiento. Poseídos por la magia blanca se quitaron los pijamas y se vistieron de arriba abajo, incluidas medias y espinilleras, ante la absorta mirada de sus progenitores que cada mañana luchaban sin cuartel para que los gemelos se vistiesen solos.
—¡Hasta los cordones de las zapatillas se han atado tus hermanos!
El padre cogió el móvil para inmortalizar el momento del milagro blanco.
Mira, ya tenemos a Modric y a Bellingham en la familia—comentó la madre mientras sonreía al ver la instantánea de sus hijos tomada de espaldas.
—Lo tuyo, ya sabes, los Reyes te han dejado un dinerito para que te compres lo que tú quieras.
—Gracias mamá. Ver a estos disfrutar de esta manera me emociona tanto, que sean tan pequeños y tan merengues…
—Vamos, todos a desayunar—ordenó el padre.
Se sentaron a la mesa y mientras daban buena cuenta del chocolate con churros y porras, su móvil sonó. Dejó el desayuno y salió de la cocina para poder atender la llamada con mayor privacidad.
—Buenos días y felices Reyes.
—¡Entrenador!, ¿qué ocurre?
—Siéntate y escucha bien. Te han convocado para jugar la final de la Copa de la Reina en el Bernabéu... ¿Estás ahí?
—Sí, sí. ¿A mí?, ¿yo, convocada?
— A ti… tú, convocada… Enhorabuena. Te llamará el entrenador del primer equipo para concretar los detalles.
—Gracias.
—Disfrútalo.
Como si fuera levitando por el suelo volvió a la cocina.
—Vamos hija, que se te enfrían los churros. ¿Quién era?
—No sé, papá, si Melchor, Gaspar o Baltasar.
La madre la miró sin comprender qué quería decir.
—Solo sé que me han dicho: Calienta, que sales.
Os presentamos uno de los cuentos finalistas de nuestro V Certamen de Cuentos Madridistas de Navidad. El ganador se dará a conocer mañana, día 24 de diciembre, a las 12 del mediodía.
—Abuelo, abuelo. ¿Me ayudas?
El anciano dirigió la vista hacia su nieto con ternura y se detuvo un instante en aquellos ojos relucientes y suplicantes. Ni que pudiera negarse a ellos. Le sonrió afablemente y asintió con la cabeza mientras lo acogía en sus brazos.
—Pues claro. ¿Cómo te ayudo? A ver…
El pequeño se escurrió de su abrazo y se dispuso delante de su abuelo, brazos en jarra y gesto hosco y preocupado en el rostro.
—Es que… —dijo deteniéndose como si le diera vergüenza acabar la frase—. No he escrito aún mi carta de Navidad.
—Podemos escribirla ahora si quieres —repuso tranquilamente su abuelo.
—¡Pero es que no sé qué pedir! ¡No sé qué quiero! ¡Tengo balones, videojuegos, auriculares, botas de fútbol, gafas de realidad aumentada…! ¿cómo voy a pedir algo si ya tengo lo que quiero?
Al abuelo casi le habría divertido lo alterado que estaba su nieto por tan trivial asunto si no fuera porque estaba contemplando a un niño de escasos 6 años al borde de un infarto.
—Puedes no pedir nada.
—¡Pero tengo que escribir la carta! —exclamó el pequeño, indignado como si su abuelo acabara de pronunciar una herejía.
—Ah, claro, claro. La carta —dijo fingiendo que se daba con la palma en la cabeza como si acabar de comprenderlo.
—No sé qué escribir —repitió el niño—. No sé qué pedir.
—No pasa nada, cielo —le dijo con su voz suave y tranquila—. Eso nos ha pasado a todos alguna vez.
Le dijo aquello con la seguridad del que sabe que un problema es menor cuando se trata de un problema compartido.
—¿En serio?, ¿a ti también? —preguntó con la sincera curiosidad propia de los infantes.
—Claro. Hay ocasiones en que uno no sabe lo que quiere porque no está pensando en lo que necesita para sí mismo sino para otras personas. Hace muchos años, tardé varios días en escribir mi carta por esto mismo. Había sido un año muy extraño…
—¿Te habías portado mal? —preguntó rápidamente el niño, nervioso.
—No menos que otros años —se sorprendió respondiendo de improviso su vetusto abuelo, que decidió cambiar rápidamente de tema—. Te puedo ayudar con la carta, si quieres.
Su nieto sonrió rápidamente:
—Creo que no hace falta. Me has dado una idea. Gracias, abuelo.
Y se marchó corriendo escaleras arriba, dejando a su abuelo ensimismado en sus pensamientos. Su mente comenzó a divagar en torno a los recuerdos referentes a aquel nefasto año que tan infaustas cicatrices y muescas había dejado en su corazón. De pronto, recordó algo y también él se dirigió a subir las escaleras, enfilando a continuación su despacho en el fondo del pasillo. Caminó sin prisa hacia su escritorio, abrió con llave el último cajón del mismo y se entretuvo sacando unos cuantos papeles hasta que encontró lo que buscaba. Una desgastada pieza de papel descolorida por el paso de los años y garabateada en bolígrafo de tinta azul con la que había sido su letra antes de que su mano hubiera ido perdiendo paulatinamente su antigua firmeza. Trató de rememorar sin éxito en qué momento la había escrito. Se dejó caer pesadamente en su butacón para leerla. Sonrió al leer las primeras líneas porque, efectivamente, recordaba que había sido un año muy extraño.
