Las mejores firmas madridistas del planeta

Os presentamos uno de los cuentos finalistas de nuestro IV Certamen de Cuentos Madridistas de Navidad. El ganador se dará a conocer mañana, día 24 de diciembre, a primera hora de la mañana.

 

Era la primera navidad que Rodrigo y su familia pasaban fuera de casa. Al menos que él recordara. Aunque con escasos siete años tampoco es que recordara muchas. A pesar de que se encontraba cansado casi todo el tiempo y que sus padres no estaban del todo felices, a Rodrigo le gustaba el ambiente de aquel sitio: le traían la comida todos los días, la gente era muy simpática con él y su hermano y, lo más importante de todo, en aquel recinto imperaba el color blanco, su color favorito, el color de su alma, de su corazón y de su equipo de fútbol. Era cierto que no era su casa ni un lugar de vacaciones, pero también que uno no podía estar triste cuando había recibido la noticia que había recibido Rodrigo unos días antes.

—¿Cómo que no vamos a tener regalos de navidad el día 25? —Habían exclamado Rodrigo y su hermano Alonso casi a la vez con indignación ante las palabras de su padre.

—¡Pero si me he portado mucho mejor que el año pasado! ¡Mira mis notas! —había gritado más que dicho Alonso mientras las rebuscaba en su mochila con avidez.

Su padre sonrió ante la reacción de sus hijos, que no le habían dejado ni terminar la frase, y levantó una mano para continuar. Cuando su padre levantaba una mano había que guardar silencio. Era eso o irte al dormitorio castigado hasta a saber cuándo. Aunque en ese lugar no había otro sitio al que ir, los dos hermanos se callaron. Y entonces su padre les explicó: ese año iban a recibir sus regalos el 26 porque ese día iban a recibir una visita muy especial. Algunos jugadores del Real Madrid iban a venir a pasar un tiempo con ellos, entre ellos Rodrygo, el ídolo de su casi tocayo. Rodrigo y Alonso habían saltado abrazados juntos, celebrando aquello más que un gol en Champions, olvidándose por completo del resto de regalos que pudieran haber pedido.

Rodrygo

Desde que su padre les había dado esa sorpresa, Rodrigo no hacía otra cosa que pensar en el encuentro con su ídolo. Le hablaba a todo el mundo dispuesto a escucharle de su “regalo” navideño, al chico que le traía la comida, al chico que venían a sacarle sangre, al payaso con bata que le preguntaba todos los días cómo se encontraba… Que todos vistieran de blanco facilitaba la conversación. Era como si estuviera rodeado de madridistas.

Rodrygo era el jugador que había despertado en Rodrigo su madridismo o, más bien, el verdadero significado del madridismo. Era el jugador que le había enseñado realmente lo que significaba el club vikingo. No es que Rodrigo no fuera madridista desde que nació, pues su padre bien se había encargado de ello; pero hasta su epifanía el pequeño no había hecho otra cosa que ponerse la elástica blanca antes de cada encuentro y celebrar los goles del Madrid cuando correspondía. Como si fuera un simple ritual. Pero el madridismo no iba de simples rituales y eso Rodrigo lo aprendió en los choques contra el Chelsea y el City. Habían visto esos partidos el primero en el Bernabéu y el segundo en casa de los abuelos con toda la familia y varios amigos. Ya el ambiente de ambos días hacía intuir a Rodrigo que no estaba viendo unos partidos cualquiera, pero la explosión de felicidad que desataron los goles de Rodrygo no tenía nada que ver con la cotidianidad de los partidos del Madrid. Los abrazos de su padre y su hermano, la alegría desaforada de la gente, el rugido del Bernabéu, la rabia contenida y por fin desatada de la afición…

Siempre animamos al equipo

No, definitivamente aquello era otro rollo. Otro rollo al que se sentía muy afortunado de pertenecer. Si el Madrid podía despertar en la gente sentimientos tan indescriptiblemente inmensos, puros y hermosos, ¿cómo no animar hasta morir a aquel club?

El día de navidad seguramente fue el día más largo de la vida de Rodrigo, que por mucho que intentó seguir el consejo de su padre de entretenerse para quemar rápido el tiempo, no podía parar de mirar la hora con la esperanza de que el reloj le mostrara que el día estaba llegando a su fin. Jugó a videojuegos, vio varios vídeos de highlights de jugadores del Madrid y antiguos partidos de cuando el Madrid tenía 6, 7 u 8 Champions, echó un vistazo a las redes sociales de los jugadores, alzó la vista al reloj y… Nada. La una de la tarde aún. Era como esperar el pitido final de un partido sufrido y aquel tardó en llegar por lo menos 30 horas, según concebía Rodrigo el tiempo aquel día.

Tampoco es que hubiera mucha diferencia cuando por fin se acostó, pues pasó de contar los segundos durante el día a hacer lo propio de noche, sin que los nervios le permitieran conciliar el sueño hasta que, no alcanzó a ver a qué hora de la madrugada, finalmente el cansancio se impuso y le acabó por cerrar los párpados.

