En cierta ocasión tuve una idea. La apunté. Sería el comienzo de una historia. Quizá una novela. Escribí: “Un miércoles cualquiera, un hombre sufre un episodio de confusión extrema. Está en su oficina, en su mesa, frente a su ordenador. Sin embargo, no sabe quién es, no sabe dónde está ni el porqué. Durante un angustioso minuto, su vida se ha evaporado y tan sólo es un tipo sumergido en la confusión.” Lo que ocurría después era un misterio. No pensé ni planifiqué nada más. Ahí se quedó mi protagonista, sin saber qué le había ocurrido ni las implicaciones personales ni laborales que conllevaba su mínimo delirio en un día cualquiera de una semana y un mes cualesquiera.
Hoy me acordé de esa idea que escribí mientras pensaba en qué decir del Liverpool-Real Madrid. ¿Cómo hablar del partido sin caer en tópicos ni banalidades, ni transitar los conceptos ya explorados por otros, mejores que yo?, me preguntaba. Sin embargo, esa no era la gran cuestión. Me llegó después, como un latigazo, siendo a la vez pregunta y respuesta, como una frase punzante de Javier Marías en medio de un océano de subordinadas: ¿qué sentido tiene explicar la derrota de un club que no la concibe, que no la digiere, que no pertenece siquiera a su imaginario?
Es tan extraño el día después de que el Madrid pierda un partido, que hasta quienes intentamos aplicar raciocinio nos vemos abocados a ese pozo de confusión, como el personaje que esbocé en un folio en cierta ocasión: perdido frente a la pantalla, sin encontrarle sentido a su propia existencia. Mantequilla sobre demasiado pan. Todo es ajeno cuando el Madrid pierde. ¿Para qué decir que el rival fue mejor, que no entiendo de qué juega Camavinga, que ya no comprendo el fútbol moderno, que no sé qué decir? Hoy me vi frente al espejo retrovisor del coche como ese personaje mío: confundido en un día normal, ajeno a mí mismo, sumido en el desconcierto. Una nube pequeña y gris en un hermoso día de playa.
Perdió el Madrid, sí, en Anfield, ante un rival que jugó mejor, que obligó a Courtois a unir al mundo en una verdad hercúlea: es el mejor de la historia. Ya no sé qué más decir, ni qué más explicarte, la vida hoy es extraña. Albert Camus habría escrito un gran libro el día después de la tanda de penaltis ante el Bayern de Múnich. Sumidos en este pesimismo que todo lo embriaga, lo único que podemos hacer hoy es meternos en casa a leer, pues no hay explicación posible que satisfaga tantas preguntas. Una manta y una vela, el silencio, nos proporcionarán el único consuelo posible tras uno de estos extraños y ajenos sucesos que a veces nos ocurren, que no sabemos de dónde vienen ni si se repetirán, que no concebimos como reales pues no nos pertenecen, como el niño que no entiende qué significa que su abuelito le mire ahora desde el cielo.
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Hay derrotas que no duelen, sino que instruyen. La de Anfield pertenece a esa rara estirpe de tropiezos pedagógicos, de bofetadas útiles. Un Real Madrid que parecía haber domesticado la Copa de Europa tropezó con un Liverpool que ya no es el de Klopp pero que conserva el viejo perfume de las noches británicas: humedad, músculo y fe. La derrota por 1-0 —gol de Mac Allister en el 61’, que no parece apellido de futbolista sino de ministro colonial— no fue una catástrofe, pero sí un aviso.
Ayer dije que lo de Anfield era una piedra de toque sobre el verdadero potencial del equipo cuando se juega el pescado. Efectivamente, así fue. El Real Madrid no pudo hacer frente a la eficacia, el empuje y la competitividad de un Liverpool que salió con el cuchillo entre los dientes y conscientes de que el partido era más que una jornada de grupos de Copa de Europa. El partido era un test de idoneidad sobre el verdadero estado del Real Madrid y salió cruz. Ahora mismo, el equipo da muestras de que no está para competir en serio la competición. Es pronto, es noviembre y tiene arreglo, pero hay que arreglarlo.
Hay derrotas que no duelen, sino que instruyen. La de Anfield pertenece a esa rara estirpe de tropiezos pedagógicos, de bofetadas útiles
El Real Madrid no perdió por un penalti no pitado ni por una expulsión injusta, sino por algo mucho más grave y silencioso: la ausencia del propio Real Madrid. Esa entidad abstracta que aparece en los grandes días y se impone por costumbre no compareció. Hubo camisetas blancas, sí, pero no ese intangible que convierte un despeje en un milagro o un contraataque en destino. Fue un partido sin alma, como una misa sin fe.
Durante tres jornadas, el equipo había parecido un reloj suizo fabricado en Valdebebas: precisión, elegancia y hasta soberbia. Mbappé marcaba sin despeinarse, Bellingham distribuía con un aire de seminarista inglés que ha descubierto la música negra, y Courtois paraba por deporte. La sensación era que el Madrid había vuelto a instalarse en su hábitat natural: la eternidad competitiva.
Y sin embargo, en Anfield, ese espejismo se rompió. No por un desastre, sino por una concatenación de detalles. El Liverpool fue un equipo serio, enérgico y a ratos brillante, pero sobre todo fue un equipo coherente. Supo lo que quería hacer y lo hizo con la vehemencia de quien no tiene nada que perder. El Madrid, en cambio, se movió con la torpeza de quien duda entre cuidar el traje o ensuciarlo. Y en fútbol, ya se sabe: el que duda, corre detrás.