A la atención de los Reyes Magos:
La verdad es que no sé ni qué hago escribiendo estas palabras, pero estos últimos meses he hablado con gente muy variada y una de esas personas me ha recomendado esta chorrada como si fuera una especie de “terapia”. Que sea sincero con vosotros, aunque más bien se refiera a que sea sincero conmigo mismo. No sabría ni por dónde empezar si no fuera por la cantidad de frentes que se han abierto este año. Supongo que los sabréis bien. Los habréis leído. Todo el mundo los lee. O al menos lo que se escribe sobre ellos, aunque no haya ni media palabra cierta en lo que se escribe y se dice de mí.
No ha sido un año fácil. No es fácil cuando tras tantos años de trabajo, sacrificio y decisiones complicadas, alcanzas la que creías que era tu meta, una de las grandes ilusiones de tu vida y esta se acaba tornando en una pesadilla que amenaza con devorarte cada día. No es fácil cuando trabajas como siempre has hecho, cuando pones todo tu empeño y tu voluntad en que las cosas salgan bien y de repente estas no salen. Cuando lo que antes funcionaba ya no lo hace. Cuando lo que antes se resolvía con sencillez y naturalidad ahora desemboca en errores y frustración. No es fácil fallarse a uno mismo continuamente, pero aun así es mucho menos fácil que fallarle a los demás.
A todos aquellos que confían en ti a pesar de que tengas la sensación de que no dejas de defraudarles. Y lo peor es la condescendencia con la que todo el mundo te anima a pesar de los errores porque sabes que tras ella se esconde lo mucho que esperan de ti. Que es exactamente lo que yo espero de mí. A veces pienso que este año ha sido consecuencia de una maldición, un castigo por mis malas decisiones, por mis errores del pasado. Resulta curioso comprobar como lo que en su día parecía la decisión más adecuada, hoy, al echar la vista atrás, no puedes evitar valor como un error colosal.
Me siento como un astronauta que al volver a tierra tras haber tocado el cielo no puede quitarse el traje. Atrapado por aquello que me permitió alcanzar lo más alto pero no me deja volver. Así que si tengo que pedir algo, vosotros bien sabéis lo que es. Quiero que la nave despegue otra vez. Volver al sitio donde me sentí más vivo de nuevo y llegar más alto y lejos que antes. Quedarme en el lugar donde más brillan las estrellas. Yo seguiré trabajando para ello porque es lo único que puedo y sé hacer. A vosotros os dejo el resto.
—¿Es esa la carta que te costó escribir, abuelo?
Ni se había dado cuenta de que había dejado la puerta abierta y su nieto, que tampoco era de los que acostumbraban a llamar antes de entrar, se encontraba ya cruzando la misma dirigiéndose hacia él con su habitual curiosidad
—No, no, es una carta de amor de tu abuela.
—Ya, claro —dijo su nieto, que no se iba a dejar engañar tan fácilmente—. Déjame leerla.
—Tómala —dijo su abuelo entregándosela, sabiendo que no iba a poder leerla.
—No está en español —repuso casi al instante, indignado—. ¿Me la lees?
—¿Por qué?
—Por…¿favor? —aventuró el pequeño.
—Está bien —dijo, y acto seguido carraspeó un poco con la garganta—. Queridos reyes magos, este año me he portado muy bien…
—Déjalo, abuelo—se rindió el nieto. —Ayúdame a terminar la carta, por favor. No sé si los reyes van a entender a qué me refiero en la última parte…
Mientras le daba la mano para acompañarlo a su habitación, el niño se volvió hacia él.
—¿Te lo trajeron?
—¿El qué?—respondió el anciano, aunque creía saber a qué se refería su nieto.
—Lo que pediste ese año raro.
El hombre se detuvo en la puerta con él y, antes de apagar las luces, echó un último vistazo a la vitrina de lustrosos y relucientes trofeos que coronaba el fondo de su despacho. No los guardaba por vanidad ni por orgullo, sino más bien como un recordatorio de la vida de que el sufrimiento y los malos momentos siempre son finitos, de que aunque uno pueda pensar que está en un bucle de negatividad, siempre hay luz al final del camino y esta acaba por llegar; y, sobre todo, de que después de varias decisiones, por fin había acabado recalando en el lugar adecuado. Miró de nuevo a su nieto y Kylian sonrió.
Os presentamos uno de los cuentos finalistas de nuestro V Certamen de Cuentos Madridistas de Navidad. El ganador se dará a conocer mañana, día 24 de diciembre, a las 12 del mediodía.
Cecilio Santiago, el cabrero de la camiseta blanca, sabía que sus perros solo escarbaban en el corral cuando presentían malas noticias; por eso, cuando en aquella tarde de fin de año vio las acelgas mordisqueadas y el cantero de las escarolas pisoteado, se limó las uñas en la piedra de afilar, se lavó las manos con lejía y menta, y se pasó la Nochevieja en vela mirando al zaguán porque allí, en el suelo, había un frasquito de líquido dorado y la primera de las dos únicas cartas que iba a recibir en toda su vida.
