Las mejores firmas madridistas del planeta

Fue Baudelaire, padre de la poesía de ciudad, quien lo dejó dicho para siempre: “A solas padezco multitudes”. La frase delata el mal insólito de algunos escogidos, que reúnen en un mismo hombre cien hombres. La tentación de llevar varias vidas, o la maravilla de ser otro, se animan en las biografías de los rebeldes que no prefieren la norma sino el peligro. De modo que un hombre es el sueño de otro hombre, de modo que un hombre a veces es una asamblea. Y quien dice un asamblea, dice una grada, y quien dice una grada dice también un estadio entero. El Santiago Bernabéu. Y a esto iba yo. Tenemos vaciado el Bernabéu, por culpa del coronavirus, para llenarlo enseguida desde casa. Arrancó la Liga sin estadio, pero no la Liga sin afición, porque estamos ahí, como siempre, sólo que sin pasar por taquilla. Sobrepasamos el aforo, pero ocupamos sólo la butaca, o butacón, de casa.

Contra lo que escribió el poeta, pero sin desdeñarlo, no vamos a padecer multitudes sino que vamos a disfrutar multitudes. Ahora, cada hombre es Chamartín entero, pero sin Chamartín, que está tomado por el coronavirus, que en rigor no está en ningún campo abierto. Vamos a seguir yendo al Bernabéu, sólo que el Bernabéu sigue vacío, con lo que todos los madridistas hemos puesto el Bernabéu en nuestra casa. Es raro, y es estupefaciente, seguir al Madrid en partidos con la grada vacía, porque estamos todos ahí, entre otras cosas, sólo que no se nos ve. No hay club sin afición, aunque sí hay estadio huérfano de forofos, que es una cosa directamente fantasmal, porque todo estadio nació para el alboroto, y no para la nada. Lo que vengo a decir es que somos una multitud a solas, sorpresivamente, y porque el momento obliga, y somos también un estadio, el estadio pletórico, sin movernos de casa. Esto último ya ha ocurrido, porque la afición del Madrid es planetaria, pero no ha ocurrido con un estadio vacío, según es hoy lo preceptivo. El Bernabéu ha sido recuerdo, bullicio, templo, gloria. Hasta un monumento en obras, que es lo que es en rigor, ahora mismo. Pero ahora el Bernabéu soy yo. Y tú, y luego aquel. Jamás un estadio había sido una sola persona. Disfrutemos a solas la multitud que somos. Falta el clamor, si miramos la tele, pero no faltará. Hala Madrid.

 

Fotografía Getty Images.

 

El presidente blanco es el gran renovador de la tradición histórica del Club

Sin que nos diéramos cuenta ha empezado otra temporada, otra Liga, que no parece verdaderamente nueva sino más bien una continuación de la anterior. La CoronaLiga terminó a mediados de julio y el brillante triunfo del Madrid de Zidane, la conquista del título número 34, quedó algo empañado por las circunstancias. Se ganó en un estadio sin público, no se pudo celebrar y dos semanas después se cayó penosamente en la Copa de Europa. La imposibilidad de festejar una alegría tan grande como fue aquella Liga dejó un sabor raro. Me recordó a eso que dicen del duelo, que se prolonga dolorosamente hasta el infinito si no se puede enterrar al ser querido.

El Real Madrid celebra el título de Liga.

Como todo se ha sucedido de manera tan extraña, este calciomercato, esa aburridísima (y larguísima) estación que soporta el hastío de los futboleros en verano, también ha resultado ser una cosa gris y sin sustancia: ni un titular, ninguna bomba, ningún De Rossi o Vieira, más allá del affaire Messi, que llevarnos a la boca. Este año el calciomercato ha durado un telediario y ni siquiera ha sonado Mbappé. Quizá la bomba de verdad sea esa noticia que ha pasado medio desapercibida estos días o que en todo caso ha sido recibida con un mohín de insatisfacción: las cuentas del Madrid para el ejercicio económico 2019-2020 han arrojado un superávit de 320 mil euros.

La noticia del superávit en año de pandemia, con el fútbol en monstruosa contracción (como todo, por otra parte), es revolucionaria

Son malos tiempos para la austeridad, aunque ahora haya que decir frugalidad porque es lo que está de moda en el degenerado periodismo generalista español. Yo prefiero austeridad, que viene del griego “áspero” y que a través del latín nos llegó convertida en una noción de rectitud, de laconismo: una sobriedad morigerada, muy castellana, o así me la imaginé yo siempre. Me gusta imaginarme a todos esos hombres que construyeron el Madrid hasta Bernabéu como el caballero de la mano en el pecho de El Greco, unos hidalgos enemigos del derroche, también en las emociones. Por eso aquel primer Del Bosque, el de la Octava, el que no celebraba los goles en Old Trafford, me parecía el compendio de esa manera de ser madridista, tan clásica, tan recia, sin un gesto fuera de lo estrictamente necesario.

Vicente del Bosque.

La noticia del superávit en año de pandemia, con el fútbol en monstruosa contracción (como todo, por otra parte), es revolucionaria. Vivimos en un mundo que funciona a base de deuda y de dinero de mentira, de dinero que se va a ganar mañana si la muchacha del cuento consigue llegar con el cántaro a la fuente: en el mundo del crédito no sucede nunca nada que entorpezca el camino de la muchacha, pero la realidad, eso lo sabían Omar Jayyam ya en el siglo XI, puede caer de golpe y destruir el cántaro, la muchacha, la fuente y hasta el mismo sendero por el que se va y se viene.

La estrategia de este florentinismo tardío está encaminada a situar al Madrid en una buena posición desde donde competir con gigantes plutócratas

En un mundo donde la especulación es la reina, que Florentino salve trescientos mil euros del presupuesto del club en el año del coronavirus es un acto de subversión, de contestación y de estoicismo: el Barcelona, por ejemplo, declara oficialmente unas pérdidas que se acercan a los cien millones de euros. La estrategia de este florentinismo tardío, un florentinismo renovado y muy alejado de aquel imperialismo conquistador del dinero por delante para comprar lo mejor y lo que hiciera falta, está encaminada a situar al Madrid en una buena posición desde donde competir con gigantes plutócratas: un gran estadio y una última gran estrella, Mbappé, que parece que no quiere renovar por el PSG y sobre el que se articularía la nueva (pero vieja, en realidad) política de expansión de la marca del club en los próximos diez años.

Kylian Mbappé.

Sin embargo esta nueva visión comedida, parca, previsora y prudente en la gestión del Madrid del Florentino crepuscular es algo que podría decirse que está en los genes del madridismo, como digo, del mismo modo que la audacia financiera de las grandes operaciones (cuya génesis se encuentra en el fichaje de Zamora, el primer galáctico de España). Yo siempre he creído que el madridismo es una tradición subversiva y una negación del mundo moderno, un mentís alto y orgulloso a la realidad de petrojeques y deuda infinita. Hay pruebas y están en el pasado del propio Real Madrid, lo que es lo mismo que decir que está en la base de lo que este club es. El profesor Ángel Bahamonde, en su El Madrid en la Historia de España, cuenta que Santiago Bernabéu “concibió la organización interna del club siguiendo la estela de la estrategia y los objetivos que habían prevalecido en los años treinta, convenientemente adecuados al tamaño adquirido por el club tras la construcción del nuevo estadio”.

Sólo con un nuevo estadio se generará el dinero suficiente como para sostener el nombre y el estatus ante clubes que pueden gastarse ochenta millones de euros por un juvenil

En términos puramente crematísticos, el Madrid afronta las próximas décadas del fútbol de élite como una empresa familiar compitiendo, con lo que tiene, con corporaciones gigantescas cuya capacidad de gasto y endeudamiento superan por mucho la suya. El mismo Liverpool, por salir de los clubes-Estado, pertenece a un conglomerado americano dedicado a la industria del deporte, como el Manchester United. El Leipzig, semifinalista de la reciente Copa de Europa, es de Red Bull. El Madrid tendrá que moverse contando con sus propios medios y para eso un nuevo estadio, y a fin de cuentas la reforma del Bernabéu deparará uno nuevo pero en el mismo sitio. Un nuevo estadio que llenar con las estrellas del mañana como el primer Chamartín con el Madrid republicano de Zamora, Ciriaco, Quincoces y los Regueiro; o como el segundo Chamartín y el Madrid de Di Stéfano y Gento (y de la Copa de Europa, no lo olvidemos). Sólo así se generará el dinero suficiente como para sostener el nombre y el estatus ante clubes que pueden gastarse ochenta millones de euros por un juvenil, sin despeinarse. En eso, Florentino también ejerce como el gran renovador de la tradición histórica del Madrid.