El Real Madrid no perdió por un penalti no pitado ni por una expulsión injusta, sino por algo mucho más grave y silencioso: la ausencia del propio Real Madrid
Se dirá que es solo un partido de la fase de grupos. Cierto. Pero hay síntomas que merecen atención. El primero: el equipo de Xabi Alonso parece empeñado en demostrar que la posesión no siempre es un signo de poder. Tuvo el balón, sí, pero no el control. Como si confundiera el medio con el fin, tocó más de lo que mordió. Y mientras Mbappé se aburría entre líneas y Vinicius parecía más pendiente del público que del balón, el Liverpool crecía a base de músculo y fe.
El gol llegó, como tantas veces en el fútbol, por una suma de pequeños descuidos. Falta lateral, centro medido de Szoboszlai y cabezazo imperial de Mac Allister entre los defensas, que observaron el vuelo del argentino como quien contempla un pájaro exótico. Courtois, el único que viajó a Anfield con la intención de trabajar, no pudo hacer más milagros de los que hizo.
Hay algo casi bello en la manera en que el Madrid pierde ciertos partidos importantes. No es humillado, no se derrumba, no naufraga. Simplemente deja de ser él mismo. Es un fenómeno metafísico, casi poético: de repente, el mismo equipo que parece capaz de alterar las leyes del espacio-tiempo decide coexistir con la gravedad. En vez de levitar sobre el césped, se arrastra un poco. Y el rival, que hasta entonces se sentía condenado, descubre que puede tocar el cielo con las manos.
En Anfield no hubo pánico, ni escándalo, ni drama. Solo una sensación de desconexión progresiva. Como si los jugadores hubiesen olvidado qué los había traído hasta allí. Es la estética del error elegante: perder sin hacer el ridículo, pero sin oponer resistencia suficiente para evitarlo.
Courtois fue, una vez más, el guardián del decoro. En otro tiempo se habría dicho que “evitó una goleada”, pero esa frase ya suena a pleonasmo. Courtois siempre evita goleadas. Lo suyo ya no es salvar partidos, sino rescatar la dignidad colectiva. Paró lo parable y lo imparable, y aún tuvo tiempo de ordenar a sus defensas con ese tono de funcionario flamenco que da instrucciones para que no se le caiga la administración encima.
A su alrededor, los centrales resistieron con más pundonor que acierto. Carreras cumplió su función de esfinge: nadie sabe exactamente qué hace, pero lo hace con convicción. Y en el centro del campo, Valverde y Camavinga alternaron carreras heroicas con pérdidas absurdas, como si el partido fuese un experimento de laboratorio sobre la bipolaridad táctica.
Bellingham intentó ser capitán, mediapunta, mediocentro y psicólogo de sus compañeros, todo a la vez. Es el único que parece recordar que el fútbol no siempre recompensa la estética, y que a veces hay que ensuciarse las manos —o las botas—. Su frustración fue visible: cada vez que el balón no volvía, su gesto de desaprobación evocaba a un profesor inglés que descubre que su alumno favorito no ha hecho los deberes.
Conviene reconocerlo: el Liverpool jugó bien. Muy bien, incluso. Sin necesidad de épica, sin correr como pollos sin cabeza, con la serenidad de quien conoce su oficio. Szoboszlai fue el metrónomo, Mac Allister el puñal, y Salah, el viejo emperador que aún no abdica. Su entrenador, Arne Slot, parece haber encontrado el equilibrio entre el rock de Klopp y la calma de Benítez: un Liverpool que presiona sin perder la compostura.
Anfield, por su parte, volvió a ser Anfield. Esa catedral del ruido que convierte cada despeje en un acontecimiento y cada córner en un motín. No hay estadio más teatral: allí el fútbol es Shakespeare con botas. El público no anima, actúa. Y el Madrid, acostumbrado a los silencios elegantes del Bernabéu, pareció incómodo en esa ópera del sudor.
El entrenador blanco asumió la derrota con serenidad. Dijo que había sido una cuestión de “detalles” y que el equipo debía “aprender a no conceder faltas innecesarias”. Tiene razón. Pero entre los detalles se cuela algo más profundo: el Madrid no solo concedió una falta, concedió su esencia. En su intento por controlar el caos, olvidó que el caos es precisamente su hábitat natural.
Xabi quiere construir un Madrid metódico, tácticamente irreprochable, donde todo obedezca a un plan. Pero el Real Madrid no es un plan: es una epifanía. Su grandeza no se basa en la previsión, sino en la inspiración. En la capacidad de sobrevivir a su propio desorden. Cuando lo domesticas, pierde filo. El reto del entrenador vasco será encontrar el punto exacto donde la estructura no ahogue al instinto.
Lo peor de la derrota no es la derrota, sino la tentación de dramatizarla. Algunos medios hablarán de “crisis”, otros de “bache”. Los mismos que hace una semana anunciaban el advenimiento de una nueva era galáctica ahora exigen sacrificios en el altar del resultadismo. Pero la verdad es más simple: el Real Madrid perdió un partido en Anfield, y eso, históricamente, entra dentro de la normalidad universal.
Lo importante es lo que se haga con la enseñanza. Si el equipo aprende que no basta con tener talento, que hay que acompañarlo con intensidad y orgullo, la derrota será un punto de inflexión. Si, por el contrario, se confunde serenidad con complacencia, la lección se repetirá en un escenario más cruel.
Ser el Real Madrid implica vivir sin red. No se perdona el error, no se admite el titubeo. Es la maldición de la grandeza: cada partido es un examen y cada fallo, un titular. Pero también es su privilegio: el único club capaz de convertir una derrota anodina en un debate filosófico.
