Las mejores firmas madridistas del planeta

Por su calidad, hemos decidido publicar este cuento participante en nuestro II Certamen de Cuentos Madridistas de Navidad. Recordamos que el ganador se dará a conocer el día 24 a las 5 de la tarde.

 

—¡Ten... nine... eight…!

El hombre se sacudió una pequeña mancha de nieve de la manga del abrigo y perdió por un momento el hilo de la cuenta atrás. Cómo cae, pensó. Y qué a propósito. Si a uno le dieran a elegir el día de las primeras nieves del año, probablemente elegiría la Nochebuena. Muy simbólico y demás, aunque, como él, uno no fuera ni estuviera demasiado católico.

¡Seven... six…!

Qué voz la del concejal. Qué entusiasmo. Incluso desde detrás de él, en la tarima, les vibraban los tímpanos al hombre y al resto de hombres y mujeres que se habían reunido para la inauguración. Queens, pero muchas reinas no había. Si acaso, su mujer. Estaba abajo, entre el público. Se hacían viejos, se habían hecho viejos, pero, tamizada por la cortina de nieve, aún podía verla, o recordarla, como cuando antes de Nueva York, como cuando en España. Ella le sonrió, consciente de que él pensaba en ella entonces, entonces y siempre.

¡Five... four… three…!

Ya no le sorprendía encontrarse entre tantos rasgos, tantos tonos, tantos estilos. Veintitantos años dan para mucha adaptación. Llegaba uno a olvidarse de que, en realidad, era diferente a todos ellos. Quizá por eso mismo le era tan fácil reconocer a un igual, a un compatriota. Y allí mismo había uno en aquel momento. No, uno no, se corrigió al instante, eran dos. Tenían que serlo. Un hombre y una mujer. De su edad o parecida, pero cantando a la legua que estaban de visita, que no habían tenido los veintitantos años de él y su mujer. Le miraban. Me miran. ¿Por qué me miran? ¿Por qué cuchichean?

¡Two… one… gooooooooo!

Y fue. Y se encendieron las luces. Y la calle quedó iluminada, se hizo el día en la noche, en el anochecer, más bien, allí en Queens. Tan lejos de Logroño, de Madrid, de todo. La gente pestañeaba y vitoreaba al son de una banda que tocaba música de fanfarria. El concejal hablaba, eso creía él, entre la algarabía de los neoyorkinos que sepultaban con sus gritos el discurso de inauguración del nuevo alumbrado de su distrito. Alguien, seguramente también el concejal, llamó al ingeniero jefe y, de no haber sido por su mujer, que le hacía aspavientos desde abajo, el hombre hubiera permanecido como un pasmarote hasta el final del evento, fijos los ojos y la curiosidad en la pareja de españoles.

Pronunció unas palabras con un acento que no borraban veintitantos años ni borrarían veintitantos más y bajó del estrado. Merry Christmas, le deseaban los anglos, Feliz Navidad, los latinos. Y Feliz Navidad le desearon también los dos españoles al acercarse a él y a su mujer, que habían entrecruzado los brazos y se disponían a marcharse.

—Usted es Pedro, ¿verdad? No me diga que no es Pedro.

Sí que lo era, claro que sí. Siempre lo había sido y entonces no era una excepción. La excepción era que alguien se lo hubiera preguntado después de tantos años. Aquello le daba miedo, pero más que el miedo podían los modales.

—Lo soy. Encantado. ¿Nos conocemos?

El otro hombre miró a su mujer con lo que a Pedro le pareció un destello de vergüenza. De vergüenza infantil y de algo no muy lejano a la emoción, también infantil, pese a los muchos años que al hombre, como a Pedro, a su mujer y a la mujer del hombre, adornaban. Pedro calculó rápido. Doscientos cincuenta entre los cuatro, década arriba, década abajo. Muchos años, sí, pero al parecer insuficientes para extinguir el ardor que animaba las palabras del hombre.

—¿No se acuerda de mí? Yo le vi marcarle un gol al Unión en Chamartín. Hablamos un rato después del partido y me firmó un autógrafo. Fue usted muy amable.

Pedro creyó escuchar cómo el hombre le narraba a la mujer en términos de hazaña homérica aquel gol pura suerte, pues el sol había cegado al portero como habían cegado las luces nuevas del barrio a los negros y latinos de Queens hacía solo un par de minutos. Qué chut de medio campo, mi madre, deberías de haberlo visto. Este hombre, Pedro Escobal, aquí donde lo ves, era capitán del Real Madrid cuando… Cuando qué. Dígalo. Pero no lo dijo. Se interrumpió y la mujer de Pedro aprovechó para tirarle imperceptiblemente de la manga. La manga dijo venga, vámonos, anda. Y que alguien me quite la nieve. Y Pedro se la quitó. Mientras lo hacía, hizo asimismo caso a su mujer.