La nota era de su novia, estaba escrita con los apremios de los que tienen un corrimiento de emociones, y sin tapujos y con el aplomo de lo irremediable, le decía que se había cansado de fregarlo con perborato para quitarle la peste a cabra, que le dolía la boca de masticar cilantro para que sus besos no le supieran a almizcle, y que, como quien se traga una arroba de polvorones de arena, la vida le había dado una sed tan fuerte que, para calmarla, se iba a beber los vientos del alquimista ambulante que se había instalado en la plaza por Navidad.
Desde mediados de diciembre, un italiano de acento musical y con modos propios de la sota de copas montó un laboratorio de bebedizos en el quiosco de música de la plaza. Aunque a la luz de unas guirnaldas lánguidas el genovés despertaba en las mujeres unas ganas irreprimibles de suspirar y una curiosidad asfixiante en los hombres que tenían problemas de alcoba, Cecilio no fue a verlo. Sin embargo, su novia le contó que había probado un brebaje de crisantemos y árnica que hacía que se te olvidaran los olores antiguos, que le había dado sorbos a una pócima con leche de higuera y rezos de clausura que te borraban los recuerdos de los amores rugosos, y que, solo por Navidad, el forastero guisaba una fórmula hecha con estramonio, polvo de oro y conjuros latinos que, aunque ella no lo había probado, hacía que los hombres chicos se llenaran por dentro de pasiones grandes.
Desde que se fue su novia, Cecilio Santiago estuvo meses chupando setas y masticando caracoles para que se le envenenara la sangre con algo que le distrajera la soledad, pero a pesar de comer lo mismo que sus cabras, no fue capaz de sentir otra cosa que la quemadura de los que pierden el rumbo. A Cecilio se le descompuso el futuro, se le vaciaron los calendarios y el mundo se le quedó tan liso, tan soso y tan ñoño, que la tarde que creyó que había vivido mucho menos tiempo del que llevaba vivo, se asustó tanto que decidió comprase una radio de bolsillo para que la sosera de los días no le acortara más la vida.
Pastoreando cabras con un orden gobernado solo por los ciclos solares, con el frasco dorado siempre en el zurrón y para huir de lo poco que le gustaban los escombros de su vida, Cecilio se fue aficionando a los programas de radio que hablaban de mundos lejanos. Poco a poco se le llenaron los huecos del pecho de distancias siderales, de nombres de galaxias, de estrellas fugaces, de cometas que pasaban una vez cada siglo y de cosas tan grandes que le ayudaban a hacer chicas sus miserias. Así aprendió que la Tierra, lo mismo que las emociones, estaba cosida al Sol sin hilos; y así aprendió que todo lo que veía y que parecía tan quieto como su propia vida, daba vueltas y vueltas para no caerse de bruces.
Después de meses, mientras los días se le hacían tan iguales que parecían consumirse de cinco en cinco, se dio cuenta de que lo que le rodeaba envejecía al ritmo de su falta de emociones. Por eso, porque le empezó a dar miedo el silencio del campo y porque siempre le andaban persiguiendo las sombras de los recuerdos, las tardes que suspendían los programas de viajes siderales por culpa del fútbol, por la necesidad de rellenar sus espacios vacíos y sin oposición alguna, se fue dejando vencer por un entusiasmo ajeno, contagioso y explosivo.
Aunque Cecilio nunca fue al cine para no hacerse cargo de las penas ajenas ni para vivir de entusiasmos prestados, por necesidad y para que la vida no se le escurriera por el colador de la insipidez, se dejó infectar por un veneno colectivo y aceptó como suyas las inquietudes de otros muchos. Fue así como se aficionó al fútbol, fue así como se hizo feligrés de un culto agridulce que le estiraba el tiempo, que lo levantaba del suelo, que le anudaba las tripas y que ,sin oposición alguna, le invadía el aire de los pulmones con un polizón tan grande, que aquellas tardes de gloria no solo se le pincharon en su calendario y se le tatuaron en los recuerdos, sino que le hicieron olvidarse de las escoceduras antiguas y le enseñaron que, lo mismo que el Sol con la Tierra, las ataduras más fuertes no se ven.
El fútbol se le fue metiendo en los rincones por donde solo cabía pasar lo más íntimo. Se le coló por debajo de las intenciones y, como una corriente de aire fresco, le fue apagando las velas viejas mientras le avivaba candelas nuevas. Aprendió que aquel sentimiento te dejaba acceder a un recinto mágico y distante sin llamar a ninguna puerta, y que una vez dentro, en cuanto repetías el conjuro, “halamadrid”, nadie te preguntaba por dónde habías entrado. Y de esta forma, como quien se envenena con setas que sabe tóxicas, queriendo atarse con las únicas cuerdas que lo hacían libre, fue cambiando los viajes estelares por otros que salían del andén de las emociones, las estrellas fugaces por otras tan ligeras como saetas, y la oscuridad de los agujeros negros por un universo vestido de blanco.
La primera vez que aquella pasión le llenó los calendarios de fechas imborrables, fue un día de finales de mayo del año catorce. Ese día se puso una camiseta blanca con el número cuatro pintado con Kanfort, se cosió un escudo de plástico en el pecho y se pasó el día masticando hinojos porque las cabras apestaban tanto a almizcle que intuía que aquel iba a ser un viaje al centro de las emociones. Y así fue, a esas horas de la noche en la que estaba empezando a rumiar la pérdida dolorosa de algo que nunca había sido suyo, a esa hora, le estallaron las pasiones de tal forma, que a pesar de que Cecilio nunca tuvo tierra ni para hacer un remolino, aquel cabezazo del minuto final se le hinchó tanto que lo hizo sentirse como si fuera el dueño del mundo.