Cuando abrió los ojos, comprobó con estupor que eran casi las doce de la mañana. Su padre le sonreía desde el fondo de la habitación.

—No me habré perdido la visita, ¿no? —preguntó Rodrigo aterrado, casi pegando un bote de la cama, pese a lo exhausto que se encontraba.

—Buenos días, hijo —le dijo su padre, recordándole que lo primero era lo primero.

—Buenos días, perdón —respondió levemente avergonzado.

—No te has perdido nada, tranquilo —dijo su padre, con su sonrisa de siempre —. Vienen más tarde. Mientras tanto, ¿por qué no vas abriendo tus regalos?

Rodrigo dirigió la vista hacia los paquetes y enfiló hacia ellos cuando reparó en su hermano mayor. No había ni rastro de la voluminosa mata de pelo rubio que tanto le hacía destacar allá donde fuera.

—¿Y tu pelo? —Le inquirió Rodrigo, casi avergonzado por sentirse la causa del cambio de look de su hermano.

—Es para que nos lo dejemos crecer a la vez cuando… ya sabes. —Dijo mientras Rodrigo sentía de repente una oleada de algo que no sabía si describir exactamente como gratitud, amor fraternal o una mezcla de ambos—. Además, forma parte de tu regalo. Es ese, ábrelo.

A pesar de que sentía su cuerpo con pocas fuerzas, abrió el paquete con rapidez, arrancando el papel a tirones para encontrarse con unas prendas de tela que en un principio le dejaron descolocado.

—¿Qué es esto…? —preguntó justo un segundo antes de reconocer la ropa. Era el traje de un superhéroe.

—¿Recuerdas la serie que vimos? Ese superhéroe que vencía a todos los bichos malos…

—De un puñetazo —concluyó Rodrigo. La recordaba muy bien y hasta creía entender el regalo que le estaba haciendo su hermano. El superhéroe de esa serie parecía ser un simple chaval calvo y enclenque del que nadie esperaba nada, pero que guardaba un poder invencible en su interior que le hacía el ser más poderoso del universo. Su hermano siempre bromeaba con que Saitama, así se llamaba el superhéroe, era el Real Madrid de los superhéroes cuando comenzaba la Champions y los favoritos siempre eran otros equipos.

Saitama

—Para que cuando te enfrentes a tu bicho también lo revientes de un puñetazo —explicó Alonso justo antes de que su hermano se abalanzara hacia él aprisionándolo en un abrazo.

No solían mencionar a su “bicho” delante de sus padres porque era un tema que enrarecía el ambiente y entristecía a todos, especialmente a su madre. Precisamente su madre le estaba mirando en ese momento, con esa sonrisa triste que solía vestir desde que los hospitales empezaron a formar parte de su vida.

—Ahora abre el nuestro, cariño —dijo señalándole un paquete bastante grande, mientras Rodrygo terminaba de ponerse aquella capa tan fea de superhéroe.

Casi tardó menos en romperlo que el anterior. Dentro había dos cajas: una pequeñita y una de algo más de medio metro de altura. En la primera había una medalla dorada como las que recibían los jugadores que ganaban una Champions y en la segunda había…¡una copa de la Champions League!

—¡WOW! ¿Y esto? —Exclamó, emocionado.

—Bueno, eres un campeón, ¿no? —Se limitó a explicar su padre, como si no hiciera falta más.

—Además, vas a ver a algunos campeones hoy. Así podréis haceros la foto que os merecéis juntos. —Apuntó su madre con su sonrisa de ojos tristes.

La verdad era que aquellos regalos lo habían emocionado tanto que casi se había olvidado de la visita. Y quizás le vino bien porque a saber lo que habría hecho al ver a su ídolo entrar por la puerta si no hubiese estado tan relajado y feliz como había quedado tras abrir sus regalos. En lugar de eso, la recepción fue tranquila. De alguna extraña manera, fue como si se tratara de una visita de unos viejos amigos.

Por la puerta fueron entrando Rüdiger, Tchouaméni, Carvajal, Nacho y… ¡Rodrygo! No podía creer que estuviera saludando como si nada a aquellos jugadores cuando vio que también entraban algunos jugadores del Atlético de Madrid: Koke, Saúl y Llorente. Miró a su padre de soslayo y este le devolvió la mirada con esa sonrisa suya multiusos que en esa ocasión significaba advertencia. “Siempre hay que respetar a los rivales” —le había enseñado desde muy pequeño—. “Dentro del campo dándolo todo y fuera de él dando la mano, haya pasado lo que haya pasado dentro.” Saludó con la mejor educación posible a los tres, aunque finalmente no pudo resistirse y preguntó por lo bajo a Marcos Llorente:

—Sigues siendo madridista, ¿verdad?