Pedro Escobal

—Lo siento, no me acuerdo. Es usted… Son ustedes los que son muy amables, pero ahora, si nos disculpan…

—Pedro…

Pedro se miró la manga con una mezcla de sorpresa y azoramiento y descubrió que, en lugar de su mujer, era el hombre quien le tenía agarrado por ella. Le miró a los ojos y vio que los ojos habían dejado de ser los de un niño, o al menos los de un niño feliz. El villancico que cantaba un grupo de vecinos de borrachera a su lado le pareció tan irreal como la petición del hombre.

—Pedro, tengo algo que decirle. Venga conmigo un momento.

Pedro accedió, casi sin voluntad. La determinación del hombre, cuya fuente le era imposible de descifrar, era superior incluso a la de su mujer, que disimulaba su fastidio hablando de no sé qué  España esto y no sé qué Estados Unidos lo otro con la segunda mujer, que a su vez le prestaba la poca atención que a ella misma le merecían sus palabras.

A pocos centímetros de su oreja helada, de la de Pedro, el hombre comenzó a hablar. Eran palabras agitadas y que dejaban más vaho del habitual en la noche recién iluminada.

—¿De verdad no se acuerda de mí?

—No, ya se lo he dicho. Lo siento.

—Yo nunca lo olvidé a usted.

Al hombre se le cristalizó algo en los ojos y murmuró otro algo, una frase. Pedro estaba tan pendiente de si era el frío o un principio de lágrimas lo que empañaba los ojos de aquel extraño que no pudo comprender lo que se le decía. Perdone, se disculpó, ¿podría repetírmelo? El hombre, obediente, casi sumiso, se lo repitió.

— Esta noche, no.

Yo fui, Pedro acertó a escuchar que el hombre le decía. Pero ya no importaba, porque para entonces ya se había acordado. De la guerra, de la cárcel, de la enfermedad que aún le acompañaba. Como la guerra y la cárcel, en realidad, se dijo. Recordó aquel día, a aquel hombre que era un niño y que, junto a otros hombres que también eran niños y cuyos rostros había logrado olvidar, lo sacaron de la celda, a él y a otros compañeros, y se los llevaron al patio a fusilarlos. Entonces no contaban los goles, las crónicas ni las portadas. Ni ser capitán del Madrid, ni internacional por aquella patria rota en dos o tres o cuatro. Esta noche, no. Eso le había dicho entre risas uno de los verdugos y le había sacado del grupo de los muertos que andan, como decían los americanos, y lo había devuelto a su celda. De los otros no volvió ninguno. Para ellos, fue esta noche, sí.

—No le pido que me perdone, las risas, las risas es lo que más me persigue, pero se lo prometo, eran risas de nervios, de estupidez, Pedro, éramos todos muy jóvenes, solo le pido que me entienda. Usted era mi ídolo, desde lo del gol contra el Unión, hice lo que pude, pero las risas, no me reía de usted ni de sus amigos, se lo juro. No sé por qué me reía.

Pedro se miraba la manga del abrigo, que había vuelto a cubrirse de nieve. Pedro el ingeniero que de nuevo era Pedro el futbolista, el capitán, Pedro al que solo un milagro salvó del pelotón de fusilamiento, Pedro el ingeniero al que salvó Pedro el futbolista, que cruzó el océano en barco, que se casó, que vio mundo, que dio luz para que otros vieran mundo, al menos de noche. Pedro el madridista al que se le habían olvidado Madrid y el Madrid bajo el manto de Nueva York y de los malos recuerdos. Y el otro hombre, a su lado, que cada vez tenía más cristales en los ojos.

 

—¿De qué habéis hablado? -le preguntó su mujer.

—De nada. De fútbol.

—¿De fútbol? ¿Y por eso le has dado un abrazo?

—Por eso, justo. Por eso y por la Navidad.

—¿Pero desde cuándo te importan a ti el fútbol y la Navidad? Cada día estás peor, Pedro.

Y era cierto. Trató de reírse y el agujero que tenía en la espalda le dijo que no, que no podía. Se besaron, se apoyaron el uno en el otro y siguieron caminando con la esperanza de llegar a casa antes de que la nevada o los años les enfriasen el paseo.

Por su calidad, hemos decidido publicar este cuento participante en nuestro II Certamen de Cuentos Madridistas de Navidad. Recordamos que el ganador se dará a conocer el día 24 a las 5 de la tarde.