En los años siguientes, Cecilio tuvo que lastrar su zurrón con piedras gordas porque aquella sensación de ingravidez lo había llenado de emociones tan pesadas que lo levantaban del suelo. Por entonces, como su mundo vacío se le llenó de almanaques con fechas troqueladas, y como quedó enredado en una maraña de hilos invisibles, la vida espinosa que heredó de su soledad, se le hizo redonda y suficiente de tanto ir y venir desde los cortinales al centro de la galaxia blanca. Pero una noche fría del cierre del año, cuando estaba convencido de que no se había inventado nada mejor que los goles para que los hombres chicos fueran dueños de pasiones grandes, esa noche de Navidad, se volvió a encontrar el corral minado por las escarbaduras de los perros y la segunda carta en el suelo del zaguán.
Para protegerse se puso la camiseta blanca, se acostó sin oír las campanadas de fin de año y esperó sin dormirse a que amaneciera para abrirla. La leyó al día siguiente en medio de una tierra que producía días tan iguales que dudó de cuántas veces había vivido aquello. Estaba escrita en un lenguaje que no entendía, allí y mientras miraba hacia un mundo repetido, le hablaban de calentamiento global, de emergencias climáticas y de efecto invernadero, y en el último párrafo y con letras más marcadas, le explicaban que, entre millones y por su modo de vida, había sido seleccionado para viajar a otro mundo, a otro planeta en un viaje futuro para salvar a la civilización.
Esa noche, cuando encerró las cabras, se volvió a lavar las manos con lejía y menta, se limó las uñas con la piedra de afilar, se puso la camiseta, se bebió de un trago el frasco dorado y esperó a que los vapores de las emociones se le expandieran. Cuando las pasiones se le hincharon hasta disimularle los miedos, salió a la puerta para hablar con los periodistas que llevaban toda la noche iluminando su calle con las guirnaldas de sus focos y de sus flases, les regaló una quincena de mantecados y, como si ellos fueran la conexión con los Magos de Oriente, les leyó una carta amable escrita con la letra de los que tienen algo empujándole desde dentro. Les dijo que había aprendido por la radio que las emociones son la única fórmula válida de inmortalidad, que los corazones se nos hacen de papel de fumar y se arrugan sin el peso de las pasiones, y que la memoria se escapa como los globos de feria si no se ata a un suelo firme. Les contó que le dijeran a los que capitaneaban el mundo que él no se iba, que se quedaba para siempre aquí porque solo sabía hacer viajes al centro de la galaxia blanca, y porque, según la radio, las comunicaciones son tan lentas después del cinturón de asteroides, que los goles del Madrid le iban a llegar con tanto retraso que, si algún día el mundo se viene abajo, él prefería caerse con todo el equipo, con su equipo.
Os presentamos uno de los cuentos finalistas de nuestro V Certamen de Cuentos Madridistas de Navidad. El ganador se dará a conocer mañana, día 24 de diciembre, a las 12 del mediodía.
Nos hicimos íntimos amigos en un pispás. ¿Es eso posible? Ya lo creo. ¿Acaso uno no puede enamorarse en una noche? Sólo se trata de que Cupido lance una flecha al aire y atine en la diana del corazón.
No en vano, los griegos, tan sabios ellos, distinguían entre Kronos —el mero transcurso del tiempo, anodino y lento— y Kairós —la intensidad del mismo, cuando en la vida de uno de repente acontecen cosas profundas e importantes—. Y esa fue mi sensación cuando conocí a Miguel Ángel.
—Llámame Lage.
Enseguida tuve el pálpito de que ese día iba a ser el comienzo de una gran amistad, como le dice Bogart a Claude Rains en "Casablanca". Contribuyó, para qué negarlo, compartir ideas, credos y colores. Une mucho ser merengue en territorio comanche donde los reveses del Real Madrid se festejan con un estrépito de petardos, bengalas y cohetes.
Miguel Ángel era todo un personaje y, como en la novela de Robert Louis Stevenson, "El Doctor Jekyll & Mister Hyde", albergaba una doble personalidad. Por las mañanas, al ponerse la bata blanca en el hospital, era el Doctor Cano, o sea, el circunspecto y eminente ginecólogo que trajo al mundo siete mil criaturas, entre ellas, a Alexia Putellas, para que —ay— le metiese goles a nuestras vikingas y, cuando se quitaba el uniforme de galeno, era simplemente Lage; sin ir más lejos, el gamberro que se hizo pasar por un oficial del ejército para que no lo retuvieran en un control policial en la AP-7.
—A sus órdenes —le dijo tras abrirle paso el incauto agente.
Todo porque llegaba tarde a ver un partido del Madrid por la tele.
Miguel Ángel tenía dos pasiones: una, la música de los cincuenta —saturaba mi móvil con vídeos de Chuck Berry, Buddy Holly, Ritchie Valens, Big Bopper o el gran Jerry Lee Lewis, "The Killer", uno de los pioneros del Rock & Roll que aporreando el piano rivalizó con el mismísimo Elvis Presley—, y la otra, el Real Madrid de las cinco Copas de Europa, al que amaba sobre todas las cosas.
La Navidad pasada, Lage y Pili, su encantadora esposa, una enfermera a la que conoció en el hospital, nos invitaron a Lola y a mí a su casa por Navidad.