El madridismo lleva más de un siglo discutiendo qué significa “jugar bien”. Lo de Anfield reaviva la cuestión. ¿Jugar bien es dominar o ganar? El Madrid, por historia, ha optado siempre por la segunda opción. Su estética es la del resultado. Pero incluso para ganar hay que saber sufrir, y ese sufrimiento estuvo ausente en Liverpool.
Los ingleses tienen un verbo maravilloso: to regroup. Reagruparse. No se trata de rendirse ni de lamentarse, sino de juntar las piezas y seguir avanzando. Eso deberá hacer el Real Madrid. Porque si algo define a este club es su capacidad para recomponerse sin perder la arrogancia. Ya habrá tiempo para la revancha, para el golpe en el Bernabéu que devuelva las cosas a su sitio.
Mientras tanto, que la derrota sirva como recordatorio de una verdad incómoda: incluso los dioses del fútbol necesitan sudar. No basta con tener la camiseta más pesada, ni la historia más gloriosa. Hay que jugar. Hay que morder. Y hay que hacerlo incluso cuando el cuerpo pide calma.
Conviene reconocerlo: el Liverpool jugó bien. Muy bien, incluso. Sin necesidad de épica, sin correr como pollos sin cabeza, con la serenidad de quien conoce su oficio. Szoboszlai fue el metrónomo
El Real Madrid de los últimos años ha construido su mito sobre la épica de la remontada, pero también sobre la sabiduría de sus derrotas. De cada caída ha salido más fuerte, más soberbio, más consciente de su destino. Lo de Anfield, si se interpreta con inteligencia, puede ser eso: una derrota útil.
Porque perder sin excusas, sin árbitro al que culpar, sin tragedia que invocar, obliga a mirar hacia dentro. Y ahí, en ese espejo incómodo, el Real Madrid suele reencontrarse con su verdadera identidad.
No hay drama, solo tarea pendiente. No hay crisis, solo exigencia. Y no hay vergüenza en caer si uno cae con estilo. En eso, incluso anoche, el Real Madrid sigue siendo el campeón del mundo.
Me despido como siempre… Ser del Real Madrid es lo mejor que una persona puede ser en esta vida… ¡Hala Madrid!
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Tras la derrota en Anfield, observo que se cargan las tintas contra el mejor jugador del Real Madrid de la presente temporada. Hasta ahí todo normal. La falta de costumbre y el carácter ancestral que sustenta los cimientos del madridismo así lo consagran. Lo que me cuesta asumir es la injusticia de atizar a ese mejor jugador merced a la aplicación del axioma de Stan Lee de que un gran poder implica una gran responsabilidad, y salvar de la quema a otro que, por el motivo que sea, lleva cerca de un año sin dar una patada a un bote.
No es de recibo que Vinicius lleve casi 365 días siendo más noticia por sus fallos, gestos, protestas y enfrentamientos que por sus regates y goles. Hay quien, en La Galerna, otorga un aprobado a su actuación contra el Liverpool por el tesón mostrado aun a pesar de que nada positivo se sacó de las innúmeras jugadas que malogró.
La gloria que monopoliza el Real Madrid no viene del empeño y empuje, no al menos de manera exclusiva. Esa gloria es tributaria de la excelencia en la mixtura de técnica y táctica con el carácter, constituyendo esa fórmula casi una alquimia tan connatural al club como indescifrable. Cada uno de esos elementos no sirve por sí solo, o, al menos, no para la élite en la que habita nuestro equipo. Si por amor a los colores y empeño fuera, jugaríamos muchos de los que asistimos al Santiago Bernabéu de forma regular, y nadie, yo el primero, quiere vernos a Toñín el Torero, al boss Jesús Bengoechea y al abajo firmante formando un trivote tan improbable como deplorable en su rendimiento, aun a pesar de la magia que brota de las botas de Jesús.
¿Ya tiene 25 años y lo mejor que podemos decir de él es que lo ha intentado mucho? Eso valía hace un lustro
De Vinicius Junior he leído que ya muestra brotes verdes. Que hay motivos para la esperanza. Que nunca se esconde. Un tipo que ha sido segundo en el Balón de Oro y que está a 13 meses de finalizar su contrato ya multimillonario, aspirando a prorrogarlo con uno que le granjee un estipendio aún más pingüe, no puede valorarse solamente por el empeño. Ha sufrido y sigue sufriendo faltas de respeto, provocaciones, insultos racistas, persecución por la prensa presuntamente deportiva, memes tan injustos como hirientes… Todo inaceptable. Quizá deberíamos darle una vuelta al hecho de que, habiendo hecho muchísimo por el club, Vinicius ha dado sobradas muestras de poder dar mucho más. Sus gestas ya forman parte del panteón para la eternidad del madridismo y nadie en su sano juicio puede escatimarle un elogio por ello. No es menos cierto que sus esfuerzos han sido generosamente compensados. La constante mejora que implica el nivel de exigencia del Real Madrid demanda una inminente mejora del rendimiento del jugador. ¿Cuándo hemos bajado el nivel de exigencia con Vinicius? Sin darnos cuenta, parece que seguimos ante el chico de 18 años de condiciones inmejorables pero atropellado y fallón, pecados de juventud que solo los años consiguen expiar. ¿Ya tiene 25 años y lo mejor que podemos decir de él es que lo ha intentado mucho? Eso valía hace un lustro. El listón ha subido con la constatación de que el jugador puede dar muchísimo más, y lo cierto es que en el último año todos hemos visto crecer la distancia entre el rendimiento de Vinicius y ese listón.