 

Un ambiente festivo flotaba en el aire de la Castellana. Un par de horas más tarde arrancaría la cabalgata de Reyes, pero nuestro relato se traslada a unos pocos centenares de metros más al Norte, concretamente al Santiago Bernabéu, donde comenzaría el que los medios anunciaron como “el partido más corto de la historia de La Liga”. O “el más largo”, según se mire. Aquel 5 de enero de 2005 se iban a disputar los seis minutos de juego del Real Madrid-Real Sociedad que quedó suspendido tras la amenaza de bomba de la banda terrorista ETA. Un partido de seis minutos, o un partido que comenzó el 12 de diciembre de un año y concluía casi un mes más tarde. Otro día, otro mes, otro año. Mismos contendientes, distintas sensaciones.

—Normalmente tardáis entre diez y quince segundos en devolver un balón para que se ponga en juego, hoy, me cago en mi vida, tenéis que hacerlo en menos de cinco.

Aquellas palabras fueron pronunciadas con firmeza por el encargado de los recogepelotas del estadio, unos jóvenes ataviados con un chándal azul marino, chavales imberbes que en algunos casos no alcanzaban la mayoría de edad.

—¡Quién nos iba a decir que nos llamarían de nuevo!, ¿eh? Doble sueldo —el que hablaba era Martín, un chaval largo que lucía una melena que recordaba a Michel Salgado.

—Y lo bien que nos viene la pasta para estos días —contestó Gastón—. Todavía tengo que ir luego a por un par de regalos, salvo que pille algo por aquí.

El mundo de los recogepelotas era particular. Algunos de estos recogepelotas eran chavales de la cantera del club, otros eran jóvenes de origen humilde que aprovechaban los días de partido para sacarse “unas pelillas”, porque en aquellos primeros años del euro seguían hablando de unas pelillas. Casi todos ellos eran “cazadores de trofeos”, de recuerdos que pudieran llevarse de algún jugador profesional. Gastón se había preparado un hueco tras uno de los carteles publicitarios para tratar de llevarse un balón en algún despiste y obtener su propio regalo de Reyes.

Los jugadores de ambos equipos calentaban sobre el terreno de juego, algunos trotando, otros practicando el disparo a puerta para probar a los porteros. El ruso de la Real Karpin lanzó con potencia y el balón se marchó fuera, desviado, con tan mala suerte que dio en la espalda a Brahim, otro de los recogepelotas, que cayó desplomado al suelo.

—Si no le hubiera visto hacerlo mil veces, creería que lo ha matado —dijo Martín sobre su amigo.

Brahim era un experto en esas simulaciones, el Jordi Alba de los recogepelotas. Sabía que el balón venía y se hacía el despistado, miraba hacia otro lado, esperaba el impacto y se dejaba caer, porque eran pocos los jugadores que no se acercaban a ver cómo estaba. Fingía un poco y la mayoría le regalaba algo, lo que tuvieran más a mano. Brahim tenía una extraña colección en casa con una muñequera de Finidi, un llavero del Valencia que le dio el Piojo López, un banderín del Sporting y la joya de su colección: unas espinilleras ¡de Ballesteros! Los más generosos le regalaban incluso una sudadera del equipo, pero aquella tarde los jugadores realistas estaban tan concentrados que ni se dieron cuenta del balonazo.

—Capullo —masculló Brahim. Llevaba toda la vida en España, pero no era capaz de quitarse el acento.

El Real Madrid tenía dudas acerca de cuánta gente se acercaría al estadio a presenciar un partido de siete minutos en el día de previo a los Reyes, así que permitió la entrada libre hasta completar el aforo, lo que no ocurrió por poco. Miles de niños acudieron al estadio, familias enteras con padres, madres, primos y vecinos, muchas de las cuales tenían la oportunidad de acceder al estadio por primera vez. El ambiente festivo, de ilusión por la llegada de los Reyes Magos de Oriente esa misma noche, se tornaba mágico a medida que se acercaba el inicio del partido.

—¿Lo notáis? —gritó Martín —. Es el runrún ese de las noches europeas, el de las remontadas.

Cierto, aquellos días flotaba en la atmósfera una especie de neblina que lo envolvía todo, que era casi visible, como un manto de euforia y convencimiento de la proeza que se iba a presenciar en unos minutos.

Aunque lo tenían prohibido, Martín se había acercado al túnel de vestuarios unos minutos antes del inicio del partido y le había dicho a Zidane:

—¡Zidane, Zidane! Hoy marcas tú el gol de la victoria.

El francés, que estaba concentrado y parecía no escuchar a nadie, se giró y le contestó:

—Si marco, te regalo la camiseta.