Santiago Bernabéu.

“Bernabéu siempre insistió en que uno de los problemas de los clubes consistía en que éstos solían circunscribir su acción al corto plazo impuesto por las dinámicas electorales”, escribe el profesor Bahamonde. “Una empresa privada, señalaba el presidente, no podría aguantar este ritmo. Según Bernabéu de ahí se derivaba el principio de irresponsabilidad de muchos directivos, que adoptaban decisiones arriesgadas, demagógicas o estériles, siempre costosas y escasamente planificadas y reflexionadas, en las que primaban criterios electoralistas permanentes. Otro efecto pernicioso era que los socios se contagiaban de esta ambientación, respondiendo asimismo con actitudes irresponsables. Se hacía preciso educar al socio”.

El socio del Madrid, viendo el respaldo electoral que ha tenido siempre Florentino, parece bien educado en esta pedagogía con solera en el club, pero otra cosa es el aficionado, el hincha. El hincha global lee todos los días que el Barcelona, siempre al borde de la bancarrota, pretende gastar (y hasta el verano pasado, gastaba, no en vano por Messi pagan entre unas cosas y otras, cien millones de euros cada temporada) como los jeques de Catar. En realidad, cualquier equipo de medio pelo de Inglaterra puede fichar con mayor soltura, ahora mismo, que casi cualquier grande español, italiano o alemán.

La capacidad previsora de Florentino lo pone en la línea de los “hombres notables”, como dice Bahamonde en su libro, que debían regir siempre los destinos del club

Aquí radica la grandeza contestataria de esta austeridad florentinista, capaz de negociar de padre a hijo con los capitanes del fútbol y del baloncesto una bajada del sueldo que le permita al club mantener muchos puestos de trabajo, además de la autonomía financiera del club. Esta capacidad previsora de Florentino lo pone en la línea de los “hombres notables”, como dice Bahamonde en su libro, que debían regir siempre los destinos del club según la teoría del poder concebida por Bernabéu: sólo los hombres notables pueden atisbar el futuro en el ruido y en la furia del presente. Es una concepción aristocrática en el sentido platónico, pura contracultura en un mundo dominado por el democratismo o falseamiento interesado de la idea de democracia, convertida por la propaganda en un fin en sí mismo, en un armario hueco.

Obras del Santiago Bernabéu.

Esos 320 mil euros que el Madrid conserva en el año en que el coronavirus vino a destruir la economía de España son algo más que un ahorro, que la muestra de una buena administración: son un posicionamiento moral. Se suele comparar el impacto de la pandemia en la economía española con el de la Guerra Civil. El profesor Bahamonde dice que en los prolegómenos de la guerra, “el Madrid se nos ofrece como el club más estable y con una mayor proyección de futuro en el fútbol español de la época. El club cubre su presupuesto económico sin mayores dificultades e incluso genera un superávit discreto pero que, en relación con sus homólogos nacionales, no admite parangón”. Un superávit de más de cien mil pesetas que permitió al club “generar la mayor cantidad posible de recursos propios y evitó al Madrid caer en una espiral deudora, lo que resultó decisivo en la etapa posterior”.

 

Fotografías Getty Images.

Nuevo Estadio Bernabéu.

 

El moderno estadio madridista empieza a brillar

Mientras observo el buen ritmo y la estupenda apariencia de las obras del Santiago Bernabéu, pienso en qué van a hacer, cómo van a reaccionar los críticos principiantes cuando todo esté terminado y esa atmósfera catedralicia les envuelva. Me hace gracia pensar en el bochorno que les pueda producir entonces la mención de su pobre hallazgo: “Lata de sardinas”. Si no recuerdo mal, la expresión fue acuñada en los albores del proyecto por nuestro querido y admirado Alfredo Relaño. “Lata de sardinas galáctica” era el término completo, que apareció por primera vez en una de las recurrentes piezas del Obispo de As llenas de piedad y amor por Florentino Pérez.

Florentino Pérez en la presentación del Nuevo Bernabéu

Resuenan en mi cabeza las risotadas de los fieles y acólitos de la eminencia. Unas risas como aquellas de las que hablaban los de Muchachada en el colegio (min. 2.15): las que empezaban por nada, simplemente por mirarse, y terminaban en la risa sorda de ojos cerrados y boca abierta. Así veo yo riéndose a los relañistas con la lata de sardinas y otras ocurrencias similares. Pero la intención de Monseñor Alfredo no era provocar la hilaridad. “Lata de sardinas galáctica” está pensado con el odio y escrito con la saña del villano que sale una y otra vez derrotado de su cruzada personal. Relaño es una especie de Salieri y Florentino es una especie de Mozart, como si al primero le golpeasen muy fuerte y muy dentro las virtuosas notas del segundo.

Cercha sur del Nuevo Bernabéu

Esas notas se escucharán pronto en Chamartín cuando suene el órgano de la nueva catedral blanca. En Nuevo Estadio Bernabéu podemos ver el avance de los trabajos, donde las estructuras góticas van tomando forma como arbotantes y contrafuertes y arcos ojivales que prometen maravillar y recoger al espectador. Qué sensación tendrán los futbolistas y visitantes en tan elevado ambiente. Qué emoción sentirán al encaminarse hacia él. La vieja emoción y la nueva emoción. La emoción remozada. El madridismo íntegro y reluciente. Listo para el futuro. Yo me imagino mirando a los techos y recorriendo en ellos la espiral entre los campanarios para mirar desde la cima del mundo igual que Víctor Hugo.

Cercha Norte del Nuevo Bernabéu

Será como ver al Madrid con la luz del sol penetrando a través de las vidrieras. Y entonces no reirán los latistas ni los sardinos, sino que se arrodillarán frente a las capillas de la catedral del fútbol imbuidos de fe. Acudirán a ella con sus bufandas como rosarios y se ufanarán de sus posesiones, porque no tardarán en hacerlas suyas, y nunca más recordarán su ateísmo vulgar.

Hasta que el diablo (o el idiota) les vuelva a tentar.

 

Fotografías Nuevo Estadio Bernabéu.

Getty Images.

 

El artículo que Jesús Bengoechea no quiere que leas

El ex-presidente del Real Madrid, Ramón Calderón, dijo en una ocasión: - "Nosotros vamos al estadio Bernabéu como si fuéramos a la ópera. Si no cantan bien, les abucheamos, les silbamos, sacamos los pañuelos. Eso es algo que los jugadores que vienen de fuera no entienden: `¿por qué nos critican? No nos respaldan´".

La anécdota la encontré en la biografía de Cristiano Ronaldo que escribió Guillem Balagué. Allí también podía leerse, a cuenta del trato del aficionado del Bernabéu a Cristiano Ronaldo, una ácida crítica a la cultura española, ahondando en todos los tópicos sobre la envidia como deporte nacional y comparándolo (en negativo) con el protestantismo inglés. Si bien Balagué se hacía eco del sociólogo Salvador Giner, me pareció entender que lo descrito coincide con su propia opinión sobre cultura española y, por extensión, la cultura del Bernabéu.

Pitos a Cristiano Ronaldo

Sin embargo a mí lo que decía Calderón me pareció muchísimo más interesante que la disertación del sociólogo. Lo primero, la mención a la exigencia del público de la ópera, que me animó a buscar información en un foro sobre el tema y me permitió encontrar un debate entre aficionados al género discutiendo animádamente sobre si fue Giuseppe Di Stefano (el tenor) o Luciano Pavarotti el que tuvo un final de carrera más vergonzoso. Uno de los foreros, que firmaba como "Gualtier Maldé" (personaje de la ópera Rigoletto), presumió de lo siguiente: - "Mi abuela le oyó a Pavarotti un soberano gallo aquí en Caracas cantando Lucia, en 1974, en Tu che a Dio spiegasti l´ali (el hombre estaba indispuesto), y Pavarotti fue salvajemente abucheado por el público". Yo creo que presumir de que tu abuela abucheó a Pavarotti, una noche en la que cantó pese a que se encontraba enfermo, seguramente es compatible con la actitud exigente de la afición del Real Madrid. Así que la comparación entre estos colectivos se antoja plausible.