Igual da si el problema que tiene es técnico, táctico, psicológico o anímico; es su deber y el del club poner los medios personales y médicos necesarios para recuperar la excelencia que es estandarte de nuestro equipo. En caso de no ser así, alguien no está haciendo bien su trabajo, por lo que resulta perentorio que las partes implicadas separen, en buenos términos y con agradecimientos mutuos, sus caminos lo antes posible.
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Buenos días. El Real Madrid fue derrotado (1-0) en Anfield, en el que constituyó el primer traspiés de los de Xabi Alonso en la presente edición de la Champions League.
Al respecto, el madridismo de las redes sociales está dividido en dos: el 50% considera que ha vuelto el peor Madrid de la era Ancelotti y que hay que vender a media plantilla; la mitad restante, aun considerando que el partido del Madrid fue tétrico, no ve las similitudes con la temporada anterior pero sí aboga por una pronta liquidación del club para que entre las calles Castellana, Concha Espina, Padre Damián y Rafael Salgado se erija un convento de benedictinos que no inquiete a los vecinos más que con el anuncio de algún que otro cántico gregoriano. O sea, medio madridismo piensa que todo mal; el otro medio opina no solo que todo está mal ahora, sino que todos los partidos anteriores del Madrid de Xabi fueron igualmente nefastos, aunque la inmensa mayoría se saldaran con una victoria que solo cabe achacar a las veleidades de los dioses.
Los madridistas son así. Su tolerancia a la derrota es cero. Probablemente así haya sido siempre. Es más: probablemente deba ser así. Pero una cosa es lamentar la derrota y el mal juego (ambas cosas, en el Madrid, tienen que ser graves) y otra pretender que ya nada vale y que con estos mimbres no vamos a ninguna parte.
Curiosamente, la prensa está últimamente, en la derrota, más soportable que el madridismo 2.0, aun con sus dosis de dureza. Ya veis a Marca. “Derrota inapelable en Anfield en otro duelo para olvidar”. Lo cierto es que no todo el duelo fue para olvidar. El primer tiempo resultó parejo en juego, si bien no en ocasiones (Courtois estuvo milagroso en varios momentos). El segundo sí que nos pareció un completo descalabro.
“Segunda derrota de un Madrid que repite los errores del derbi”. No nos pareció que el partido se asemejase en nada o casi nada al del Metropolitano. Fueron dos tipos de derrotas completamente distintas. ¿No será que Marca tiene interés en mantener vivo el trauma de los cinco goles del Atleti, y por tanto nos mentará ese partido, proceda o no, en cuanto tenga ocasión?
“Courtois se quedó solo”, nos suelta As. Lo cierto es que la actuación del belga superó con mucho a la de la mayoría de sus compañeros. Nos pareció que nuestros dos laterales brillaron a gran altura, como lo hicieron Militao y Tchouaméni, pero el resto de jugadores estuvieron grises, cuando no directamente fallones.
Nuestro análisis también está teñido de desencanto, especialmente a cuenta del lamentable segundo tiempo de los nuestros, en el cual fue ampliamente superado por un Liverpool energético y tácticamente magnífico. El primer tiempo, como decíamos, fue sustancialmente mejor, si bien quedó marcado, como gran parte del segundo, por la incomparecencia de un Mbappé inoperante y los continuos errores de un Dean Huijsen que tuvo, el pobre, una noche toledana. En todo caso, podéis leer la crónica de Paco Sánchez Palomares y las notas de Genaro Desailly para ver si compartís sus visiones en medio de la decepción.
Desencanto y decepción, decíamos, pero no dramatismo ni derrotismo. Nos parece que la justísima derrota fue resultado sobre todo de una mala actuación personal de varios futbolistas, sin que deban hacerse enmiendas a la totalidad del proyecto. Simplemente, aún nos falta.
Paciencia es una palabra sucia en el madridismo, pero de vez en cuando no hay más remedio que emplearla. Cristiano, Karim, Modric y Kroos se han ido para no volver, y no se ventila el impacto de esas ausencias en un cuarto de hora. Ahora tenemos una camada de excelentes futbolistas. Algunos son ya campeones de Europa, pero lo consiguieron con la ayuda de las estrellas recién mencionadas (y de otras). Falta por verse si algún día podrán auparse a la condición de jerarcas que enarbolaron los nombres que figuran en el altar. Esta es la verdad. Quienes quieran acompañarles en el viaje que dilucidará si adoptan esa magnitud, que vengan con nosotros. Quienes deseen, en cambio, quemar las naves pueden estar tranquilos. Cibeles no toma nota de su mezquindad, y serán recibidos con los brazos abiertos y los leones en pie cuando deseen subirse al barco.
Os dejamos con las portadas cataculés que, como corresponde, celebran la derrota madridista.
Pasad un buen día.
-Courtois: SOBRESALIENTE. Ya ganó al Liverpool, él solito, una final, y hoy por poco le empata un partido de fase de liga. Intratable hasta que le cabecearon lo imparable.
-Valverde: SOBRESALIENTE. Como decía Jesús Bengoechea, el mejor lateral derecho de la historia de todos los que no han querido ser laterales derechos.
-Carreras: NOTABLE. Excelente ejercicio defensivo ante Salah, aunque cometió algunos fallos en la entrega.
-Huijsen: SUSPENSO. Triunfará en el Madrid, pero no gracias a este partido. Continuos fallos en el pase y bisoñez atrás.
-Militao: NOTABLE. Sigue imperial.
-Tchouaméni: NOTABLE. Sostuvo al equipo durante gran parte del naufragio del segundo tiempo.
-Güler: APROBADO. Tibio en el primer tiempo, desaparecido en el segundo.
-Bellingham: APROBADO. Buen primer tiempo que se diluyó en un segundo donde estuvo intrascendente.