Marcos sonrió con ganas, se llevó el dedo índice a los labios y le guiñó el ojo en un gesto de complicidad.

Los tres del Atleti fueron los primeros en irse, pero los jugadores del Madrid se quedaron algo más de tiempo, mostrando una amabilidad y paciencia infinita a la hora de realizarse diferentes fotos con la familia, posando con la Copa de Europa recién adquirida por Rodrigo. Tchouaméni incluso bromeó con llevársela a casa alegando que él todavía no tenía ninguna. A Rodrigo le sorprendía ver lo cercanos que eran todos. Era casi como si estuviera en el campo de fútbol con ellos, como si fueran compañeros de equipo. Incluso Rüdiger, que daba mucho menos miedo en persona que en la tele.

Además, lo que más le gustó a Rodrigo fue que ninguno de ellos le trataba como solían hacerlo el resto de personas, siempre con esa actitud piadosa. Rodrigo estaba acostumbrado a ser una persona animada y que animaba a los demás, a sus amigos o compañeros de clase y equipo, de modo que generar sentimientos negativos en los demás era algo que le ponía enfermo. Por eso le encantó ver que ninguno de sus invitados dejaba de sonreír en toda la visita.

Cuando parecía que ya se iban a ir, Nacho sacó una camiseta del Real Madrid con el 11 de Rodrigo a la espalda y le explicó que la habían firmado todos los jugadores de la plantilla. Mientras sus padres le agradecían el gesto, Rodrigo pudo acercarse un poco a su ídolo y contarle lo mucho que le admiraba y las infinitas veces que había visto sus goles repetidos. Incluso le mostró un vídeo en el que su hermano y él reaccionaban a su doblete ante el Manchester City.

Rodrygo City

—¿Tú también juegas? —le preguntó el delantero brasileño.

—¿Tanto se me nota?

Aquello le sacó una carcajada auténtica a su ídolo, que se repuso enseguida y contestó:

—A los buenos se nos nota siempre, sí —dijo con su acento brasileño—. ¿De qué juegas?

—De delantero, claro, como tú. Llevaba 15 goles la temporada pasada. Hasta que… tuve que parar.

Pensó que Rodrygo se iba incomodar por poner una nota triste en la conversación, pero en lugar de eso, le preguntó:

—¿Y cómo celebras los goles?

—No lo sé. A veces así y a veces asá. Aunque… —continuó tras meditar un instante— cuando marque el próximo lo celebraré así —dijo lanzando un puñetazo al aire como si fuera el superhéroe de aquella serie.

—A ver, ¿cómo?, ¿me enseñas a hacerlo bien? —preguntó Rodrygo, con interés real, intentando repetir el gesto.

—Sí, claro, mira —dijo Rodrigo repitiéndole más lentamente el gesto.

—El próximo gol que marque lo celebraré así… —le aseguró el brasileño

Rodrygo

—¿En serio? —exclamó Rodrigo entusiasmado.

—...pero me tienes que prometer…

—Lo que sea —lo interrumpió sin pensar Rodrigo.

—...que así celebrarás tu primer gol cuando juegues en el Real Madrid.

Rodrigo sonrió de oreja a oreja.

—Eso está hecho —le aseguró.

—Y le tienes que pasar el balón a mis hijos, ¿eh? Hay que dar asistencias también.

La sonrisa de Rodrigo se ensanchó más aún si cabe cuando Rodrygo le ofreció la mano, éste se la estrechó y así quedó certificado el trato. Del subidón de emoción que sentía no se le esfumó ni un ápice a lo largo del día. Se fue a la cama sintiéndose completamente agotado, con su cuerpo más débil que nunca, pero con su mente absolutamente exultante. Recordó lo que le había costado dormirse el día anterior y sonrió al pensar que seguramente esa noche le iba a costar bastante menos quedarse dormido.

Un intenso fulgor cálido lo envolvió con tal vigor que no acertaba a distinguir si tenía los ojos abiertos o cerrados. Probó a abrirlos y la claridad era tal que no conseguía vislumbrar nada. Conforme aquella potente luz se iba disipando, acertaba a ver que estaba en un campo de fútbol y, además, casi en primera línea de la grada. Su hermano le había dicho alguna vez que algunas personas soñaban cosas que luego se hacían realidad y cuando Rodrigo vio salir al campo a los jugadores del Madrid y del Atlético, pensó de inmediato que eso era lo que estaba haciendo: estaba soñando con el partido de semifinales de Supercopa de España. Sí, debía ser eso.

Se relajó y se limitó a disfrutar del partido como nunca. Animó al equipo y celebró como un loco el primer gol del partido, que como no podía ser de otra forma, lo marcó Rodrygo. Rodrigo contuvo la respiración unos instantes y contempló emocionado cómo el brasileño se acercaba a la zona de la grada en la que estaba y saltaba lanzando un puñetazo al aire.