Ramón Calderón fundamentaba la diferencia de enfoque entre el Bernabéu y las demás aficiones en que el grueso del público madridista no es madrileño de origen

Ramón Calderón fundamentaba la diferencia de enfoque entre el Bernabéu y las demás aficiones en que el grueso del público madridista no es madrileño de origen: - "El 75% no nació en Madrid, así que no es como en Barcelona, Sevilla o La Coruña, con clubes que representan la región". No se si esas cifras son correctas o no, pero quizás si que haya algo de cierto en ese diagnóstico. El carácter poco "regionalista" y principalmente identificado con el éxito, podría  ser un factor que ayudase a explicar las diferencias, no sólo respecto a otras aficiones españolas, si no también respecto a esa animación "incondicional" del público de la Premier League, que si estaría más identificado con un espacio geográfico y sentimental.

Pitos Guti Bernabéu

Jimmy Burns, afamado periodista de origen madrileño -aunque culturalmente sea más bien hispano-británico-, también coincide con esta valoración respecto al público del Bernabéu. De hecho en su libro "Cristiano y Leo: La carrera para convertirse en el mejor jugador de todos los tiempos" aseguró que la afición del Bernabéu es aun más exigente que la del Camp Nou; y lo justificaba por eso mismo, porque consideraba que la identidad política y cultural del Real Madrid, como club, es mucho menos importante que ganar al fútbol.
De paso, Burns también estableció un paralelismo entre el espectador madrileño del fútbol y el de los toros. Una comparación que viene siendo un símil habitual cuando se habla del público del Bernabéu, puesto que el periodista de El Mundo, Orfeo Suárez, también lo usó cuando quiso explicar la diferencia entre seguidor británico y madridista. Orfeo Suárez, de hecho, comparó a la afición del Real Madrid, específicamente, con los que se sientan en el Tendido 7 de la plaza de las Ventas. Es decir, aquellos a los que el tópico considera realmente exigentes, los que esperan y exigen lo mejor de sus estrellas. Y es que, según Orfeo Suárez, el público del Bernabéu es ese tipo de espectador que no va a animar si no a que le animen.
Orfeo Suárez comparó a la afición del Real Madrid, específicamente, con los que se sientan en el Tendido 7 de la plaza de las Ventas. Es decir, aquellos a los que el tópico considera realmente exigentes, los que esperan y exigen lo mejor de sus estrella

A menudo se ha criticado ese carácter vitriólico del Bernabéu. Y además la crítica se hace asumiendo que ese público o bien está manipulado o bien es ignorante. Lo hizo, por ejemplo, Ignacio Ruiz-Quintano en el ABC calificando al público de "pastueño" (dócil), porque según él si silbaban a Bale es porque lo mandaban las "Fake News" de la prensa deportiva. O por otro lado tenemos el caso de Carlos Carpio, quien desde el Marca calificó a los silbidos de "esnobismo" y afirmó que no le parecían una estrategia "demasiado brillante". A mí este tipo de comentarios, o los de tono similar que se leen por las redes sociales, me hacen recordar aquel artículo que publicó Manuel Jabois en El País, en respuesta a un tsunami de condescendencia que provocó un resultado electoral en Galicia y que él resumió magistralmente en un titular que decía: "Apadrinadnos: Pobres y tarados gallegos. Esclavos e ignorantes, como nos llamó ayer un escritor". Se colige que ni los gallegos saben votar ni el público del Bernabéu animar, por lo que desde algunos sectores mediáticos se pide tutelaje para ambos colectivos.

Pitos a Sergio Ramos

Hay una anécdota, aparentemente paradójica, pero que a mí me resulta muy simpática. Carlos Carpio sugirió en su artículo "El público del Bernabéu" que los jugadores madridistas simulaban respetar la soberanía de la afición, pero que en realidad se callaban lo que realmente opinan de ese público que pita. Sin embargo el mito por excelencia del club, Alfredo Di Stefano, solía ser el principal defensor del derecho a crítica del público. En su biografía "Gracias, vieja" (pág. 212) se puede leer: "El santo patrón es el público, ese es el que te pone en los tablones y te quita". Y cuando silbaron a Cristiano Ronaldo igualmente respondió: "el público tiene derecho a hacer lo que quiera porque es el que paga (...) El público siempre tiene la razón y lo que quiere es el esfuerzo del jugador. Estamos hablando de Ronaldo que es jugador del Real Madrid".
En la biografía de Alfredo Di Stéfano, "Gracias, vieja", se puede leer: "El santo patrón es el público, ese es el que te pone en los tablones y te quita"

Pudiera ser que Di Stefano aplicase lo que decía Lope de Vega: “y pues lo paga el vulgo/ es justo hablarle en necio/ para darle gusto…” o que realmente considerase que el termómetro del aficionado tiene valor en si mismo. Sin embargo yo considero que es más lo segundo que lo primero. Si nos detenemos en las palabras que he extraído de "Gracias, vieja", conviene considerar que fueron escritas en relación a la salida de  Waldir Pereira "Didí" del Real Madrid. Una salida que el astro brasileño achacó a la prensa y a sus compañeros, pero que según Di Stefano se debió más a su falta de comprensión de donde estaba y lo que se esperaba deportivamente de él. Los silbidos del Bernabéu, por tanto, tenían para Di Stefano un lugar dentro del ecosistema del equipo. Para la Saeta el público era tanto un indicador (te avisa) como una válvula de seguridad (te saca). ¿A de llamar la atención que el futbolista más grande de la historia del club fuese quien más pregonase sobre la necesidad de respetar al público? ¿O por el contrario es algo que cuadra perfectamente con una carrera caracterizada tanto por el brillo como por la regularidad? Di Stefano presumía de llevar siempre sus propias botas, incluso en partidos amistosos, por el respeto que el público le merecía.

Almohadillas en Santiago Bernabéu

¿Pudiera ser por tanto que el alto nivel de exigencia del aficionado no fuese realmente un lastre para el equipo, sino una parte más de su cultura corporativa? ¿La intransigencia del público es sólo una expresión de frustración personal o -como sugieren los propios aficionados- es una parte de la esencia del club? Mientras leía el capítulo dedicado a la cultura corporativa del Real Madrid en el libro "Comunicación periodística ante los nuevos retos", me encontré con que tras una ronda de entrevistas, se estableció que los aficionados consideraban que sus jugadores deben interiorizar que el Real Madrid es responsabilidad y orgullo. El jugador no sólo se representa a si mismo o al conjunto de la temporada en vigor, sino que es parte de una larga tradición ganadora y el aficionado espera que sea consciente de que es un privilegiado. Uno de los pocos de cada generación que llevará esa camiseta. Así que si podemos especular que si el Bernabéu exige lucha y pelea, quizás sea porque está intentando comprobar que el jugador está implicado y es consciente de en que lugar está.
Puskas dijo una vez: "En el Madrid no he aprendido a jugar, pero sí a luchar y correr". Quizás se refería a esto.

Se jugó por fin el primer partido del Madrid en el estadio Alfredo Di Stéfano y me dejó, lo confieso, un puñado de sensaciones raras. Por un lado, estaba el nerviosismo adolescente de volver a tener una cita con el Real. Los tres meses que han pasado desde la infame derrota en el campo del Betis se han pasado con la lentitud angustiosa del enamorado que espera en el Sabato pomeriggio que cantaba Claudio Baglioni. Estaba también la excitación de volver a reencontrarse con un viejo amigo al que no se ve desde hace mucho tiempo. Pero, por otro lado, subyacía una impresión algo turbadora que creció a lo largo del partido hasta volverse insoportable al final. A eso ayudó, no lo voy a negar, la lamentable segunda parte que hizo el equipo. Pero quiero detenerme en ello, quiero intentar explicármelo. No tenía nada que ver, en realidad, con lo que pasó dentro del terreno de juego, en lo estrictamente futbolístico.