-Camavinga: SUSPENSO. Su descalabro fue el más grave de todos los descalabros individuales que se vieron en la segunda mitad.
-Vinícius: APROBADO. Amenazante en el primer tiempo, se dejó arrastrar por la inoperancia del segundo, aunque siempre lo intentó.
-Mbappé: SUSPENSO. No puede uno presentarse al partido en el minuto 80.
-Rodrygo: SUSPENSO. Sus días de titular se acabaron. Sus días de revulsivo parece que también.
-Trent: APROBADO. Aportó algo de peso en ataque, sobrellevando con entereza la injusta presión del público, pero no tuvo mucho tiempo.
-Brahim: sin calificar.
-Xabi Alonso: SUSPENSO. Inerme esta vez ante el vendaval scouse de la segunda mitad. En esta ocasión, cosa rara en él, mostró escasos reflejos y acierto en los cambios.
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Arbitró el rumano Istvan Kovacs. En el VAR estuvo el alemán Bastian Dankert.
Partido intenso y trepidante propio de la Champions League, y más si hay un equipo inglés. Hubo varias jugadas polémicas y acertó en casi todas menos una.
La primera fue una caída de Carreras ante Bradley que no fue nada. Luego, Tchouaméni impactó con su brazo un disparo de Szoboslai. Pitó falta pensando que era fuera del área, pero le reclamaron desde el VAR. En el monitor vio que era una mano pegada al cuerpo, no despegada ni abierta. Bien Kovacs no indicando los once metros. Unos minutos después hubo una jugada parecida a la del clásico entre Lamine y Vinícius. Aquí Robertson también puso el pie por delante de Arda antes del golpeo y tampoco decretó nada. Parece que se perita igual en España y en Europa. Por último, antes del descanso sí se equivocó en la acción entre Vinicius y Bradley. El defensa impactó con su brazo en la cara del brasileño. Era penalti.
Por lo demás, dejó jugar bastante, y aunque pudo sacar más tarjetas se quedó en cinco, una para los locales y cuatro para los madridistas. Vini la vio por agarrar a Bradley, Huijsen por una entrada dura a Ekitiké, Mac Allister por sujetar a Mbappé, Bellingham por un tackle abajo a Gravenverch y Carreras por derribar a Chiesa. También enseñó una a Xabi Alonso por protestar.
Kovacs, REGULAR.
El Madrid visitó Anfield con el objetivo de seguir invicto en Champions, pero cosechó su primera derrota europea. El desempeño sobresaliente de Courtois no fue suficiente para doblegar a un Liverpool mejor.
Xabi conformó un once previsible, aunque con Camavinga en el ala derecha, lo cual redundaría en una menor profundidad por esa banda del Madrid, pues Fede tampoco se prodigó en ataque, centrándose en la defensa.
El Liverpool comenzó apretando las tuercas al Madrid. Hacía un tiempo de perros, con lluvia inglesa, pero cesó con el pitido inicial. Ni el agua quería perderse un encuentro entre estos dos grandes de Europa. Antes del 10', Huijsen cometió su segundo error consecutivo y Mac Allister golpeó fuera. Siempre hay algún Mac Allister en algún lugar en algún momento.
Los reds dominaban aupados por el rugido de su afición. El Madrid no presionaba como de costumbre cuando no tenía el balón.
La primera del Madrid la tuvo Mbappé, que culminó una buena combinación de él mismo con Jude y Vini. Echó el cuerpo hacia atrás, como si estuviese en una tumbona, y el balón se le marchó a las nubes esas que habían dejado de llover hacía un rato. La acción pareció desentumecer al Madrid, que se sacudía en ese momento la hegemonía del Liverpool. Fue un espejismo. Así se llegó al 20, el minuto en el que se homenajea a Diogo Jota.
Xabi Alonso, desde la banda y ataviado con una camisa que recordaba a la moda en Pionyang, pedía al equipo que jugase más alto.
El Madrid consiguió enhebrar una jugada larga sin perder el balón, que hasta entonces era la tónica habitual —después también lo continuó siendo—, que concluyó con incursión y disparo de Tchouaméni. La respuesta del Liverpool, gol de Szoboszlai que no entró porque Courtois obró su enésimo milagro. Diez de cada ocho acciones como esas terminan en tanto. Los niños de Liverpool tienen pesadillas con Thibaut. El gigante verde tuvo que intervenir también para despejar de cabeza.
Después, un nuevo disparo de Szoboszlai rebotó en Tchouaméni y le rozó en una mano. El francés se estaba cubriendo, tenía la mano pegada y se hallaba de espaldas. El colegiado señaló falta al borde del área, pero el contacto se produjo dentro. Después de varios minutos le llamaron desde el VAR. Segundo milagro: no pitó penalti.
El conjunto inglés estaba acogotando al Madrid, que achicaba agua y cuando recuperaba el balón lo perdía con prontitud. Tras una de esas pérdidas, Güler recuperó y se coló hasta la cocina. Lo derribaron, pero el árbitro le dijo que se levantara. Penalti claro al limbo. Poco después, a Vini le endiñaron un manotazo dentro del área. Tampoco señalaron nada. Después pudo haber una mano en una dejada de Güler a Kylian, ni siquiera repitieron la jugada. Era dantesco escuchar a Mateu y compañía hacer malabares dialécticos para justificar todas las decisiones de István Kovács. Alipori máximo.
Courtois seguía a lo suyo. Otro trallazo de Szoboszlai y mano dura del belga que recordó a una de las de la final de la Catorce. Respondió Bellingham con una bella acción en la que se plantó en área chica regateando, pero Mamardashvili despejó con los pies.
