Las mejores firmas madridistas del planeta

Va uno a contar goles, idea sencilla de Jesús Bengoechea, con la intención de ser sublime, objetivo lejano pero honrado, que es lo que decía Umbral que había que ser siempre y de una vez por todas. Hay que ser sublime sin interrupción como busca el adolescente. Por eso uno es del Madrid al que se mira desde La Galerna como el joven aspirante a escritor miraba "a don Alfonso de Lamartine, a don Alfredo de Musset o a don Pierre Loti" corriendo el riesgo de hallar sólo en el espejo " a un pardillo orlado de negro y oro", que es como vestían aquel día sus poetas.

Sólo se van a buscar caballeros de los que hacen obras como amores. Uno ve los partidos del Madrid “con los enormes y expresivos ojos de la habitación azul” del joven Umbral, rastreando el perfil de sublimidad que no tiene. Casi se supo, como el niño Paco, que el crisol de su personalidad tenía que salir de allí, “de la habitación azul con sillones hondos y bordados chinos… aparadores y armarios que eran como altares sombríos” entre los cuales se vio un gol cuya belleza no precedió a la red sino al mismo remate. El gol que fue la jugada porque aquel fue lo de menos y eso que fue mucho: Raúl corriendo con sus piernas arqueadas hacia el hueco que era una plaza española en fiestas, el niño que siempre parecía que iba a robar algo como un pícaro del Siglo de Oro.

Sucedió en el XXI y en Old Trafford. Redondo, Fernando Redondo, se marchó de un ramalazo por la banda con la alegría inconsciente con la que se internaban los náufragos de Lost en la selva. El príncipe que se adentra como un loco, sin espacios, sin destino, directo a un precipicio llevado por su carrera bamboleante de carro desvencijado, acaparando todos los flashes igual que en una pasarela de moda. Parecía que aquella aventura, como la de isla de Tom Sawyer, iba a terminar pronto en casa de tía Polly, pero de pronto el argentino hincó la espuela izquierda e invirtió el rumbo y su caballo, ¡él mismo!, salió disparado hacia la línea de fondo al tiempo que Berg, el defensor, caía desmemoriado sobre la lona.

Todo el esquema del entonces vigente campeón de Europa quedó destruido mientras el mediocentro recuperaba el equilibrio. La suya fue una carrera al filo, un leve perder las formas, un vahído, para enseguida recuperar el tono de su apostura. Nunca fue ese estadio más teatro de los sueños con Redondo irguiéndose (jamás jugó agachado) y casi carraspeando, ya impecablemente vestido al borde del acantilado por el que se despeñaron los diablos rojos al completo, igual que aquel chico al que se le enganchaba la chaqueta en la puerta del coche de Rebelde sin causa. Después miró al frente y le vio entre el gentío. Al pícaro Huckleberry en busca de su botín. El punto negro que se hizo línea para mostrar al mundo Placeres Desconocidos, el disco que grabaron los Joy Division en medio de las lágrimas de Manchester.

 

En los últimos tiempos me llegan ecos crecientes de Fernando Redondo. Recuerdos de los aficionados, listas espontáneas y apócrifas en las que va emergiendo sin hacer ruido, de forma natural, como uno de los mejores de siempre; aniversarios de actuaciones estelares que suenan como la alarma de un despertador íntimo en la memoria de los que le vimos jugar. Era el centrocampismo de Redondo algo incomprensible y hermoso. De lo incomprensible y hermoso almacenado en el tiempo para comprenderlo del todo en su inevitable hermosura un día en el que ya parece que nos hacemos viejos.

Estábamos viendo la modernidad. La estamos viendo ahora y la veremos siempre. Era la estética de un fútbol de salón proustiano, al que no todos prestaban atención, distraídos entre las murmuraciones de los invitados de Mme. Verdurin. Lo mundano nublaba el figurón de Redondo. Un bailarín que de repente huía, salía por la puerta despavorido, para luego volver. Sin el balón en los pies era el mariscal discreto que tantos reclamaban en efectos contantes. Yo lo he visto alejarse de la pelota, ocultarse de ella y mover la jugada como un mentalista. La jugada fluía, se filtraba por todos los rincones, mientras él la rodeaba entre bambalinas como un domador, como el apuntador del teatro que susurraba palabras de lucha, de duelo o de amor.

Este artículo iba a publicarse el 15 de abril, el día que cumple años (22) su despampanante interpretación en Dortmund. Algo importante estará sucediendo en La Galerna en esa fecha, motivo por el cual hemos adelantado este homenaje sobrevenido, una ventolera, como su recuerdo, que alcanza mucho más allá de los números. No es nada preciso, nada contable sino imprevisible y verdadero como una emoción. A las emociones no se las espera y así surge Fernando Redondo en el tiempo, recordado, exacto (esta vez sí) en su bamboleo inolvidable.

El empaque de su figura dando un pasecito intrascendente. Con esa pinta, nada en Redondo era intrascendente. Uno lo veía dar una carrerita por esos medios y pararse. Andar de espaldas atrayendo hacia sí la jugada y sus componentes, como si viera el mundo desde su cuadriga a través de sus caballos. A veces no quería la pelota, no la necesitaba, y se deshacía de ella, quitándole toda importancia. Su afán estaba en otra parte que veríamos después, que llegaría después. Otras veces la retenía, la pelota, la pisaba, embadurnándola, y empezaba a moverse de un lado a otro en un metro de yerba, o la conducía en horizontal como si fuera un general a caballo que pasase revista a su ejército antes de la batalla.

La horizontalidad era una característica suprema en él. Se sabía un baluarte que no podía abandonar su posición. Pero estábamos deseando que lo hiciera. Cuando, de repente, se lanzaba, descosiendo al rival (y al Madrid) en un poema, como si fuera una misión entre las trincheras, la emoción se desataba. A ese arrebato bello (esos arranques como iluminaciones que también se producían en defensa, donde el rapto, la salvación, eran casi el inicio de la primavera) le daba un aire de misión suicida por la que todos suspirábamos, como si quisiésemos verlo morir sabiendo que no moriría nunca.

Valía la pena verlo ladearse en el regate sensual y cortante, como si moviera un trasatlántico igual que una bicicleta, y luego avanzar entre las oquedades de las bombas y entre las alambradas con su elegante tambaleo, siempre al límite de caer por un precipicio, donde no había manera de pararlo. Daba la impresión de que incluso los rivales no querían pararlo para no perderse ese enajenamiento efímero que nos volvía locos a todos. Quién hubiera sido Berg para contemplar en primera fila aquella escultura inmortal del taconazo manchesteriano que se esculpió a ritmo de Ceremonia.

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