¿Sueñan los androides con ovejas mecánicas?, se preguntaba Philip K. Dick en la novela adaptada al cine como Blade Runner. Me acordé de eso porque, durante el partido, me preguntaba a mi vez: ¿con qué sueñan los aficionados virtuales cuyas voces se escuchaban como un eco atronador en las gradas vacías del Di Stéfano? ¿Soñaban con bolsas de pipas digitales, acaso con vuvuzelas binarias? ¿Soñaban con pitos automáticos a Vinícius, Marcelo o Bale, programados por un algoritmo obediente desde algún superordenador en un sótano de Valdebebas?

Sí, la visión de este extrañísimo Real Madrid- Eibar me estaba causando sensaciones profundamente distópicas. Era como si estuviera jugando al FIFA. Ya lo había anotado Hughes en la primera crónica de este fútbol post-coronavírico, la del Sevilla-Betis. Arrancaba Hazard por la banda y cuando alcanzaba a la línea de fondo, de una curva como la del polideportivo de mi pueblo se elevaba un clamor irreal, algo que estaba fuera del tiempo y que imitaba al estertor verdadero del Bernabéu cuando uno del Madrid entra en el área o se huele el peligro. Pero era postizo, quedaba fatal. Después la jugada volvía hacia atrás a lo mejor, con el reflujo de la marea, y regresaba con fuerza otra vez hacia la portería del Eibar; el estadio volvía a rugir artificialmente, sin ton ni son, sin la medida tan exacta de los tiempos que se aprecia en la respiración al compás de ochenta mil personas. Era una buena intención, eso no lo discuto. Pero no funcionaba. Supongo que eso es lo que se siente al querer ser padre y comprarse un bebé reborn, o sustituir al hijo por un perro.

Luego había otra cosa. El Bernabéu es un lugar vertical, que cuando está lleno parece un puchero burbujeando y que en la realización televisiva de las noches grandes es como si se cayese sobre los futbolistas, se derrumbase sobre el césped. Sin embargo, las sensaciones en ese tipo de días son como las que se encuentran delante de una pantalla de cine, o ante las páginas de un libro. En unas reducidas dimensiones físicas, incluso agobiantes, se contiene el universo: lo que ocurre ahí se proyecta hacia el infinito, como ocurre cuando miramos la línea del horizonte en el mar.

En el Di Stéfano, en cambio, pasaba lo contrario. Era como si el Madrid saliera a jugar a un cráter, como el paisaje lunar del Mont Ventoux que veía en el Tour antes de que el dopaje convirtiera mis siestas en lugares sin televisor. Se podía ver hasta el aeropuerto de Barajas entre la bruma del cielo, muy al fondo; las tribunas bajas del estadio del Castilla recordaban esas imágenes de los primeros campos de fútbol, más parecidos a hipódromos. Aunque la arquitectura del campo era agradable, limpia, moderna, había algo pequeño dentro. El estadio era un no-lugar. Las líneas de la vista del espectador no se proyectaban hacia el exterior como ocurría antes, con el agobiante Bernabéu a reventar de humanos y no de hologramas. El espectáculo de los futbolistas se hacía pequeñito, se replegaba en sí mismo. Era incómodo de ver, transmitía una indefinible desazón.

Si nos iban a poner efigies de personas en las gradas para “cuidar el negocio” y transmitir una idea positiva, una idea-fuerza como se dice ahora, decirle a la sociedad hemos estado jodidos y más jodidos que vamos a estar, pero no pasa nada, disfrutemos otra vez, eché de menos esas señoras en enaguas de principios del siglo XX. Enaguas, cancanes y sombrillas para el sol sostenidas por señorones en trajes de tres piezas, gruesos bigotes y sombreros de copa que constituían el público en los albores, cuando aún se llamaba foot-ball. Aquello al menos era de verdad.

Yo entiendo que la Liga es un negocio universal y que se quiera recuperar de algún modo la “experiencia del público”. Si la gente no puede ir a los estadios, se la mete de cualquier manera, se hace como que está allí. Pero aquello era la play, faltaba poner a Manolo Lama y a Paco González a comentar en vez de a Valdano. Si la experiencia era algo, sin duda era una experiencia millennial. Tampoco es raro porque cada vez más los futbolistas se parecen a sus yo virtuales, es una retroalimentación que recuerda a la de los narcotraficantes modernos y las películas de mafia. La vida imita al arte. Un graderío vacío no dejaba de animar y cuando la cámara alejaba el cuadro, la tribuna estaba llena de fichas del Quién es quién. Era tanta la disonancia que casi todo el tiempo ocurría que el Bernabéu de mentirijillas animaba el doble y durante más tiempo que el Bernabéu de verdad. Una vez pensé: coño qué bien, hoy está la gente enchufada. Son los restos del pensamiento preCOVID. Por supuesto, no faltó el absurdo minuto 20, que es algo impuesto por la Liga para honrar a quién sabe qué.

Luego está una cosa que creo que beneficia a priori al Madrid. El cambio de escenario no sólo implica que los jugadores propios puedan estar más sueltos, con menos estrés ambiental, sin la mirada de ese Dios del Antiguo Testamento que es el Bernabéu clavada en el cogote, sino que además reduce el sentido de la teatralidad de los adversarios. No es lo mismo ganarle al Madrid en el Di Stéfano que ganar en el Bernabéu. Eso lo cambia todo. Lo decía Mendilibar antes del partido, que no le gustaba. Y tenía razón. Pero lo que puede beneficiar en algo al Madrid, en este caso, también puede perjudicarlo en otro momento. Del mismo modo que el fútbol no es sólo jugar bonito, o como tampoco se puede analizar lo que ocurre en un partido obviando por completo la actuación del árbitro, no se puede considerar fútbol a un juego sin público. Sin la influencia del público, sin el calor o el frío del público, que altera decisiones instantáneas de unos, de otros y de los que van de negro. Como escribió Hughes en ABC, “el grito, la pasión, el desequilibrio, la politización y el cántico del que paga la entrada es la materia principal del fútbol”.

Ayer empecé a sospechar que un fútbol sin humanos, en el futuro, puede ser posible. Si hay corridas de toros en las que no mueren los toros, y en lugar de toreros hay saltimbanquis, y a la gente le gusta, por qué no. Todo está cambiando muy rápido. A la gente le gusta la leche sin leche y come hamburguesas sin carne. Si el riesgo de pandemias no ha hecho más que empezar, a lo mejor nos tiramos la mitad del siglo XXI encerrados en casa, teletrabajando y en último término, televiviendo. ¿Cuánto se sostendría un fútbol con esos sueldos sin que los estadios no se pudieran llenar? Al principio los grandes resistirían, pero a la larga todo el mundo sucumbiría. Y si no puedes tener a Hazard, te lo inventas para verlo en una tele 4K que ocupe media pared del salón de tu casa.

 

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La historia nos cuenta (o Alberto Cosín, que es más o menos lo mismo) que el Real Madrid jugó durante un año en el antiguo Metropolitano. El Atlético de Madrid jugó en Chamartín. No hace mucho se cedió el Bernabéu para un Atlético de Madrid-Celta. Todo ello en circunstancias extraordinarias, por supuesto, como las que nos ocupan. No ha habido una circunstancia, si es que se le puede llamar “circunstancia” a una pandemia mundial, mayor que esta. Si en esta situación el Real Madrid no puede jugar en el Wanda o el Atlético de Madrid no puede jugar en el Bernabéu, es que somos una tragedia peor que la de Romeo y Julieta; La excelente y lamentable tragedia del Madrid y el Atleti, donde los Montesco son madridistas y los Capuleto atléticos. ¿Cómo hubieran reaccionado los Mercucios y los Teobaldos en una pandemia?

En cualquier caso, no estamos en el año mil quinientos sino en el dos mil, por mucho que vaya pareciendo que volvemos a mil doscientos y se queme en la plaza pública Lo que el viento se llevó, para no poder decir a continuación, por ejemplo, como se decía antes: Y lo que el culo se cansó. Qué pena. De lo que empiezo yo a cansarme, bueno, miento, de lo que estoy cansadísimo a estas alturas es de la cerrazón, que parece cotizar fuerte. Que ya nos lo dice la historia (o Al Cosín) que ya antes el Real Madrid había jugado en el campo rival como local y viceversa y aquí estamos ciento y pico años después cada uno con lo suyo.