No pudo contener las lágrimas de felicidad al ver la promesa cumplida de su ídolo, y más cuando al segundo siguiente, Rüdiger le pasaba algo al brasileño y este lo alzaba mostrándolo a la grada: era una camiseta blanca con el once, pero no ponía Rodrygo, sino Rodrigo. Luego, la depositó cuidadosamente en el campo, y señaló al cielo con los dos índices. Rodrigo, más pleno de felicidad de lo que se había sentido en toda su vida, lo vio alejarse, algo confundido por ese último gesto. Mientras notaba cómo el fulgor brillante lo envolvía de nuevo, sólo podía pensar en que estaba deseando despertar para contarle a su familia que Rodrygo le había dedicado un gol…

Rodrygo y C. Tangana

Dedicado a todos esos jugadores que invierten una pizca de su tiempo en hacer felices a esos pequeños héroes que están afrontando los momentos más complicados de su vida.

 

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Os presentamos uno de los cuentos finalistas de nuestro IV Certamen de Cuentos Madridistas de Navidad. El ganador se dará a conocer mañana, día 24 de diciembre, a primera hora de la mañana.

 

—Al final, lo que te digo, va a perder el vuelo.

El hombre de pelo blanco miró al otro y luego a su propio vaso vacío de Heineken. Se encogió de hombros.

—Menos mal que en el aeropuerto de Estambul todavía venden cerveza. Aunque sea Heineken. ¿Quieres otra?

—¿Pero no me oyes? ¿A qué hora tenía este su vuelo?

—Cómo se nota que tú llegas a Delhi y si quieres te abres una latita y, si no quieres, no —guiñó el ojo derecho y se levantó del asiento—. Voy a por otra.

—El vuelo.

—A las cinco, creo. Una hora antes del tuyo y tres antes del mío.

Se mesó la barba mientras observaba a su amigo dirigirse al mostrador arrastrando los pies. Y no era para menos. Qué cansancio. Venían de pasarse toda la noche sin dormir. Desenfreno en Madrid, avión a primera hora en Barajas, escala en Frankfurt, siguiente en Estambul y, finalmente, tropecientas horas después, cada uno a su destino. No es que le molestara; era tan estupendo como siempre lo había sido reencontrarse con los amigos en España por Navidad y, además, después de tanto tiempo, ya costaba encontrar otro momento en el año para verse que no fuera aquel. Pero se hacía pesado con la edad, eso era innegable. Y las mujeres se quejaban. Que si no te aburres, que si adónde vas, que si por qué no vienen ellos a casa alguna vez y celebráis la Navidad aquí los tres, invítalos la próxima; que si, en realidad, no habría ningún ellos, sino alguna ella… Su amigo posó la cerveza con demasiada fuerza sobre la mesa y le salpicó la barba. Fue un dulce despertar del ensueño, sin embargo.

Cerveza en el aeropuerto

—Te he pedido otra a ti también.

—Gracias, hombre, pero no hacía falta. Yo no vivo en Teherán. No tengo esa ansia.

—Calla, no me lo recuerdes…

—¿No ibas a hablar con la empresa? A mí el CEO me ha parecido siempre un tipo razonable.

—Imposible. Fuera de Irán no hay más que lo de los chavales con los que estuvimos anoche en Madrid. Y yo ya no estoy para esos trotes —vio su rostro reflejado en el vaso y dejó que se le saliera un suspiro—. Ya ni me acuerdo de cuando era rubio.

—A mi mujer le encantan las canas.

—Porque no las tienes.

—Pero ella sí.

La megafonía del aeropuerto anunciando el embarque inminente del vuelo a Jeddah. “All the passengers please blablablá…”, le interrumpió la sonrisa y le blanqueó los nudillos al apretar el vaso de cerveza con las manos. Se irguió sobre el asiento, mirando a su alrededor.

Aeropuerto Estambul

—¿Pero dónde se ha metido?

—Si ya lo sabes, buscando el regalo de su hijo.

—Madre mía —dijo el hombre de cabello castaño mientras bebía de su segunda Heineken—. ¿Y no podía haberlo cogido en Madrid esta mañana o en Frankfurt antes?

—No había lo que él quería.

—¿El qué?

—Pues lo mismo que todo el mundo, qué va a ser.

Se giraron ambos al escuchar las voces de su amigo, que se acercaba a toda prisa entre las luces y las gentes del aeropuerto. Llevaba una bolsa en la mano derecha y todo su cuerpo irradiaba la felicidad del deber paterno cumplido.

—¡La encontré! ¡Y en blanco!

Con mimo, dejó la bolsa en el suelo y de ella extrajo una camiseta del Real Madrid de talla infantil con el número 5 y su correspondiente “Bellingham” serigrafiado. La sostuvo extático frente a las miradas divertidas de sus compañeros.

Camiseta infantil de Bellingham

—¿Pero tú no eras del Barcelona?