Al descanso se llegó con una nueva intervención de Courtois. 0-0. Dominio local, que no se marchó con ventaja a los vestuarios debido la actuación excelsa del portero blanco. El Madrid no tenía el control y el centro del campo brillaba por su ausencia.
Xabi permutó las posiciones de Güler y Camavinga de cara a la segunda mitad, que comenzó como acabó la primera, con despeje imposible de Courtois. Virgil había cabeceado a bocarrajo. En el córner siguiente, despejó de manera aún más bella otro testarazo, en esta ocasión de Ekitiké.
Courtois estaba firmando un partido de esos que solo ha firmado él en la historia. Pero en fútbol, para ganar, también hay que marcar gol, no solo evitarlo, y nada hacía pensar que los blancos estuviesen en disposición de anotar.
El Madrid estaba de nuevo contra las cuerdas. La siguiente de los reds, también para Szoboszlai, esta vez de faltita directa. Despejada de puños por Thibaut.
El Madrid quería, pero no le daba para ganar: Courtois evita goles, no los marca.
El Madrid se desenvolvía por el partido como quien no sabe nadar y ha de ir de puntillas por la piscina porque le cubre por la nariz. Era difícil perder más balones. A los blancos les duraba el esférico no más de dos segundos.
Se ve que Carreras se cansó, cogió el balón y se introdujo hasta dentro regateando, pero ningún compañero acudió a rematar su pase.
Los de Xabi, además, se empeñaban en conceder faltas al borde del área, sabiendo que el rival cuenta con Szoboszlai. Una botada por él acabó en la red tras cabezazo cercano de Mac Allister. Carlos Martínez lo calificó como golazo. Era imposible que no acabara entrando alguno.
Xabi volvió a colocar a Camavinga en la derecha, aunque a esas alturas Eduardo ya olía a banquillo. Rodrygo salió en su lugar. Oh, qué ilusión, entraba Goes. El brasileño no decepcionó y perdió el primer balón que tocó: se había integrado a la perfección en el juego del resto de compañeros.
Dean no daba una a derechas. Ni a izquierdas. A partir del 70, los blancos comenzaron a tener más el balón, quizá más porque el Liverpool levantó el pie del acelerador que por méritos propios. Mbappé pudo anotar en el 75, pero su disparo se marchó rozando el palo izquierdo de Mamardashvili.
A diez minutos del final, Alonso introdujo a Trent en lugar de Arda. Valverde adelantó su posición. El Madrid intentaba empatar, sobre todo por medio de Mbappé, que parecía haber despertado un pelín. No así Vini, que fue de más a menos, y tampoco había empezado muy bien.
En el 86', primero Courtois y luego Militao evitaron el segundo scouse, que parecía más cercano que la igualada blanca. El Madrid quería, pero no le daba para ganar: Courtois evita goles, no los marca.
Brahim reemplazó a Valverde en el 90' y el árbitro añadió cinco minutos de prolongación, pero los blancos no consiguieron ningún punto en Anfield. El Liverpool fue superior, en el banquillo y en el campo, solo el acierto de Courtois evitó un resultado más abultado.
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Antes de entrar en materia, quiero recordarles que mi ignorancia es comparable a la capacidad del club cliente de Negreira para delinquir. Y también… ¿qué era? Ah, sí, también que tengo muy mala memoria. Después de unas vacaciones se me olvidó vivir, luego fue un engorro aprender de nuevo a hacer la mitosis y todos esos procesos.
Mi amigo Falstaff me había cedido su entrada para La Filarmónica en el Auditorio Nacional —solo me cae bien por estos detalles— y yo pensé que era una ocasión especial merecedora de darme una ducha. Una previa ideal para el Liverpool-Real Madrid del día siguiente.
Limpito y arreglado me presento en la entrada, donde se congregan más personas aseadas, salvo un joven con aspecto de cochino y la camisa más arrugada que la gomaespuma del asiento del coche de Laporta.
No es la primera vez que acudo, cuando estudiaba Teleco nos proporcionaban entradas para que apreciáramos los elementos arquitectónicos destinados a mejorar la acústica del Auditorio. En otra ocasión, gané dos entradas en un concurso de un periódico. Como fui solo, le regalé la que me sobraba a una señora mayor que se había quedado sin ella. Esto lo digo solo por presumir de bondad (dime de qué presumes…).
Además, hace décadas, mi padre se encargó de las tarimas del escenario y otros lugares de la recinto. Pero, como tengo mala memoria, cada vez que voy es como la primera.
Leo «puerta 10» en la entrada digital. «Imposible, solo hay una», pienso. Me pongo a la cola y una vez dentro ya preguntaré. Al leer el QR, el empleado de la puerta me indica, pero estoy tan pendiente de atender a las indicaciones que no presto atención a las mismas. Me pongo nervioso y sigo adelante.
Una escalera a la izquierda y otra a la derecha. Me asomo a la primera. Hay una plaquita con números de puerta. Ya entiendo por dónde iban los tiros. No es esa, sino la derecha. Ya es sencillo: al llegar a la correspondiente, solo tendría que atravesarla y buscar la fila y el asiento indicados. Aparcao. Vista fabulosa lateral. Debajo, dos pianos: uno descapotable y el otro targa.
En lugares como este me encuentro cómodo, la proporción de maleducados es menor. Aunque siempre hay alguien que incordia. «¿Podés cambiarme la butaca para estar con él?» pregunta la mujer que tengo al lado a otra que se sienta varias filas más arriba, junto a su acompañante. Lo intenta sin éxito con más espectadores. A mí no me pregunta, debe de verme el gesto.