Yo digo bien por Cerezo. Del mismo modo que hubiera dicho mal por Cerezo si se hubiera manifestado en contra de la posibilidad de acoger al Real Madrid en estos tiempos tan malos. A propósito de Shakespeare yo me acuerdo de una agradable película, Shakespeare in Love, en la que el Oficial de la reina Isabel de Inglaterra a cargo de los teatros descubre que hay una mujer actuando en uno de ellos (otro filme hereje para ser destruido) y lo cierra. Es entonces cuando el teatro rival (y es difícil imaginar una rivalidad más enconada, mucho más que una futbolera) se ofrece para acoger la obra suspendida por la clausura en un gesto emocionante.

Es como si se hubieran metido con ellos, con los actores, con todos. Y eso sí que no. “Aquí está mi teatro”, dice su propietario con un golpe de capa. Yo quiero ver así el gesto de Cerezo, el “dueño” del Wanda, como el gesto de Burbage, el dueño del teatro. "A nosotros los futbolistas (como a los actores) no se nos toca". Y que continúe el madridismo en el templo del colchonerismo si es necesario, como el shakespearismo en el templo del marlowismo, por encima de cualquier prohibición que trate de silenciarlo. “Y aquí está mi estadio”, ha recitado Cerezo como un romántico amante del arte y la dramaturgia, plantándose delante de la cerrazón, del color que sea, incluso antes de que aparezca.

 

Fotografías Getty Images.

Leía el pasado fin de semana sobre el avance de las obras del Bernabéu y centré mi primera atención en las fotografías, en el aspecto de “escenario destruido” que presenta. Lo más llamativo es la presencia de maquinaria de construcción allí donde debería haber césped. En vez de la clásica alfombra verde, ahora todo es tierra y arena, como si las huestes de Saruman hubieran pasado por allí arrasando con cualquier vestigio de naturaleza, sustituyéndolo por máquinas, humo y hierro. Las imágenes son desoladoras, sí, y junto a tanta destrucción el titular de la noticia me inquietó: “Las obras del Bernabéu ya trabajan en la ‘cueva’ para el césped retráctil”. Una cueva debajo del Bernabéu… Enseguida me vino a la cabeza el mito de la caverna de Platón e imaginé no ya a seres encadenados en ella, sino a los espectros de nuestros rivales. A todos ellos, a todos los que a lo largo de nuestra historia se han visto derrotados, y sobre todo a aquellos que acostumbraron a darnos por vencidos antes de tiempo, a los que quisieron dar por hecho que ya no teníamos nada que hacer, a los que invocaron por error que “el Madrid está de vuelta” como si nos hubiéramos ido alguna vez.

En esa cueva y detrás de ellos, a una cierta distancia, colocada algo por encima de sus cabezas, hay una hoguera que ilumina un poco la zona y entre ella y los espectros, las máquinas han construido un muro. Entre el muro y la hoguera, unos hombres portan unos objetos de modo que los espectros sólo pueden ver la sombra que de estos se proyecta. Confusos y sin atinar lo que perciben, no alcanzan a entender la realidad de los hechos, que no es otra que un desfile continuo de jugadores del Real Madrid levantando un título tras otro. Y si alguno de los espectros, en un momento de osadía, quisiera ver esa realidad con sus propios ojos en vez de ver meras sombras sobre un muro, tendría que caminar no ya sólo hacia la hoguera sino hacia la propia luz del sol, pero sin duda la realidad y la luz le molestaría aún más y desearía volver a su mundo oscuro. Para poder captar la verdad en todos sus detalles tendría que acostumbrarse a que el Real Madrid siempre está ahí, debería dedicar tiempo y esfuerzo a ver las cosas tal y como son sin ceder a la confusión y la molestia. Sin embargo, si en algún momento no pudiese soportar la evidencia de la superioridad madridista y decidiese regresar a la cueva para reunirse de nuevo con sus compañeros, todo lo que pudiese decirles sobre el mundo real sería recibido con burlas y menosprecio, porque, amigos, la caverna no somos nosotros, son los otros, todos ellos.

Y así, dejando por un rato el viaje de mi imaginación durante la tarde de tormenta que pudimos disfrutar el domingo pasado, continué con el relato de la noticia sobre la cueva del Bernabéu. He de confesarles que la realidad, aunque me sorprendió, me resultó más frustrante que lo que mi cabeza había construido. En la cueva lo que va a guardarse será el césped del Bernabéu, un césped retráctil que se retirará para dejar paso a otro tipo de superficie y poder tenerlo a salvo mientras se acogen en el estadio eventos de todo tipo. El campo se dividirá en siete u ocho planchas, que se moverán por raíles y se alojarán en el propio Bernabéu, bajo tierra, debajo del lateral oeste en una especie de cueva invernadero. Y allí, bajo unas óptimas condiciones de humedad y temperatura, el césped se conservará.

También me vino a la mente que en esa cueva se podría cultivar una plantación de marihuana (marihuana medicinal eh) y poder ayudar así a sobrellevar a nuestros rivales los continuos males que padecen causados por su antimadridismo. Como ven, esa cueva sería, bien desde un aspecto filosófico, bien desde el consumo terapéutico, un refugio para todos aquellos que quieran tergiversar nuestra hegemonía. Estamos excavando, justo bajo el centro del universo, una cueva. Los más viejos pedimos que se la bautice con el nombre de Fraggle Rock.

 

Fotografías Getty Images.

 

Corría el minuto cincuenta y cinco del Clásico. Toni Kroos sacó en corto un saque de esquina que él mismo forzó. Vino a recibir Marcelo, que giró y encontró a Isco en la frontal del área. El malagueño controló, levantó la cabeza y, con mimo, puso el balón en la escuadra. Por desgracia, un vuelo sin motor de Ter Stegen impidió el gol. Lo que no sabía el Real Madrid es que esa obra de arte a mano cambiada iba a despertar al Bernabéu como si de una noche europea de antaño se tratase.

Los más de 75.000 aficionados que se daban cita en el santuario blanco se encendieron y ayudaron al equipo a someter al Barcelona. Fue un único grito, un incendio constante. Los jugadores iban en volandas y cada ataque se celebraba con rabia. Había nacido una comunión perfecta que no se veía desde hacía mucho tiempo. El Barça, poco acostumbrado a ser zarandeado por rival y público en el Bernabéu, apenas tuvo fuerzas para mantenerse de pie mientras encajaba los golpes. Marcó Vinicius y se generó un delirio maravilloso. Era tal el grado de efervescencia que la gente no quiso conformarse con el 1-0 y los propios futbolistas sintieron que no había razones para hacerlo. Marcelo evitó el empate con un corte más propio de Mendy. Lo celebró como un gol, agitando los brazos y gritándole a los fantasmas. El público acompañó con enérgica sincronización. Era imposible que algo saliera mal. Entró Mariano, marcó y aquello terminó de reventar.

Incluso con el partido acabado, miles de madridistas se quedaron en su sitio animando a los que, esa noche, eran sus héroes. Habían recuperado el liderato, superado al Barcelona en el 'Goal Average' y espantado los miedos que había causado el horrible mes de febrero con la derrota europea incluida. En definitiva, se habían quitado toneladas de ansiedad de encima. Lo que no sabían, al menos en ese momento, es que ellos, todos, volvieron a intimidar, a ser el jugador número doce, a convertir cada ataque en una batalla campal. El miedo escénico, ese que parecía un libro de ficción escrito en los ochenta y parte de los noventa, rescatado para formar una realidad incontestable: el Bernabéu sí puede ganar partidos.

Deben acabar aquellas noches de silencio en las que parece que hay minutos en los que el equipo juega casi a puerta cerrada. Basta ya de aplaudir y cantar sólo cuando hay goles que celebrar. El Clásico (nos) demostró que el Bernabéu puede romper un 0-0 y desnudar emocionalmente a cualquiera, incluido un Barcelona curtido en mil batallas y, durante años, dueño de nuestra casa. La afición del Real Madrid tiene la obligación de ser uno más, de jugar su partido, de que cada córner sea un infierno y cada ataque vaya envuelto con un grito blanco y descontrolado. Que Eibar, Valencia, Mallorca, Getafe, Alavés y Villarreal sientan que esa noche nada puede salir bien.