¿Quién dijo que donde no hay sangre no hay morcilla? Más allá del parentesco y la consanguinidad, a "Los Lage" —como les llamábamos nosotros cariñosamente—, nos unía, entre otras muchas cosas, un vínculo sagrado: el Real Madrid. Por eso nos gustaba tanto reunirnos con ellos en Navidad.
Tras jubilarse ambos, se habían instalado en Calafell, en un piso frente al mar, alejados del trasiego de Barcelona, con Blanca, la hermana de Miguel Ángel. ¿Acaso podía llamarse de otro modo si era casi tan merengue como él? Nomen est omen, decían los latinos.
Lage añoraba las Navidades de antaño, cuando nos felicitábamos con christmas de Ferrándiz —no por WhatsApp— y cantábamos villancicos sacudiendo una pandereta. Por eso, lo primero que hizo en cuanto entramos en su casa, fue mostrarnos ufano su Belén, que se hallaba en un rincón del cuarto de estar, junto al abeto cubierto de espumillón.
—Pili me ha dejado muy poco espacio —protestó.
Y a continuación fue indicándonos con el dedo la estrella de purpurina que guiaba a los Reyes Magos; los patos surcando el río de papel de plata; las ovejas paciendo en el musgo; los pastorcillos con su zurrón en la espalda y, cómo no, el 'caganer', esa escatológica tradición de raigambre catalana.
En el portal se hallaba el niño Jesús, flanqueado por la Virgen María y San José, la mula y el buey y a su lado había una figurita de su idolatrado Alfredo Di Stéfano, vestido de corto, con un saco de harina donde ponía: ¡Hala Madrid!
Y es que su veneración por La Saeta Rubia rayaba en la patología. Tanto es así que llamó a sus hijos Alfredo y Estefanía. Y sobre la mesilla de noche tenía su biografía como si fuera su de libro de cabecera. Cuando un día se lo presentaron, él, que no se callaba ni debajo del agua, fue incapaz de articular palabra.
Lo cierto es que su piso era una suerte de consulado merengue donde ondeaba metafóricamente la bandera blanca y en la que nosotros gozábamos de asilo diplomático.
Fue precisamente ese día de Navidad, en su cuarto de estar, durante la sobremesa, mientras unos tibios rayos de sol atravesaban los ventanales y al fondo cabrilleaba el Mediterráneo, donde Lage, sujetando una taza de café humeante, me dijo:
—Cuando los culés me hablan con retintín de las Copas de Europa en blanco y negro del Madrid, siempre les respondo lo mismo: Yo vi una en color...la de la Fiorentina.
Y luego —mientras las mujeres charlaban sobre sus cosas en un aparte—, Miguel Ángel se arrellanó en el sillón de orejas y, con los ojos entornados, rememoró esa final de tal modo que a mí me pareció estar allí:
—Nosotros entonces vivíamos en Madrid, en la calle Lista. Yo tenía trece años. La final se jugó en Chamartín el 30 de mayo de 1957. Nunca olvidaré esa fecha. Festividad de San Fernando. En los días previos no se hablaba de otra cosa en la capital y al volver del cole yo devoraba el Marca. En principio, estaba previsto que el partido se disputase en horario nocturno, porque el club, una semana antes, había estrenado la iluminación eléctrica, pero la Fiorentina alegó que ellos no estaban acostumbrados a jugar con luz artificial. Así que al final el partido se disputó a las 5,30 de la tarde, con un sol de justicia. Era un jueves. Mi padre me fue a buscar al colegio en su Seat 1400 y aparcamos en los aledaños del estadio. En Madrid entonces apenas había tráfico. El partido generó una expectación inmensa y nadie quería perdérselo. Justo delante de nosotros presenciamos cómo un granuja se coló dando un puntapié en la espinilla al portero y luego subió los peldaños de la escalera de tres en tres hasta que se esfumó en los vomitorios confundido con el público. "¡Hijo de puta!" —bramó el portero cojeando—, "como te agarré, ay, ay, ay, te vas a enterar de lo que es bueno". Tras sentarnos en nuestros localidades, en el primer anfiteatro, contemplé boquiabierto el estadio repleto de gente. No cabía un alfiler. El Madrid había llegado a la final tras deshacerse del Manchester United, que contaba en sus filas con un jovencísimo Bobby Charlton —apenas tenía diecinueve años y todavía lucía flequillo—. Tiempo después, el mítico capitán de la selección inglesa, nombrado Sir por la Reina de Inglaterra, dijo de Alfredo Di Stefano que no había visto nada igual en su vida.
A continuación Lage hizo una pausa, se irguió en el sillón y con los ojos cerrados, haciendo alarde de su memoria de elefante, recitó la alineación del Madrid de carrerilla:
—Juanito Alonso; Torres, Marquitos, Lesmes; Muñoz, Zárraga; Kopa, Mateos, Di Stéfano, Rial y Gento.
—¡Caray! —exclamé yo alzando la copa de cava en señal de aprobación.
—Desde sus orígenes —continuó Lage envanecido—, la Fiore fue un club exquisito y señorial, fundado por un puñado de aristócratas, como no podía ser de otro modo tratándose de la capital de la Toscana,
la cuna del Renacimiento, donde Stendhal, deslumbrado ante tanta belleza, perdió el conocimiento. ¿Has estado en Florencia?
—No —contesté lacónicamente.