Entre aplausos, salen a escena Terele Pávez y Pepe Viyela. Eso me parece. Además, hace apenas unos meses que ajusté la graduación de las gafas. Mas un runrún en la cabeza me dice que aquello no puede ser, la gran Terele hace tiempo que nos dejó, y aunque la presencia que estoy viendo tiene un aspecto espectral, totalmente de negro con la melena cana, se me hace raro que sea ella. Lo de Pepe Viyela, en cambio, no me llama la atención.
Entonces recuerdo las palabras del WhatsApp de Falstaff: «Es un recital de piano de Martha Argerich (una leyenda, para muchos la mejor intérprete viva de piano) y otro notable pianista argentino, Nelson Goerner. Obras de Mozart, Beethoven, Shostakovich y Ravel». Misterio resuelto.
También caigo en que me han entregado un díptico de cartón que hasta ese momento estoy utilizando como paipay. Es el programa. En él aparecen los nombres de los músicos. Ya les había prevenido acerca de mi ignorancia. Pido disculpas por la confusión.
Ambos pianistas interpretan de maravilla las piezas. Junto a ellos, dos efebos aguardan sentados al acecho leyendo la partitura para pasar de página cuando sea menester. ¡Flash! Lo hacen rápido, intentando no molestar. No obstante, Martha Argerich a menudo no queda conforme con el resultado y aplana la página izquierda —que siempre queda abombada por efecto del peso de la misma— en gesto fugaz. No cambia ni mejora nada, pero ella se siente mejor haciéndolo.
La mujer que quería cambiar de asiento mete la mano en su bolso y comienza a hacer ruiditos. Tarda unos treinta segundos en extraer una mascarilla. Se la coloca tapando boca y nariz. No logro comprender cómo mejora la visión o la escucha del espectáculo.
Tras muchos aplausos, sube la intensidad lumínica y un señor con estructura de Óscar López mezclado con Jesús Posada y ataviado con una americana de pata de gallo se levanta. La mujer que lo acompaña hace lo propio. Ella también viste una chaqueta con motivos de pata de gallo. Quizá regenten una pollería.
Unos minutos para estirar las piernas. Huelo a café. Camino en una dirección, llego a los baños. Aquí no es. Camino en la contraria, hay una barra. Aquí sí es. Me pongo a la cola, pues leo en un cartel: «Barra libre de copa de cava».
Me extraña, no es propio de la clase de un lugar así. Según me acerco confirmo mi error, el letrero reza: «Barra de copa de cava». A 5,85 € la copita. Ya que estoy…
Vuelvo a mi asiento. La señora de la mascarilla no está, pero sí su abrigo y su bolso. Tal vez se ha disuelto, o se ha evaporado, y solo han quedado sus objetos materiales sobre la butaca. En todo caso, mejor.
Tanto Martha Argerich como Nelson Goerner son primorosos. La velada es una delicia. Perfecta para relajarse antes de un partido de Champions entre la realeza europea en Anfield.
Cuando aplauden mucho durante más tiempo, entiendo que ha concluido. De las cuatro obras, me han gustado más las de Beethoven y Ravel, pero por poco, como un fuera de juego de esos que le inventan a Mbappé.
Los señores de la pollería se levantan y se marchan. Alrededor de un 15% de los espectadores, también. Son los mismos que no presenciaron las remontadas del Madrid de la Catorce porque «hay que irse ya, que luego se forma mucho atasco».
Yo me quedo. Acierto, porque hay bis. Los pianistas interpretan She Loves You. Creo que mi cabeza ha abandonado la realidad y se está posando sobre el partido del Madrid de mañana. Yeah, yeah, yeah.
Gracias, amigo Falstaff.
Fotografías: Francisco Javier Sánchez Palomares
Me van a disculpar por el término. No acostumbra una a ser grosera, más bien todo lo contrario, y menos a modo de presentación con una palabra tan sonora, aunque de momento indefinida. Tiene que ver con que hay una plaga sobrevenida de la dolencia denominada “pubalgia” en algunos de los jóvenes futbolistas de la Liga.
Ya se harán una idea de por dónde van estos tiros. Me van a volver a disculpar, porque a medida que se suman palabras se agranda la (mala) sombra, pero yo a esta coincidencia de padecimientos en tan mancebos cachorros peloteros la voy a llamar mejor “follalgia”. Ya está, ya se ha dicho (por segunda vez).
He leído algunas consideraciones médicas al respecto del achaque, y no existe ninguna que me convenza por su casi expresa vaguedad, lo cual me lleva inevitablemente a extradiagnosticar el problema. El “estrés físico temprano” y el “rápido crecimiento”, por ejemplo, son algunas de las causas referidas por los facultativos.
Estos recomiendan poco menos que nuevas ambigüedades como descanso o prevención.
No hay tratamiento específico para la pubalgia, que no es nueva. Otros futbolistas jóvenes del pasado también la sufrieron en un curioso contexto de sensación de cortina, como cuando deslizan esta violentamente las enfermeras en las urgencias de un hospital.
Lo que les pasa a los jóvenes futbolistas españoles es follalgia, que podría considerarse la expresión latina original de la que se deriva la oficial pubalgia
Así que mi evaluación del asunto es que se trata, en realidad y definitivamente, de follalgia. ¿Y qué es la follalgia? Pues sin más: un exceso de fornicio con su correspondiente excesivo movimiento rítmico o arrítmico o explosivo del pubis, derivado de la juventud rozagante y de las infinitas posibilidades que ofrece ser famoso y deseado, a pesar incluso, o a propósito de los, en algún caso, atavíos contrarios a cualquier muestra de auténtica sensualidad que una conozca. Pero una es una y nada más.