El estadio Santiago Bernabéu (2ª parte)

 

Como ya comenté en el capítulo 4 de esta serie, mi primera visita para asistir a un partido en el glorioso templo de Chamartín fue en 1972, con motivo del segundo homenaje a Don Paco Gento. Tengo en mi mente algún chispazo de memoria de haber asistido antes, ya que recuerdo haber visto sobre el césped jugar a Antonio Betancort, a Verdugo, a Planelles, a Rafa Marañón y a Eduardo Anzarda, por ejemplo. Pero no logro fijar a ninguno de ellos en un partido o contra un rival concreto. A partir de 1973, cuando se volvieron a abrir las fronteras para jugadores extranjeros (los “oriundos” como Touriño o Fleitas sí estaban permitidos), ya iba asiduamente al estadio casi cada domingo, en aquel año en que se fichó a Günter Netzer y al extremo Oscar “Pinino” Mas.

Las temporadas solían empezar con homenajes a jugadores que se retiraban y recuerdo el del 3 de septiembre (como regalo de cumpleaños) de 1975 al gran Amancio Amaro (ante Peñarol) o el de Manolo Velázquez (ante el Eintracht Braunschweig) en agosto de 1977, todo ellos, por supuesto, antes de que se instaurara el Trofeo Santiago Bernabéu. Los partidos eran los domingos poco después de la hora de comer (4 de la tarde), y muchos espectadores llevaban radios (las llamábamos “chicharras”) para poder seguir el resto de los encuentros de la jornada (ya que todos los partidos se jugaban a la misma hora), normalmente sintonizando aquel espléndido - nada que ver con los de ahora - Carrusel Deportivo conducido magníficamente por el maestro Vicente Marco y animado por el mítico Juan de Toro, el que proclamaba a los cuatro vientos las bondades del Anís de la Asturiana “su presencia siempre agrada”. Era práctica habitual en las familias - al menos en la mía - los domingos que el Madrid no jugaba en casa escuchar el Carrusel, mientras que en otra habitación los no futboleros solían ver “La casa de la pradera” en la televisión. Inolvidables eran aquellas conexiones con los estadios de Altabix, Pasarón, Castalia o con la Creu Alta de Sabadell, “el hogar del equipo arlequinado”.

Dentro del estadio, quienes no llevaban los pesados transistores podían seguir los demás partidos por medio del “Marcador simultáneo Dardo”, en el que varias empresas esponsorizaban el campeonato nacional de Liga: para poder enterarse de algo,  había que llevar al estadio las claves de ese domingo – salían en todos los periódicos del domingo, como en ABC o en el “Ya” -  de tal manera que el partido “Camisas IKE” era el Córdoba-Atlético de Madrid y “Relojes Radiant” correspondía al Valencia-Oviedo.

 

Al atravesar por la puerta 23 del Fondo Norte, se accedía a las gradas y me llamaba mucho la atención la palabra “vomitorio” escrita en todas partes. Obviamente le preguntaba a mi padre qué significaba esa fea palabra y me hablaba de su origen en los circos romanos. Luego había que posicionarse en la grada de pie, mejor no llegar con el tiempo muy justo, y también mejor no colocarse detrás de las barras que poblaban el fondo ya que en caso de “avalanchas” cuando se sacaba un córner o una falta lateral con cierto peligro, había un claro riesgo de clavarse el pecho con la barra y por lo tanto hacerse bastante daño. No olvidemos que más del 70% de las localidades del estadio eran entonces de pie.

En los meses de primavera, tanto en el lateral de Padre Damián como en el Fondo Norte, solía dar el sol durante todo el encuentro por lo que las gradas se poblaban de viseras de cartón, sujetas a las cabezas de los espectadores por medio de un hilo de goma. Había algunos vendedores que ofrecían refrescos y altramuces a los asistentes. En invierno, la oferta se ampliaba a “copas de coñac”, en diminutos vasos de plástico y que los vendedores despachaban al grito de “¡su calorcillo!”, mientras servían unas pequeñas dosis de brandy “103” o de “Fundador”. Muchos espectadores fumaban en la grada, especialmente pequeños puros tipo Farias que apestaban bastante el ambiente. Y cómo no, quien más quien menos llevaba sus bolsas de pipas – especialmente en las localidades sentadas – y las devoraban compulsivamente mientras abroncaban al trencilla de turno o a algunos de los jugadores del Madrid (en eso poco ha cambiado en el Bernabéu). Recuerdo que ciertos jugadores como Del Bosque, Guerini, el propio Netzer, “Ico” Aguilar, Macanás o Manolo Velázquez (este último caso a mí me dolía particularmente, ya que siempre fue de mis favoritos) solían ser la diana predilecta de los aficionados que los colmaban de insultos y de conciertos de viento en forma de silbidos en cuanto marraban un pase o llegaban tarde a un balón.

 

Normalmente, en días de liga, se solían llenar, por supuesto ambos fondos. Más el fondo sur ya que, como se sabe, tradicionalmente es donde suele atacar el Madrid en los segundos tiempos. Y también porque, a diferencia de hoy en día, los socios sin entrada de asiento podían desplazarse libremente de un fondo a otro, con lo que era bastante habitual empezar viendo el partido en el fondo norte y acabar de verlo en el fondo contrario. Bueno, en algunos casos, “verlo” era una ironía ya que el sur se abarrotaba de córner a córner. Los banquillos estaban donde están actualmente, pero en cambio el palco presidencial se encontraba entonces en el lateral de la Castellana. No se me olvidará nunca que durante la temporada 1973-74, de nefasto recuerdo en la liga, las iras del público por los malos resultados y el mal juego se dirigían claramente a la zona del banquillo local y contra el histórico y exitosísimo entrenador Miguel Muñoz, pero que el día del 0-5 del Barcelona de Cruyff y del Cholo Sotil, las protestas, los pitos y el afloramiento de  pañuelos blancos iban dirigidos al lado contrario y cuyo destinatario era el palco presidencial con Don Santiago Bernabéu allí presente y mordisqueando más que nunca su enorme puro habano.

Las lluvias de almohadillas eran una práctica bastante habitual en el estadio y plasmaban de forma fehaciente el descontento de la grada, normalmente tras una mala actuación arbitral. Eran unas pesadas almohadillas de lona que lanzaban los espectadores de las localidades de  asiento (obviamente) y, más de una vez, sobre todo en los fondos, los propios socios de a pie recibíamos el impacto de dichos objetos ya que desde las tribunas de los fondos la distancia para que las almohadillas cayeran al césped era demasiado grande y había que esquivarlas para no ser golpeados en la espalda o en la cabeza.

 

El partido que más me marcó de niño fue la vuelta de los octavos de final de Copa de Europa ante el Derby County inglés, en noviembre de 1975. En la ida, el Madrid recibió un severo correctivo en las islas británicas (4-1), con un soberano partido del delantero Charlie George que anotó 3 tantos. La alineación que presentó en la vuelta Miljan Miljanic fue la formada por Miguel Ángel; Sol, Benito, Pirri, Camacho; Breitner, Del Bosque, Netzer, Amancio, Santillana y Roberto Martínez. Fue un partido intensísimo desde el primer momento, que acabó 1-0 al descanso, y en cuya segunda parte asistimos a un verdadero ciclón merengue, llegando a ganar 3-0 hasta que en el minuto 60 cae un jarro de agua fría con un nuevo gol de George que eliminaba a los blancos. Pirri transformó un penalti a falta de 10 minutos y el partido se fue a la prórroga. En el tiempo extra, Santillana marcó el 5-1 con su pierna zurda, lo cual llevó al éxtasis a los casi 100.000 espectadores que asistimos al nacimiento de las remontadas en el Bernabéu. Años después llegarían las del Oporto (jamás vi tanta gente en el Bernabéu como aquella noche, apenas pude ver el excelente cabezazo ganador del gran Goyo Benito), el Celtic de Glasgow, el Inter de Milán y las muchas que hubo en los años 80, que permitieron al club volver a conquistar títulos europeos desde la ya lejana Copa de Europa “yé-yé” de 1966.