—Pues ya tardas. La ciudad es un museo al aire libre, donde se respira arte y sensibilidad. Allí vivieron, protegidos por los Medicis, nada menos que Miguel Ángel, Rafael, Leonardo, Brunelleschi, Botticelli... Y, en lo que concierne a nosotros, los viejos del lugar todavía recuerdan esa memorable final de Copa de Europa contra el Real Madrid. La única que han disputado en su historia.
Luego Lage apuró su taza de café y prosiguió la narración:
—Ellos tenían un equipazo. Solo habían perdido un partido en el campeonato, el último, cuando ya estaba decidido el Scudetto. En parte, gracias a su defensa granítica, la zaga de la escuadra azurra: Magnini, Orzan, Cerrato y Scaramucci. El cerebro del equipo era Guido Gratton. Y contaban también con un argentino peligrosísimo, Miguel Angel Montuori, natural de Rosario, de rasgos indios, al que apodaban "Michelangelo", en honor a Michelangelo Buonarroti. Aunque el más temible de todos era Julinho, un extremo brasileño centelleante que trajo a mal traer a Lesmes y acabó sentando en el banquillo de la canarinha al mismísimo Garrincha.
A renglón seguido, Lage esbozó una sonrisa maliciosa y dijo con arrogancia:
—El uniforme de la Fiorentina era de color púrpura. Por si aún no se han enterado los que vieron el partido en blanco y negro. Y la historia de la camiseta no deja de ser curiosa. Originariamente era mitad blanca y mitad roja, pero antes de jugar un partido contra la Roma, en el año 29, se destiñeron al lavarlas en el río Arno. Y así se quedaron para siempre: moradas. Aunque habitualmente llevaban la flor de lis en el pecho, para tan solemne ocasión lucieron en el escudo los colores de la bandera de Italia: rojo, verde y blanco.
—Si que estás puesto... —murmuré yo con admiración, hundido en el sofá.
—Aunque el Madrid era el favorito —continuó Lage abstraído—, los italianos plantaron cara. La Fiorentina se cerró muy bien atrás, con una defensa ordenada. Por algo le llamaban el "Muro viola". El primer tiempo concluyó con empate a cero. Y en el descanso había un runrún de zozobra y preocupación.
No quise interrumpir a Miguel Ángel porque se estaba poniendo estupendo —como le dice don Latino a Max Estrella en "Luces de bohemia"—, pero en ese instante recordé haber escuchado a mi primo Antonio Escohotado —él también estuvo presente esa soleada tarde en Chamartín, acompañado por su padre, mi tío Román, entonces director de Radio Nacional de España—, que el fantasma del "Maracanazo" planeó sobre las gradas.
—Cuando el canguelo iba apoderándose de todos nosotros —prosiguió Miguel Ángel—, en el tramo final del partido, Kopa le envió un balón al hueco a "Fifirichi" Mateos, que fue zancadilleado por un defensor italiano. El estadio fue un clamor: ¡Penalty! Yo no quise ni mirar. Me tapé la cara con las manos y a través de los intersticios de los dedos vi el obús de Di Stefano estrellándose contra las redes. ¡Goool!
Y cinco minutos después, uf, se desató la locura cuando de nuevo Kopa lanzó un balón al espacio para que Gento, La Galerna del Cantábrico, tras una galopada batiera al guardameta italiano Giuliano Sartri picando el balón. Fue la puntilla. Entonces yo abracé a mi padre como un poseso, como nunca antes lo había abrazado.
En ese momento Lage ahogó un sollozo, tragó saliva y tras reponerse continuó hablando con los ojos enrojecidos:
—En los últimos minutos, los italianos todavía dieron algún zarpazo, hasta que el árbitro holandés Horn pitó el final y el campo estalló de júbilo. Sólo entonces respiramos aliviados. Tras sonar el himno nacional, Franco entregó la Copa en el palco al capitán, Miguel Muñoz. Y a continuación los jugadores dieron la vuelta de honor al estadio con el trofeo, en medio del delirio, mientras flameaban los pañuelos en las gradas. En blanco y negro, dicen...De eso nada. ¡Yo la vi en color!
Luego Miguel Angel se incorporó cachazudamente y señalando la figurita de La Saeta Rubia que había en el Belén, añadió:
—Por cierto, ese año a don Alfredo Di Stéfano Laulhé le dieron el Balón de Oro...
Estaba anocheciendo y salimos todos al balcón donde soplaba una brisa húmeda y, acodados en la barandilla, contemplamos el Paseo Marítimo de Calafell con las farolas y las palmeras adornadas con guirnaldas navideñas y las terrazas abarrotadas de gente. Al fondo se oía el fragor del mar y la luna flotaba alta en un cielo tachonado de estrellas.
Luego nos despedimos en el rellano de la escalera, emplazándonos para ver juntos el próximo partido de octavos de final de la Champions League frente al Leipzig.
Pero no pudo ser.
La parca ya blandía su guadaña sobre el bueno de Miguel Ángel y pocos días después le diagnosticaron un linfoma.
Los médicos son malos pacientes y él se resistió a que lo viésemos así.
Decidió vivir su enfermedad intramuros, probablemente porque quiso que lo recordáramos siempre como el ser bienhumorado y guasón que fue, con su vis cómica y su vena iconoclasta, con su vocación irredenta de payaso, porque como él más disfrutaba —además de ayudando a las parturientas a traer criaturas a este mundo, del que ya se ha despedido— era haciendo reír a sus seres queridos.