—¿Y tú no eras zoroastrista o mazdeísta o no sé qué mierda? ¿Y tú igual? Y mira ahora. No te jode…

De nuevo, la megafonía del aeropuerto se impuso sobre sus voces y su atención:

This is the last call for Mr. Balthassar King. Please, proceed to Gate number 8.

— Bueno, ahora sí, chavales. Me voy —notó cómo los ojos, al igual que en los últimos dos mil y pico años, se le volvían a empañar—. Si el gordo de Coca-Cola no lo impide, el año que viene, a la misma hora, en el mismo sitio. Os quiero.

Se abrazaron los tres. Un rato más tarde salió Gaspar hacia la India. Se quedó solo Melchor, apurando la última cerveza del año antes de poner rumbo a Irán, donde le esperaba un mundo que ya le costaba reconocer como suyo.

Reyes magos aeropuerto

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Os presentamos uno de los cuentos finalistas de nuestro IV Certamen de Cuentos Madridistas de Navidad. El ganador se dará a conocer mañana, día 24 de diciembre, a primera hora de la mañana.

 

La Navidad había llegado, por fin. El último día de clase era el inicio del periodo más feliz del año. Andrés era un chico muy familiar. Le encantaba pasar esos días con sus hermanos y primos. No era el mayor de ellos en edad, pero sí en tamaño. Su corazón era tan grande como su cuerpo. A sus once años media más que muchos adultos y superaba ya el 1,80.

La tradición mandaba empezar las vacaciones visitando el Corte Inglés de la Castellana, al que su abuela, en 1981, aún seguía llamando el de Generalísimo. Siempre por esa época, el centro comercial solía poner una atracción en la que los niños podían montar en camello y saludar a los Reyes Magos.

Era una típica mañana de invierno del Madrid de los 80. El cielo estaba gris, el olor a azufre de las calefacciones se mezclaba con el de las castañas asadas que esos días funcionaban a pleno rendimiento. Ese ambiente plomizo era quizá presagio de lo que Andrés iba a vivir en apenas unas horas.

Navidad Madrid años 80

Todo sucedió cuando le llegó el turno de subir a aquel camello y saludar a los Reyes Magos. Le acompañaba uno de sus primos pequeños. El animal no se encontraba en plenas facultades. O tal vez el gran tamaño de Andrés, en comparación al de su primo menor, hizo que el rumiante jorobado se desestabilizara. Poco a poco empezó a ladearse y doblar las patas, lo cual hacía que Andrés tocase con sus pies el suelo. Parecía por momentos que el chico estuviese tratando de andar y tirar del propio animal. Era una escena tan cómica como ridícula que provocó las carcajadas de todo el público que aquella mañana se apostaba en torno a aquella imagen tan navideña. Al llegar a su destino, el propietario de la manada quiso quitarle culpa a su animal y lanzó un comentario ofensivo a Andrés sobre su tamaño.  Con desprecio insinuó que esas actividades no estaban hechas para chicos como él.

Fue una situación aparentemente inofensiva, pero a Andrés se le rompió algo por dentro. Solo pensaba en salir de allí, escapar de cualquier manera. Nadie lo apreció, pero el niño estaba sumiéndose en una tristeza de la que le iba a costar salir.

Aquellas no fueron unas navidades felices para él. Su tamaño, algo de lo que nunca se había preocupado, de repente era una condición física que le avergonzaba. Hasta el punto de no querer pisar la calle. Aquel año no quiso bajar a la plaza de Felipe II, justo debajo de su casa, a jugar como otros años. Su ocio se limitó a lectura de una novela recién descubierta. Era la de la Princesa Prometida, que años más tarde se convertiría en una exitosa película. En ella, el personaje del gigante Fezzik le permitía evadirse por momentos de sus pensamientos, haciéndole ver que un grandullón como él podía ser protagonista de una bonita historia. Y así pasó una navidad. Y otra. Y otra...

La Princesa Prometida

La mañana en que Andrés se topó con aquel maldito camello provocó que se sumiera en una época oscura. Su gente más cercana se preocupó mucho por su estado de ánimo. Ni siquiera la llegada de la Navidad, que cada vez cobraba más protagonismo en su vecina plaza, hacía que el chico saliese del letargo. Andrés seguía creciendo, superba ya los dos metros con tan solo 16 años. Pero la sensación de bicho raro hacía que sus salidas de casa fueran solo las obligatorias para ir al colegio o a alguna cita familiar. Con ese panorama llegó la Navidad de 1984.

Una noche, casi por casualidad, mientras veía un telediario con su padre, vio como un joven baloncestista lituano, llamado Arvydas Sabonis, reventaba literalmente un tablero con un mate en el pabellón de la Ciudad Deportiva del Real Madrid. Aquella tarde se jugaba el tradicional Torneo de Navidad en el que el Real Madrid invitaba a las escuadras más punteras del universo del baloncesto. Ese 26 de diciembre era la final y el rival era la selección de la Unión Soviética, que contaba con grandes talentos mundiales. Entre ellos aquel joven de 2,21 que acabaría siendo una leyenda del propio Real Madrid y de toda la esfera del baloncesto. La imagen del cristal reventado en mil pedazos hizo ver a Andrés que alguien con ese tamaño podía imponer respeto con un simple gesto. Algo de lo que él se llevaba avergonzado tanto tiempo.