 

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La noche de noviembre de 1979 ante el Oporto nos juntamos 120.000 espectadores en el estadio. Pocos meses después empezarían las obras para remodelar el coliseo madridista de cara a organizar la fase final del Mundial de 1982 en España y, por supuesto, la gran final que disputarían Italia y la República Federal de Alemania (inolvidable la celebración del presidente italiano, Sandro Pertini). Se eliminaron muchas de las localidades de pie ya que la normativa FIFA exigía que más de la mitad de las localidades fueran de asiento y que dos tercios de las de asiento fuesen cubiertas. De tal forma que la capacidad del estadio se redujo a 90.800 espectadores. También hubo diversas reformas en la fachada principal, instalación de nuevos vídeo-marcadores en ambos fondos y rehabilitación de las zonas de prensa, vestuarios y diversos accesos.

Bien es cierto que el recinto blanco merecía una modernización ya que desde los años 50 prácticamente nada había sido reformado. Poco antes del gran cambio en el estadio, un hecho luctuoso de enorme importancia había sucedido el 2 de junio de 1978, cuando se anunció en todos los medios el fallecimiento del gran patriarca y patrón de la nave blanca, Don Santiago Bernabéu. Aún recuerdo las interminables colas - que casi daban la vuelta al estadio – de socios y aficionados que quisieron dar su último adiós al dirigente más importante de toda su historia (y posiblemente de la historia universal del fútbol). La capilla ardiente estuvo situada en el antepalco del estadio y miles de personas desfilaron ante el féretro. Por primera vez en la historia, la FIFA declaró un minuto de silencio en todos los partidos del recién comenzado Mundial de Argentina de 1978.

Aún hube de vivir muchos partidos de pie, especialmente en los años 80, hasta que me pude permitir pagar una localidad de asiento. Así que todas las grandes gestas de aquellos años, empezando por la inédita – y ya para siempre irrepetible – final de la Copa del Rey de 1980 que se jugó entre el Real Madrid y su filial el Castilla, en un día inolvidable de fiesta madridista que terminó con una goleada de 6-1 a favor del primer equipo. Aquel año, el Castilla jugó las eliminatorias en Chamartín, con espectaculares entradas, y eliminó consecutivamente a cuatro equipos de Primera: Hércules, Athletic, Real Sociedad y Sporting de Gijón. También hay que mencionar las dos copas de la UEFA ganadas en 1985 y 1986, con remontadas ante el Rijeka, el Anderlecht, el Inter (2 veces) y el Borussia de Mönchengladbach, posiblemente en el mejor y más emocionante encuentro vivido en aquella década, con el gol agónico de Santillana para el 4-0 que desactivaba el vergonzante 5-1 de la ida. Y cómo no, la gestación de la Quinta del Buitre, que previamente a conquistar 5 ligas consecutivas (1986-1990), enamoró, como componentes del Castilla que conquistó el campeonato de 1983-84 de Segunda División – otro dato insólito y único – a los mandos de Amancio Amaro y jugando varios partidos de la segunda vuelta los domingos por la mañana en el Bernabéu y con una media de más de 55.000 espectadores por partido.

A las numerosas alegrías ligueras de la Quinta acompañaron en aquellos años los constantes sinsabores en Copa de Europa, con varios partidos mágicos (Bayern, Oporto), derrotas estrepitosas (Bayern y Milán en dos ocasiones) y una enorme y profunda decepción en la temporada 87-88 ante el PSV Eindhoven, cuando el Madrid era sin ninguna duda el mejor equipo europeo (acababa de eliminar al Oporto y al Bayern, los finalistas de 1987, con gran autoridad), pero que sin embargo fue incapaz de perforar la puerta de Van Breukelen en Madrid (aparte del gol de penalti de Hugo Sánchez) en un partido de dominio absoluto, en el cual el gol afortunado de Linskens (1-1) dejó la semifinal para jugárselo todo en el estadio del PSV y ante la mejor defensa de Europa. El partido en Eindhoven acabó 0-0 con un avasallador dominio nuestro e innumerables ocasiones de gol, y aún hoy en día constituye para mí la noche más triste y frustrante de mis 50 años como madridista. No lo olvidaré nunca: fue un 20 de abril de 1988.

En los años 90 hubo sucesivas modificaciones en el estadio, hasta que, finalmente, y para cumplir con la normativa UEFA, en 1997 todo el aforo pasó a ser de localidades de asiento y la capacidad disminuyó prácticamente a la que hay actualmente, a poco menos de 80.000 potenciales espectadores. La historia de nuestro coliseo desde entonces es más que conocida por la mayoría de nuestros lectores, empezando por la reconquista, 32 años después, de la Copa de Europa, y cuyo hecho más destacado, relacionado con el recinto deportivo, fue la ida de semifinales ante el Borussia de Dortmund, con la caída de la portería sur por el vandalismo de los ultras de dicho fondo, y con la figura destacada del heróico Agustín Herrerín que, con su audacia y su valentía, consiguió evitar la eliminación del Madrid al arreglar el desaguisado que se había producido.

Próximamente asistiremos a una nueva remodelación del estadio, con el que entraremos, una vez más, como en los años 40 y en los 80 – curiosamente, cada 40 años aproximadamente – en la vanguardia absoluta de los estadios del mundo. Esperemos llegar a su inauguración dentro de 4 años para poder contárselo, en un nuevo salto adelante del club, en La Galerna.

 

CAPÍTULOS PAISAJES DEL REAL MADRID:

Capítulo 1: El Palacio de los Deportes de Madrid

Capítulo 2: La antigua Ciudad Deportiva

Capítulo 3: El pabellón Raimundo Saporta

Capítulo 4: Estadio Santiago Bernabéu (1ª parte)

Capítulo 5: Estadio Santiago Bernabéu (2ª parte)

El estadio Santiago Bernabéu (Parte I)

El nuevo estadio de Chamartín se empezó a construir en la posguerra española, a partir de 1943, tras una genial decisión del recién nombrado presidente del club, Don Santiago Bernabéu. Mucho se ha escrito sobre este hecho que, indudablemente, fue crucial para la historia del Real Madrid C. de F y constituye uno de los momentos más importantes dentro de los 117 años de existencia del club. Sólo a un orate, o a un visionario como a Don Santiago se le podía ocurrir, apenas 4 años después de concluir la Guerra Civil, con una España en bancarrota y en reconstrucción, emprender la aventura de un nuevo estadio de fútbol, con una capacidad para 75.000 espectadores, en la mitad de un completo erial que estaba situado en la prolongación del paseo de la Castellana, lejos del centro neurálgico de la capital.

Todo ello se efectuó en un momento en que el club estaba prácticamente en ruina y sin contar con ninguna simpatía dentro del nuevo régimen político – afín al Atlético Aviación y empático con el Barcelona y el Atlético de Bilbao -; el haber podido inaugurar el 14 de diciembre de 1947 fue una bendita locura que asentó financieramente al club durante muchas décadas. En 1955, tras una votación en la Asamblea General de Socios Compromisarios, se decidió que el estadio adoptara el nombre del presidente que hizo posible el milagro y pasara a llamarse Estadio Santiago Bernabéu. Ya en ese año, el coliseo merengue contaba con una capacidad para 125.000 espectadores, más de las dos terceras partes en entradas de pie, y de esta forma tenía el segundo mayor aforo de todos los estadios europeos, tan solo detrás del de Wembley en Londres.

Recuerdo que mi primera visita – la tengo memorizada como tal, puede que hubiera alguna anterior – fue el 14 de diciembre de 1972, en el segundo homenaje a nuestra querida “Galerna del Cantábrico”, Paco Gento. Homenaje a Don Paco – hubo un primero en 1965 – que, además, coincidía con el 25º aniversario de la inauguración del estadio y, curiosamente, ante el mismo rival que en 1947, el entrañable Os Belenenses portugués. Aquella fría noche de invierno fui al estadio con mis padres y muy orgulloso al poder portar mi recién estrenada camiseta blanca inmaculada, sin publicidad y tan solo con el escudo en dorado, y con el número 7 de mi ídolo Amancio a la espalda.

En esta primera parte sobre mi visión del estadio Bernabéu quisiera centrarme en los aspectos exteriores del estadio, y, más adelante, volveremos al terreno de juego propiamente dicho. Antes de asistir a mi primer partido, ya solíamos ir en primavera y en verano junto con mi madre y mis hermanos, a la antigua piscina sita en el recinto del estadio, desaparecida a finales de los años 70.