El pasado 15 de noviembre la llama de su vida se apagó definitivamente.
"Su adiós nos deja un agujero enorme —dijo su hijo Alfredo en el tanatorio de Barcelona, en medio de un silencio espeso, sólo roto por los hipidos de su legión de amigos—, un cráter de dimensiones lunares que poco a poco trataremos de llenar con tus recuerdos".
Di que sí, mi dilecto amigo Lage, tú la viste en color, a todo color...
Os presentamos uno de los cuentos finalistas de nuestro V Certamen de Cuentos Madridistas de Navidad. El ganador se dará a conocer mañana, día 24 de diciembre, a las 12 del mediodía.
Por el camino que llevaba a Belén, hace más de dos milenios, llegaba un grupo de tres magos venidos de oriente. Viajaban subidos a imponentes dromedarios. Los acompañaba un séquito de decenas de pajes que a su vez tiraban de caballos cargados con riquezas y presentes.
Su destino era tan misterioso como incierto. Hacía meses habían decidido seguir la trayectoria de una estrella nunca vista en los parajes que habitaban, allá por el lejano oriente. Si sus cálculos e interpretaciones de textos no les engañaban, aquel maravilloso astro los llevaría hasta el Salvador de los hombres, que habría de nacer en los próximos días.
Sus nombres eran los de Melchor, Gaspar y Baltasar. El trayecto no era sencillo, pues debían atravesar tanto escarpados acantilados como hostiles desiertos. Fueron muchas las ciudades visitadas. Y muchos los avatares vividos. El más trascendente les sucedió al poco de iniciar el camino, a su paso por la ciudad de Persépolis. Allí, mientras atravesaban uno de los poblados situados en las afueras de la urbe, con el objeto de buscar un sitio en el que reposar y extender su campamento, observaron a un joven sirviente que desesperado pedía ayuda para su amado señor. Al parecer, adolecía de unas fuertes molestias intestinales que le mantenían postrado en la cama sin poder erguirse en pie, al tiempo que suplicaba por su propia vida. Los magos le visitaron y pudieron sanarle rápidamente proporcionándole unas infusiones de anís estrellado. Afortunadamente habían parado a recoger la medicina por el camino, pues se trataba de unas hierbas muy preciadas por su escasez y eficacia.
El noble, agradecido, les dijo que le pidieran cuanto quisieran. Ellos adujeron que con la sabiduría no debería comerciarse, más aún si se trataba de sanar a un prójimo. Aun así, el recién sanado paciente entró en su casa y salió portando una extraña tela de color blanco inmaculado. Se lo dio a uno de los pajes y les dijo que, como último favor, aceptaran ese presente. Se trataba de su riqueza más preciada. No por su tamaño ni por su contenido en alhajas. Su valor se encontraba en lo extraño de su origen.
El hombre les comentó que una mañana de niebla, mientras repartía forraje a su ganado, encontró entre las ramas de un olivo esta especie de camisa blanca con extraños caracteres de color azul oscuro. Se trataba de un tejido jamás visto por él antes. Con una elasticidad y una capacidad de repeler la humedad también asombrosa. Melchor, por mucho el más sabio y anciano de todos, extrañado por lo que aquel individuo les contaba, agarró la tela y la observó con detenimiento. Tras unos eternos segundos, comprobó que, efectivamente, se trataba de algo excepcional. Su conocimiento de la lengua latina le permitió leer varios nombres que aparecían en aquella especie de malla. Dicho origen latino de los caracteres no le hizo sino generar aún más dudas sobre su procedencia.
En el reverso de la prenda aparecía la palaba Bellingham, que a todas luces parecía un vocablo de las tribus sajonas, afincadas al norte de Europa. Si bien, también pudo interpretar la palabra Emirates que se asemejaba al nombre que los reyes recibían por las tierras en las que ahora se adentraban. Por si fuera poco, otra inscripción de Adidas acompañado de Made in Vietnam le hacía suponer que se refería a una de las geografías cercanas a las de su misma procedencia oriental. La presencia de un arábigo número cinco no hacía otra cosa que complicar aún más la deducción de su origen. Por si fuera poco, un escudo, que se situaría a la altura del corazón, mostraba una heráldica desconocida por completo para él. Si bien, al ir acompañado de una corona, le hacía suponer que pertenecía a alguien de suma relevancia, allá de donde quisiera que viniera.
¿Qué clase de objeto era aquel? Recientemente, otro sabio aún más erudito que él, mientras departían, le había hablado de unos objetos que en diferentes puntos del plano terráqueo habían aparecido sin explicación alguna y con una característica común: todos parecían venir de otra dimensión, pues el lugar y el momento de su presencia no se correspondían con su verdadera naturaleza. Eran, en definitiva, objetos fuera de su tiempo. Como aquel. Finalmente, los reyes, ante lo magnífico del hallazgo, decidieron aceptarlo. Después reemprendieron su marcha.
Tras largos días de travesía, con el astro que les guiaba cada vez más crecido, llegaron a un valle al que extrañamente la nieve había cubierto. Les sorprendió el bullicio existente. Se escuchaban campanas, procedentes de la ciudad más cercana, Belén. Varios grupos de pastores desfilaban cargados de ofrendas siguiendo a un joven que tocaba un tambor. Preguntaron a unos niños que jugaban pateando una piedra sobre el destino de todas aquellas gentes y comprobaron que se dirigían a conocer al mismo nuevo mesías que ellos buscaban. La presencia de un ser humano alado en lo alto de un árbol ya sin hojas les ayudó a cerciorarse de que estaban llegando al lugar correcto.