La follalgia no tiene cura. “Prevención y descanso”, dicen los médicos. La generalidad que recomienda casi sin misterio un poco de contención en el impulso. Eufemismos por doquier. Pero una, madre de hijos adolescentes y hermana de hermanos adolescentes, sabe de lo que habla.
Lo que les pasa a los jóvenes futbolistas españoles es follalgia, que podría considerarse la expresión latina original de la que se deriva la oficial pubalgia: el irrefrenable estímulo de acceder a las profusas insinuaciones sobrevenidas que están causando una pequeña ola de estragos sin curación, a no ser que se les confine, por su bien y el de los clubes que les pagan, en sus respectivas ciudades deportivas.
Una situación inviable por su evidente privación de libertad, contraria a los derechos humanos, y por la que una recuerda aquella escena de la sicalíptica Amarcord de Fellini, cuando la familia va a visitar al tío ingresado en un psiquiátrico quien, al volver de la pequeña excursión, se escabulle antes de regresar y se encarama a un árbol al grito desesperado de: “¡Quiero una mujer!”.
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A estas alturas de la temporada se puede decir ya que el de Álvaro Carreras ha sido un gran fichaje. El sábado metió un golazo, por toda la escuadra, un trallazo prácticamente en seco desde el pico del área que recordó a Roberto Carlos y a Marcelo. Es verdad que hay una cultura madridista del lateral izquierdo muy acentuada que forjaron los genios brasileños, a partir de la cual se puede hablar también de heterodoxia: Coentrao y Mendy como grandes laterales alternativos que han triunfado incluso a la vez que Marcelo o, en todo caso, que han ayudado o hecho sencilla la transición, siempre difícil en equipos campeones.
Carreras se inscribe en esa tradición. Es grande y rápido, de zancada potente y envergadura. Va al choque con contundencia aunque no es exactamente una roca. No es ni Rüdiger ni Pepe ni tampoco Carvajal, no tiene cuerpo, pero es valiente y buen marcador, hábil para el tackle y la intercepción, virtud capital en los grandes defensas del Madrid, que tienen que acostumbrarse a trabajar sin red. También ha mostrado temple y casta, como un buen torero.
El camino de Carreras hasta el Madrid ha sido un renglón torcido. Aunque no es exactamente el mismo caso, Carreras se parece a Carvajal: en La Fábrica desde cadete, no llegó a debutar sin embargo con el Castilla porque se fue a hacer el erasmus antes, al Manchester United, desde donde llegaría, previo paso por el Granada y la Primera División, al Benfica. Allí, una buena temporada y un gran marcaje a Lamine Yamal le abrieron las puertas, definitivamente, del Real Madrid.
El contraste con Yamal es interesante. Representa, desde luego, otro tipo de españolidad. Carreras es un tipo serio, de aspecto tranquilo y apariencia de cayetano. Los cayetanos tienen mala fama y no se sabe muy bien por qué, quizá sea fruto de la envidia, mal endémico español. Lo quinqui llama más la atención, desde luego, y el rollo bling-bling es, comunicativamente, más potente: es el campo semántico de las estrellas de la NBA, del reguetón y el trap, de la ordinariez y vulgaridad rampantes que se han hecho irremediablemente dueñas del mundo. Yamal, además, encarna el mito de la «España plural» y diversa al que con tanto regocijo se apuntó la izquierda política y cultural, que es la que domina el relato.
A estas alturas de la temporada se puede decir ya que el de Álvaro Carreras ha sido un gran fichaje
La nueva españolidad está de moda. Es prisaicamente vendible, carne de El País Semanal y de la Cadena SER. O sea. Yamal, Nico Williams, los talentos que surgen del mestizaje de los extrarradios, toda esta supuesta alternativa a lo ibérico tradicional que amplifican las redes sociales hasta el agotamiento mental se levanta, en el plano de lo simbólico, contra el lugar común que asocia al Madrid con la vieja idea cerril y apolillada de España.
Carreras no es ni diverso ni plural, sino de El Ferrol, provincia de La Coruña, ciudad de insigne abolengo por su cercanía con Santiago de Compostela y base principal de la Armada Española. Va a lo suyo y es inteligente, no alimenta el circo en el que TikTok, Instagram e Internet en general han convertido el fútbol de hoy. Es un español que tuvo que salir fuera para competir, está adaptado a la jungla global, aprendió inglés en la Premier y volvió con mando en plaza. No tiene progenitores estrambóticos o con bellas historias de superación perfectas para que las cuente Évole. En ese sentido su origen tiene poco de inclusivo, es lo que antes se entendía por un español normal, especie hoy en peligro de extinción y rara avis en el gran escenario del mundo como el lince ibérico blanco al que le hicieron una foto el otro día.
Su zurda tiene ecos de Bale. Juega con la música anárquica y fabulosa de los grandes jugadores del Madrid, esos que siempre bailan un chotis con la muerte sobre el filo de una navaja
Pero Carreras es un cañón. Su zurda tiene ecos de Bale. Juega con la música anárquica y fabulosa de los grandes jugadores del Madrid, esos que siempre bailan un chotis con la muerte sobre el filo de una navaja. Recuerda a la energía de Carvajal, tiene su determinación y la firmeza de Nacho pero, también, la inclinación a la locura de Sergio Ramos. Quizá sea un defecto congénito de su exuberancia física, de su poderío. Tiene tiempo para aprender, desde luego. Además, a diferencia de Fran García, Carreras ha caído de pie y la gracia, como la fe, es un don: se tiene o no se tiene y está claro que el Bernabéu no se la concede a cualquiera.
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