La piscina, habilitada únicamente para socios y para sus invitados, estaba situada donde hoy en día se ubica el centro comercial “La Esquina del Bernabéu”, el cual, por cierto, será próximamente derribado (ya que en su momento fue erigido de forma ilegal). Recuerdo que había una piscina para adultos, algo más corta que las piscinas olímpicas de la Ciudad Deportiva, y una piscina infantil. El espacio del recinto no era demasiado amplio, y tenía el inconveniente de tener apenas sol por las tardes ya que en la parte oeste de la piscina se erigía la inmensa mole de cemento del estadio. Había obviamente vestuarios, femenino y masculino, y una barra de bar con unas pocas mesas. También, junto a la piscina infantil, se encontraba una exigua pradera en la que los bañistas podíamos hacer picnic y dar buena cuenta de los bocadillos de tortilla y de las empanadillas caseras que traíamos de casa.

Más o menos a principios de los 70, recuerdo mi primera visita a la sala de trofeos del Real Madrid. Nada que ver con el maravilloso museo que se puede visitar hoy en día y que es la estrella central del “Tour del Bernabéu”. Tuve la suerte de que me llevara mi abuelo paterno, mi querido abuelo Noël, un francés originario de la región central de Auvernia, y afincado en Madrid desde los años 20. Una de sus primeras – y brillantes - decisiones al llegar a España fue hacerse socio del Real Madrid, junto con su esposa – mi abuela Luisa – y con mi padre. La primera impresión de aquella primitiva sala de trofeos era que, tras una estrecha entrada, y en un par de habitaciones no muy grandes (no debían de tener cada una más de 40 o 50 metros cuadrados), se amontonaban de forma desordenada decenas y centenares de trofeos de todos los tamaños, desde los mastodónticos Carranza hasta las pequeñas copas ganadas por infantiles y juveniles, pasando por supuesto por las Copas de Europa (las primeras 6 de fútbol y 4 de baloncesto), las ligas etc.

Reinaba sobre todo el desorden en el recinto, entre banderines, bandejas, fotografías en las paredes, vitrinas con documentos descoloridos. Sinceramente, parecía todo aquello más bien un bazar de Tetuán o de Tánger que lo que ya debía de ser por entonces: a saber, el santuario de reliquias preciosamente ganadas a los rivales que ya convertían al club como el más grande en fútbol y en baloncesto de todo el continente. Otra vez que fui con mi padre, que llegó a jugar y a ganar una final de Copa de Castilla con los juveniles del club, jugada en Collado Villalba, él buscó infructuosamente el trofeo de ganador del año 1936, aunque la tarea fue imposible de conseguir ante aquel batiburrillo de copas de plata, de zinc y de estaño.

Claro que para ambiente tercermundista no había más que acercarse a la oficina de Socios. Antiguamente, recuerdo que, cada dos meses, acudía personalmente a los domicilios de los socios un cobrador del club, trayendo los cupones – válidos para todos los partidos de los dos siguientes meses – para cobrarlos a domicilio. Cuando yo era niño, lógicamente, no tenía nada de qué preocuparme, mi madre se encargaba de pagar al cobrador y todo en orden. Pero cuando desapareció la figura del cobrador, antes de que el club permitiese domiciliaciones bancarias de los recibos, había que ir personalmente a la oficina del estadio para pagar los cupones o para cualquier incidencia que hubiese surgido con el club. Nos turnábamos mis hermanos socios y yo para ir cada tanto a pagar y llevar los cupones de todos a casa (éramos 6 socios en casa). Temía más que a las películas de James Whale o de Tod Browning cuando llegaba mi turno de ir al estadio.

La oficina de Socios era despacho siniestro y mal iluminado: para acceder a ella se entraba por la calle Concha Espina, más o menos donde hoy se encuentra la puerta 44. Normalmente, a primeros de mes, había unas filas kilométricas de socios para pagar sus cupones. Nos juntábamos todos casi a la misma hora y el mismo día, ya que, de no conseguir los cupones, al domingo siguiente los empleados de las puertas de entrada no dejaban entrar a los despistados o a los morosos. Cuando llegaba el turno de pagar los cupones, los empleados eran de lo más antipático que yo recuerdo en mi vida, tratando mal a los socios con sus rostros avinagrados y con unos malos modos inauditos. El célebre dicho de que “el cliente siempre tiene razón” lo desconocían por completo en aquella siniestra oficina. Y lo que es peor: no estaban tratando con clientes, sino con socios, es decir con – pequeños – propietarios del club. Ponían mala cara hasta cuando no llevabas cambio. Era realmente un antro de pesadilla. Afortunadamente, eso cambió – aunque tardó muchísimos años en mejorar -, sobre todo a partir de la entrada del nuevo siglo XXI y he de decir que hoy en día da gusto tratar con los empleados, ya bien sea por teléfono o bien en persona.

Los alrededores del estadio eran similares a los de hoy en día, bien es cierto que ambos fondos eran mucho más bajos, teniendo tan solo dos anfiteatros, lo que permitía que, desde algunos pisos altos o terrazas de la calle Concha Espina, donde había unos enormes anuncios como el de  “Pastillas Koki” (“de penicilina y mentol”), se pudiese ver buena parte del terreno de juego y por lo tanto ver casi medios partidos de fútbol sin tener que pagar. Otro tanto pasaba en la calle Padre Damián desde el viejo edificio de Feygon. Al llegar al estadio había cientos de pequeños puestos – más aún que hoy en día – en los que se vendían banderas y bufandas, por supuesto, además de toneladas de pipas y de kikos para pasar la tarde, así como caramelos “Saci” – 4 caramelos por una peseta -, chupa-chups, agua de cebada, cacahuetes (los llamábamos manís) y, en invierno, puestos de castañas y de boniatos para atemperar el frío seco madrileño.

Obviamente, cuando iba yo de pequeño al fútbol, con la camioneta desde la plaza de Roma (hoy en día Manuel Becerra), el rito fundamental era ver el partido y regresar a casa. Era muy importante llegar pronto a las localidades de pie (siempre a mi querido Fondo Norte, por la puerta 23) ya que de lo contrario uno se perdía la mitad de las jugadas de ataque del Madrid que solía empezar atacando, como hoy en día, a la portería Norte. Normalmente los partidos eran los domingos a las cuatro de la tarde y muy rara vez por la noche – excepto los de Copa de Europa – a no ser que estuviesen televisados. El rito que se vive hoy en día de quedar una hora antes en los bares y cafeterías de alrededores, yo no lo viví hasta hace relativamente poco tiempo. En cualquier caso, en la calle Rafael Salgado, tanto José Luis como el viejo Gloria Bendita estaban siempre abarrotados, lo mismo que el hoy desaparecido El Cachirulo de Concha Espina.

La entrada noble del estadio era por entonces el lateral del Paseo de la Castellana, con la Puerta 0 para el Palco Presidencial, y los mejores abonos eran los que entonces se llamaban de Tribuna Preferente. Las puertas de la calle Padre Damián, antes incluso de construir las torres para el Mundial 82, daban acceso a la otra tribuna – llamada Tribuna de Lateral – y, sobre todo a los anfiteatros 3º y 4º, más conocidos por aquel entonces como “el Gallinero”, ambos con todas las localidades de pie. Recuerdo que en marzo de 1976 vi – ver es una ironía, no se veía casi nada – la semifinal ante el Bayern de Múnich, la de la famosa agresión del “loco del Bernabéu” al colegiado austríaco Linemayer. No se veía casi nada no sólo por la distancia, obviamente, sino por la inmensa cantidad de gente que entró ese día al Gallinero. Fuimos 111.000 espectadores aquella tarde en Chamartín (datos de UEFA). Hoy en día, acostumbrados a la comodidad de los asientos, sería inconcebible ver un partido de fútbol desde una distancia tan notable y por añadidura, de pie.

En el próximo capítulo hablaremos ampliamente de todo lo que sucedía y de las emociones que se podían encontrar, una vez que se accedía al maravilloso templo del madridismo.

Paisajes del Real Madrid

Capítulo 1: El Palacio de los Deportes de Madrid

Capítulo 2: La antigua Ciudad Deportiva

Capítulo 3: El pabellón Raimundo Saporta

Capítulo 4: Estadio Santiago Bernabéu (1ª parte)

Capítulo 5: Estadio Santiago Bernabéu (2ª parte)

 

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