Atravesaron un pequeño puente que cruzaba un río lleno de peces que, buscando alimento, asomaban de forma indiscreta su boca al paso de la comitiva. Muchos de ellos eran presa de los pescadores que, situados en la orilla, trataban de capturar su cena.
Finalmente, allí se hallaba. Frente a un pequeño portal, que hacía a su vez de establo, se apostaban muchos de los habitantes de Belén. Algunos en posición de adoración. Aquella imagen captó por completo la atención de sus majestades y les hizo abstraerse de la realidad. Sin embargo, un sobresalto les hizo mirar hacia otro lado. La presencia entre los arbustos de lo que aparentaba ser una figura humana agazapada les suscitó algo de miedo. Portaba extraños ropajes de colores azul y grana, nada habituales en aquella zona. Aquello les hizo sospechar que se trataba de un ratero proveniente de tierras fenicias, que pretendía, junto a otros malhechores, asaltarles para arrebatarles las riquezas que portaban. Los pajes más fornidos y de mayor confianza que viajaban en cabeza, Aurélien y Eduardo, incluso llegaron a empuñar con fuerza su lanza en posición de ataque. Sin embargo, la tranquilidad les embargó de nuevo una vez que comprobaron que se trataba de un pastor más que, simplemente, estaba haciendo de vientre.
Superado aquel sobresalto, que incluso hizo escapar una enorme carcajada a Baltasar, llegaron frente al portal. La masa de gente se movió ordenadamente hacia los lados del establo ante lo imponente de la comitiva. Los tres reyes se apearon de sus dromedarios y se dispusieron en fila delante del portal. Pudieron ver a un niño recién nacido acostado en un pesebre lleno de pajas. Una joven madre con aspecto de haber sufrido duros avatares en los últimos días miraba orgullosa y tiernamente a su hijo. El padre, fuerte y esbelto, acompañaba de pie a ambos con un rictus que denotaba la incertidumbre sobre su nueva situación y la preocupación por el futuro que le depararía a aquel recién nacido. Ojalá pudiera vivir una vida tranquila.
Sin más, procedieron a ofrecerle los regalos que tan magna figura se merecía. El principal, un cofre lleno de piezas de oro, pues un futuro rey debía poseer riquezas. Acto seguido, con la funda en la que venía el cofre, improvisaron un zurrón que llenaron de mirra e incienso, que ayudaría a la nueva familia a combatir los olores propios que emanaban de aquella cuadra. Este último presente serviría además como recuerdo del camino que sus majestades habían recorrido, ya conocido entonces como la Ruta del Incienso.
Tras una reverencia final, se despidieron. Mas a Gaspar le quedaba aún una cosa por hacer. No pudo evitar percatarse de un suave llanto por parte del niño, que ya sabían que portaría el nombre de Jesús. Además, un leve amoratamiento de las piernas y brazos del recién nacido denotaban que, a pesar de la lumbre y la presencia cercana de los animales, la criatura estaba pasando frio. Sin dudar un momento, se acercó a Melchor y le pidió aquel extraño paño que el hombre al que habían sanado en Persépolis les había regalado. El más anciano de los reyes no lo dudó. Tan magno objeto no podría tener mejor dueño que el que los astros señalaban como futro rey de los judíos. Así que se lo entregó a Gaspar y este procedió a arrullar al recién nacido con aquella prenda sin mediar más palabra. El niño, reconfortado, abandonó la queja y súbitamente se sumió en el más plácido de los sueños. Todos sonrieron.
Y así, sus majestades los Reyes de Oriente emprendieron su regreso a casa para seguir profundizando en su sabiduría y contar a todo aquel con el que se cruzasen que habían conocido y adorado al niño que cambiaría la historia de la humanidad. Un niño que dormía en paz, envuelto una malla de color blanco. Un color que, desde aquel día y para el resto de los siglos, gracias a aquella prenda, sería símbolo de la pureza y la divinidad.
Por la presente queda convocado el V Certamen de Cuentos Madridistas de Navidad de La Galerna con arreglo a las siguientes BASES:
1. Los cuentos participantes tendrán por doble temática la Navidad y el Real Madrid y/o el madridismo, no necesariamente en este orden.
2. La extensión de los cuentos será de un mínimo de 500 palabras y un máximo de 2.500.
3. El plazo de entrega se abre el 9 de diciembre de 2024 a las 11 de la mañana y se cierra el 23 de diciembre del mismo año a la misma hora.
4. Los relatos participantes se enviarán al correo madridaxis@gmail.com, indicándose en el apartado Asunto las palabras "Certamen de Cuentos".
5. La dotación del premio consiste en una invitación doble para asistir a la Gala de Premios La Galerna de 2025. Asimismo, el cuento ganador se publicará en lagalerna.com el 24 de diciembre de 2024.
6. La Galerna se reserva el derecho de publicar con anterioridad a dicho momento, y con posterioridad al cierre del plazo de presentación, cualesquiera otras obras presentadas que considere del interés de sus lectores.
7. El premio podrá declararse desierto.
8. Cada participante podrá presentar un solo cuento al Certamen.