Sabonis rompe tablero Torneo Navidad

Aquel año pidió a los Reyes Magos un balón de baloncesto. Y comenzó a practicar. Él solo. Todas las tardes. Lo hacía en una cancha de un parque vecino. Primero trabajó el bote, luego las entradas a canasta, después el tiro. Se aficionó a la NBA, donde veía por televisión calentar a los jugadores haciendo ejercicios de coordinación con dos balones. Aquel malabarismo lo incorporó a su rutina de entrenamiento. Su nivel iba creciendo día a día. Una mañana, mientras trataba de hacer un mate, vio como un hombre se sentaba en un banco a mirarle. No era la primera vez que lo veía. Otras veces solía ver cómo le observaba de forma más discreta. Pero aquel día su actitud era más descarada. Andrés siguió a lo suyo y completó dos horas de práctica de mucho nivel. Al terminar, aquel caballero le dio una tarjeta con un número de teléfono. Era también muy alto, mayor para ser jugador, pero en aparente buena forma. Al mismo tiempo, le dijo:

—Si quieres algún día dejar de jugar solo en este parque y probar en la élite, llama a este número. Di que llamas de parte de Emiliano. Aquel teléfono resultó ser el de un ojeador del Real Madrid. Nada más y nada menos.

Andrés llamó al número de la tarjeta y consiguió que le hicieran una prueba. Como no podía ser de otra manera, fue seleccionado para entrar a formar parte de la cantera blanca. En tan sólo un año y medio, había pasado de estar encerrado en casa a pertenecer a uno de los mejores equipos de baloncesto del mundo. Su gran envergadura, pero también la movilidad que había adquirido, le habían convertido en uno de los jóvenes más prometedores de la sección. Pero lo mejor estaba aún por llegar.

A la vuelta del verano, un entrenador de la cantera merengue comentó a los muchachos que ese año el tradicional Torneo de Navidad contaría con la presencia de uno de ellos en el primer equipo blanco, el cual tendría la posibilidad de disputar algunos minutos. Andrés se ilusionó. Además, el hecho de que hubiera pasado a jugarse en el Palacio de Deportes de Goya, muy cerca de su casa, la que hasta hace poco para él era una especie de prisión, le motivó aún más.  De nuevo, la llegada del mes de diciembre y las fechas navideñas volvieron a ser un estímulo para él. Quería estar ese día en el banquillo del Palacio. Si llegaban a la final, podría tener la oportunidad de jugar contra la todopoderosa Yugoslavia de Petroviç. Además, compartiría cancha con los Martín, Corbalán, Robinson… Quería demostrar a todos de lo que era capaz. Así que entreno aún más duro.

Petrovic Torneo de Navidad

El día de Navidad por fin llegó. El nombre del seleccionado iba a aparecer escrito en la pizarra del entrenador. Todos los jóvenes se desplazaron al Palacio. Andrés entró a la sala y miro la pizarra. Su nombre no estaba escrito en aquel tablero. Al parecer, el juego del equipo aquellos días precisaba más el aporte de un base y eso condicionó la selección de otro compañero que también había hecho méritos para ello. Andrés le abrazó y salió del vestuario junto con el resto de juniors.

Sorprendentemente, no estaba triste. Quizá porque a la salida de los vestuarios, ya en las galerías del pabellón, se cruzó con un grupo de niños que le miraron con absoluta admiración. Aquella altura imponente y el chándal del Real Madrid que vestía le convertía en un sueño casi inalcanzable para muchos otros jóvenes que amaban ese deporte.  De repente, algo que hasta hacía pocos meses le avergonzaba, era un motivo de orgullo y felicidad absoluta. Y por eso no podía permitirse estar triste. Él, realmente, ya había ganado su propio torneo. Estaba feliz, tenía ganas de vivir otra vez las navidades en familia. De pasear por las calles iluminadas de aquel Madrid. De llamar a sus compañeros de clase para ver qué planes tenían esas vacaciones. Aunque también tenía otra sensación algo contradictoria. Había ganado, sí, pero algo dentro de él le decía que no debía detenerse ahí. Debía seguir peleando por mejorar aún más, por llegar a jugar en ese equipo lleno de figuras y, por qué no, reventar algún tablero. Quizá era la euforia de ese momento... o quizá simplemente era el efecto de aquel escudo que llevaba en el pecho.

 

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La Viena de fin de siglo en este año de 1899 es una ciudad herida y frenética. La hermosa capital del Imperio es Roma reinventada bajo un manto blanco. Barroca y señorial, un hormiguero humano late bajo la nieve y el frío. Cuna del arte y la modernidad, la ciudad no conoce aún la decadencia.

