El mejor regalo para Alfonso
Alfonso observaba la lista de nombres sobre la mesa de la cocina con una mezcla de afecto y agotamiento. La Navidad se había convertido, a fuerza de anuncios ruidosos y luces de neón, en un inventario de objetos. Un perfume para su hermana, la última consola para su sobrino, una corbata de seda para su padre, una esponjosa bata de baño para su madre, incluso su tía política, desde Cataluña, se había colado en la lista con un lujoso pack de Aloe Vera. Mientras tachaba nombres, sintió un vacío extraño. Estaba cansado de lo efímero, de las cajas que se abren con prisa y se olvidan en el fondo de un armario antes de que terminen los brindis de enero. Estaba un poco al borde del consumismo y del corto placismo.
Se detuvo un momento y, por puro juego intelectual, se preguntó: ¿y él? ¿qué querría él? Definitivamente no quería nada que tuviera precio. Quería algo intangible. Una experiencia, algo que no se pudiera envolver.
Ese algo debía ser realmente especial. Quería algo eterno, una constante que lo acompañara desde el primer café de la mañana hasta el último suspiro de la vejez. Un maestro que le enseñara a sufrir sin desmoronarse y a reír sin soberbia. Anhelaba una escuela de valores donde la lealtad no fuera una palabra hueca, sino un código de honor; un lugar donde aprender a gestionar la ansiedad de la espera y la explosión de la catarsis. Buscaba, en definitiva, un ancla para el alma.
Miró el reloj. Faltaban pocos minutos. Dejó la pluma, apagó la luz del comedor y encendió el televisor.
Una vista aérea del Bernabeu fue lo primero que apareció en la transmisión. Impresionante estructura llena de historia hecha e historia por hacer, iluminada de manera perfecta y dejando claro su majestuosidad al ver los diminutos asistentes deambulando por sus alrededores, ya prestos a entrar. Alfonso sonrió ligeramente al ver a los relatores afuera del estadio, recordaba dulcemente una medida tomada por el club con respecto a algunos medios de comunicación. La pantalla se iluminó con el verde impecable del césped. En ese instante, el consumismo de la tarde se disolvió. La cámara enfocó a la grada: un padre le ajustaba la bufanda a su hija pequeña, cuyos ojos reflejaban por primera vez el brillo de los focos; al otro lado, un grupo de aficionados del flanco sur ondeaban sus banderas blancas mientras cantaban sin cesar, mas allá un anciano de manos nudosas lloraba en silencio, acariciando el asiento como quien toca un altar, cumpliendo el sueño de una vida entera de radio y nostalgia, a su lado, su hijo daba muestras de infinita felicidad. Alfonso sintió un nudo en la garganta. Ahí estaba la parte humana, la cadena invisible que une a los que ya no están con los que acaban de llegar.
Luego, el plano cambió al palco, donde un hombre de ademanes sobrios y mirada visionaria vigilaba su obra con la calma de quien sabe que el tiempo siempre le da la razón.
Empezó el partido. No hacían falta nombres. Vió a un extremo izquierdo, eléctrico y desafiante, bailar sobre la cal con la alegría de quien juega en el patio de su casa, convirtiendo cada regate en un acto de rebeldía contra el pesimismo. En el centro del campo, un correcaminos incombustible, un espigado de zancada infinita, se multiplicaba en cada rincón, recordándole a Alfonso que el talento sin esfuerzo es solo un adorno. Bajo los palos, un gigante, una torre inexpugnable que parecía detener el tiempo con sus manos, transmitía la paz de quien sabe que, mientras él esté allí, nada malo puede pasar. También corría un moreno impertérrito, ocupaba gran parte del engramado, estaba en todos lados, músculo y sutileza mental en proporción perfecta. Un cerebro con patas, enjuto, pequeño, pero cuyos pases milimétricos deleitaban al universo. El ariete parecía que tenía pegamento en los pies, su velocidad con el balón nunca se había visto en el Bernabéu; cada pelota que tocaba era una oportunidad para tomar aire y gritar gol hasta quedar ronco.
El juego fluía como una sinfonía de tensiones. Alfonso sufrió cuando el balón rozó el poste y gritó cuando la red se estremeció tras una jugada colectiva que parecía coreografiada por el destino. Percibió la impotencia de los jugadores merengues con algunas decisiones arbitrales y vio como seguian bregando en el campo con mucha resiliencia. También vio al director técnico dar indicaciones con vehemencia y celebrar los goles con mucha efusividad. Alfonso sintió esa ansiedad punzante que solo conocen quienes han visto remontadas imposibles, esa fe ciega que dicta que, en el Barnabeu, el último minuto nunca es el último.
Al terminar el encuentro, el resultado era lo de menos. Los jugadores se abrazaban, el público cantaba y Alfonso, en la penumbra de su salón, se quedó mirando los créditos en silencio mientras se oía el himno de la décima.
Miró de nuevo la lista de regalos sobre la mesa. Sonrió con una claridad nueva. Ya no sentía envidia por los paquetes que llegarían el día 25. Comprendió que el regalo perfecto, el que buscaba con tanto anhelo, ya lo había recibido hacía muchos años, quizás en el regazo de su abuelo o en una tarde de radio bajo las sábanas.
Tenía un maestro que le enseñaba que rendirse no es una opción. Tenía una patria sin fronteras. Tenía una emoción que no caduca y un sentido de pertenencia que lo elevaba por encima de lo material. Se sintió fuerte, se sintió honesto y pleno. Se levantó del sofá y se tomó una sopa caliente antes de irse a dormir, supo que no necesitaba pensar nada más.
El regalo perfecto, simplemente, es ser del Real Madrid.
Imágenes Gemini












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