Es navidad para todos menos para ellas: en un punto de la Ringstrasse, dos prostitutas ateridas esperan junto a una acera helada a que algún soldado las rescate. El vaho trepa los escaparates de las tiendas de Spittelberg como una enredadera. Una madre evita que su hijo pise un charco ignorando que, pocos años después,ese mismo niño, apenas adolescente, morirá sobre el barro de Verdún. Las familias, bajo fumarolas que se elevan, hacen cola en la Rathausplatz frente a los puestos de salchichas y vino caliente.

Pero algo inaudito late en el corazón de la ciudad. Unas puertas de madera maciza y pasador dorado aíslan al mundo del Café Demel en el Kohlmarkt, un albergue de dulces y cacao humeante, refugio de burgueses, intelectuales y curiosos, donde se entrecruzan todos los idiomas de un reino fugaz y mágico. Un aire denso pero pacífico lo envuelve todo ahí adentro, como un vórtice que augura que esa noche, precisamente en ese lugar, se redibujará el mundo.

Todo comienza como un destello. En su pasillo central, un joven Stefan Zweig remueve con una cucharilla plateada la nueva sensación de la Corte, la tarta Sachertorte, al tiempo que, tras un impulso casi eléctrico, comienza a tomar notas de lo que será su primera novela, Sueños Olvidados.

tendencias Freud

A través de la ventana del salón principal la nevada arrecia cuando un conocido psiquiatra local, Sigmund Freud, porfía con su colega Carl Gustav Jung, sin saber aún que, en ese preciso instante, acaban de inventar el psicoanálisis.

Aparentemente ajeno a todo, entre vasos vacíos, a varias mesas de distancia pero al mismo tiempo, un desaliñado Gustav Klimt comienza a esbozar en un papel lo que, unos años después, colgará en una pared de la casa de los Bloch-Bauer como el Retrato de Adele.

Súbitamente, las miradas, como imantadas, se giran al reservado del fondo del local, donde dos comerciantes españoles de barba tosca trabajan entre muestras de tela y guarnicionería. Por un instante, el ruido del café se hace silencio cuando Carlos Padrós, a pesar de su cojera indisimulada, se yergue arrastrando abruptamente su silla como una detonación. Una visión le paraliza y fascina. En ella, su amigo Julián Palacios firma lo que parece un documento timbrado, imagen sucedida por otras desconcertantes, tal vez por desconocidas, que pasan febriles ante él. Un hombre de pelo claro y zamarra con el número nueve a su espalda, controla un esférico de cuero sobre un pasto verde. Sin solución de continuidad, otro hombre grueso de traje gris y sombrero, cigarro habano en mano, mira en silencio desde un vomitorio lo que parece un coliseo vacío. La imagen final le intriga y excita a partes iguales: una muchedumbre abarrota un recinto de aspecto metálico, portando banderas blancas con escudos circulares, rematados por una imponente Corona Real. Frente a ellos, una hilera infinita de trofeos plateados se muestra en perfecta formación.

Todo acaba en segundos. Aún su frente fría, el bullicio se reanuda. Carlos interpela a su hermano Juan, que, los ojos abiertos todavía por la sorpresa, sigue señalando las muestras sobre la mesa: "Olvida eso ahora. Quiero contarte el sueño del que te hablé".

 

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Tap, tap, tap, ¡TAP!, sonaba el cuchillo sobre el tajo.

Tap, tap, ¡TAP!

Las manos expertas de Domingo iban acumulando las costillas en un lado mientras cortaba el resto. De un golpe seco cortaba las costillas como si fueran mantequilla.

-¿Qué más le pongo, doña Carmen?

-Mira, me vas a poner un solomillo. Pero cortado en rodajas como de un dedo y medio, ya sabes, para la comida de Navidad, para hacer así en la plancha, vuelta y vuelta.

-Como más rico está, señora. Además, le voy a poner éste que me ha llegado hoy, que es de ternera del Valle de Esla.

Domingo guiñó un ojo a doña Carmen, que sonrió complacida.

-¿Qué más cositas?- repitió Domingo como un autómata pero sin dejar de sonreír.

-Nada más, hijo, creo que ya tengo todo. De todas maneras abrís mañana, ¿verdad?

-Mañana abrimos hasta las ocho, por ser Nochebuena. No se preocupe que nosotros siempre estamos aquí, al pie del cañón- dijo mientras le entregaba los paquetes de carne.

-Muy bien, Domingo, cariño. Pero por si no vengo mañana, te deseo una feliz Navidad. ¿La pasas con la familia?- le interpeló doña Carmen.

-Sí, señora, con la familia, aunque mis hijos andan por ahí de Erasmus y este año no les veo. Ya sabe, la juventud.

Intercambiaron otro feliz Navidad y Domingo se quedó en el mostrador, limpiando los restos de lo que había cortado. Tenía tantas cosas que hacer que no sabía por qué tarea empezar, todo eran pedidos y prisas.

La familia, pensó. Le había dicho a doña Carmen una verdad a medias, casi una mentira completa. Desde el divorcio, hace dos años, sus hijos prácticamente no le hablaban. No creía que su ex mujer hubiera malmetido contra él pero, la verdad, casi no tenían contacto. Y cuando lo tenían no era un momento agradable, solían pedirle dinero. Sí, estaban estudiando fuera, pero volvían a casa por Navidad y no pensaba verlos.

Su mujer se fue, según ella harta de “hacer todas las cosas sola”. Él no entendía cómo había podido pasar. Trabajaba mucho, sí, pero para la familia. Todo lo había hecho para la familia.

¡Ah!, pero este trabajo.

Ya no se acordaba de los días divertidos en la carnicería. Ahora todo eran jornadas extenuantes. Y festivos, sobre todo los festivos. Quizá empezó a distanciarse de Elo cuando le ofrecieron ser jefe de sección: más trabajo, ningún domingo ni festivo libre, pero más dinero. A lo mejor no habría hecho falta más dinero, pero sin saber cómo se había metido en esa dinámica, y cada vez que ella le hacía reproches él se enfadaba. Después de la bronca no se arreglaba nada, sólo había más rencor. Y cada vez se hablaban menos. Y dejaron de mirarse. Sin más.

-¿Está mi pedido? – interrumpió un cliente.

-Sí, don Paco, aquí está. Una entraña y dos kilos de entrecot recién cortado- dijo Domingo mientras le alargaba la bolsa-. Que disfruten mañana y ¡felices fiestas!

-Igualmente, Domingo, hasta luego.

Volvió a hilar su pensamiento mientras deshuesaba una canal de vaca. Sí, desde que se separó se había acercado más a su hermano. Sin embargo después murió su padre y simplemente se vieron menos, no sabía por qué, como si un hilo invisible que los unía se hubiera roto. Ahora no le salía llamarle y él tampoco le llamaba. Tampoco tenía tiempo.

Tenía la sensación de que nunca tenía tiempo.

Siguió dando vueltas a su suerte hasta la hora del cierre mientras recogía y limpiaba la sección de carnicería.

Al acabar la jornada, como de costumbre, aprovechó su descuento del 15% para empleados para comprarse un pack de seis latas de cerveza. Era su cena desde hacía unos meses. Tirarse en el sofá y beberse todas, quedarse dormido allí mismo vencido por el cansancio. Así eran casi todos los días.

Sabía que no estaba bien, sabía que tenía que hacer algo, pero no sabía qué hacer, como si estuviera atrapado en una rueda de esas de hámster. Decidió dejar el auto-psicoanálisis para mañana, estaba cansado.

Se sentó en el sofá una vez llegó a casa, ahora siempre silenciosa. Lo odiaba. Hasta le hubiera gustado que Manuel y Elena se pelearan a gritos por cualquier chorrada. Ya no había gritos en esa casa, ya no había nada, sólo Domingo sentado en el sofá.

Encendió la tele, se puso a hacer zapping, a veces sólo daba vueltas sin fin al dial hasta que se cansaba de no ver nada concreto. Si al menos hubiera fútbol. Que hubiera fútbol era que jugara el Madrid, claro, así lo veía él.

Fue a la nevera a por otra cerveza, la tele estaba alta. Dudaba si poner una película o alguna serie.

El Manchester City en siete puntos

Había parado en Real Madrid Televisión antes de levantarse y escuchó aquello que ocurrió en la remontada al City: ese grito de ¡6 minutos de descuento! tras el gol de Rodrygo. A veces caía en uno de esos resúmenes de grandes momentos madridistas y no podía dejar de verlo hasta que acababa: se le llenaban los ojos de lágrimas otra vez.

Recordó cuando quedó con su hermano Rafa y con su hijo mayor en El Escudo, el mejor bar del barrio, para ver las semifinales de Champions. Allí vieron aquella remontada histórica. Recordó la adrenalina del empate en el minuto 89, cómo se abrazaron con el primer gol de Rodry y cómo no les dio tiempo ni a dejar de celebrarlo cuando marcó el segundo. Ahí ya sabían que el Madrid pasaba a la final, qué alegría más grande fue. El Madrid es lo más grande, pensó. Siempre le hacía sonreír.

Entonces, presa de un arrebato de alegría, cogió el iphone y preguntó:

“Siri, ¿cuándo juega el Real Madrid?”

Siri le contestó con su tonito habitual: El Real Madrid se enfrenta al Mallorca el 3 de enero de 2024 en el estadio Santiago Bernabéu, a las 19:15 PM.

Sin soltar el móvil buscó a su hermano entre los contactos y llamó:

- Oye Rafa, qué tal, ¿cómo estás? ¿Quedamos el día 3 para ver al Madrid?

 

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