A medida que se acercaba el pitido inicial, el griterío aumentaba en las gradas. Las voces de miles de niños expectantes se unían en un coro poco habitual en un partido de Liga. Comenzaron los siete minutos y la locura se desató. A los veinte segundos, Ronaldo no llegó a un balón en el área de la Real por poco. Al minuto, Morientes chutó flojo a las manos de Riesgo, el portero donostiarra. La locura se desató como en las mejores noches, sabíamos que algo grande iba a ocurrir.

Los recogepelotas no paraban de moverse, trataban de intuir hacia dónde irían los balones para recogerlos velozmente y no perder ni un segundo. No hizo falta. No habían transcurrido ni tres minutos cuando Ronaldo recogió un enorme pase de Guti, entró en el área rival, amagó con sus características bicicletas y fue zancadilleado por Labaka. Penalti claro. Pocas veces se escuchó una explosión de júbilo en el Bernabéu como aquel día. Al unísono. Aquel penalti se celebró como un gol en el último minuto de un partido de Champions.

Zidane marcó el penalti, como no podía ser de otro modo, y en el camino hacia la esquina para celebrar el gol con sus compañeros cruzó la mirada con Martín. Paró una décima de segundo y sonrió. Martín no se lo podía creer.

Real Madrid

El partido acabó con la gesta de los blancos, una victoria en la que nadie confiaba, pero que todos sabían que se iba a lograr. Ese tipo de hazañas que solo se ven en el Bernabéu en las noches mágicas. Y como era una noche mágica de Reyes, me gustaría contar que Zidane le regaló su camiseta a Martín, como así hizo, pero que este se la regaló a su vez a aquel niño en silla de ruedas que estaba cerca del córner de la banda derecha de la Real Sociedad, porque desde el primer minuto se había fijado en la ilusión que tenía en la cara por estar allí, cerca de sus ídolos.

Gastón se había hecho con un balón reglamentario ocultándolo tras los carteles publicitarios, lo había mangado con todas las letras, pero ahora tenía que sacarlo del estadio sin llamar la atención, así que, ante la imposibilidad, se lo dio a ese fotógrafo de campo con el que se llevaba bien después de tantos partidos en los que coincidían tras las porterías. Le había escuchado discutir por teléfono con su mujer acerca de un regalo que les faltaba por comprar para su hijo esa misma tarde, así que le dijo: “disimula, guárdatelo en la mochila y llévatelo para tu chaval”.

Ma gustaría contar que Brahim se marchó con las botas de Karpin o de Nihat, que se desprendieron de ellas por la frustración de la derrota, y que se las regaló a su hermano pequeño en la mañana de Reyes del día siguiente. Pero nada de esto ni de lo anterior ocurrió. Martín, Gastón y Brahim no fueron los Reyes Magos que corresponderían a un cuento de Navidad tradicional.

Martín se llevó la camiseta de Zizou a casa, menudo era él para estas cosas, y Gastón se las ingenió para llevarse el balón del estadio. En cuanto a Brahim… Muchas cosas habían cambiado desde el inicio del partido un mes atrás. El Madrid había cesado al entrenador y Vanderlei Luxemburgo finalizó un partido que había arrancado con García Remón en el banquillo. No solo había cambiado el equipo. Brahim tenía una novia en diciembre y en enero tenía otra, esa joven del abrigo rojo que aparece dando saltos tras la portería. Aquella joven era yo, y esa noche mágica de Reyes nos fundimos “las pelillas” del partido en una borrachera de época.

Por su calidad, hemos decidido publicar este cuento participante en nuestro II Certamen de Cuentos Madridistas de Navidad. Recordamos que el ganador se dará a conocer el día 24 a las 5 de la tarde.

 

Ferenc vislumbraba recuerdos en la poltrona carmesí de su sala de estar, la que tenía vistas al Danubio. No había vivido allí, pero en cuanto pudo compró aquel pequeño ático. Ya no recordaba a quien lo hizo, ni cuánto costó, solo recordaba dos nombres, y tampoco sabía relacionarlos: Bernabéu y Real Madrid.

Escuchaba mucho jolgorio a su alrededor, familiares que entraban y salían de su cuartito de estar, un cuarto en el que se acumulaban trofeos y fotos suyas con gente que no recordada, todo mezclado con los sonidos de aquello que se empeñaban en repetir: Navidad. Él, escuchaba eso y le aparecía otro nombre, Raimundo, eso sí, siempre junto a los eternos en sus oídos: Madrid y Bernabéu. ¿Que tendrían que ver? ¿Por qué en sus frágiles recuerdos? Esos que amenazaban con disiparse para siempre en aquel blanco inmenso. Se esforzaba por recordar, aunque también iba perdiendo el sentido de lo que esa palabra significaba. Al fondo se oyó un alboroto, volvían a poner en la televisión aquello que llamaban la Séptima, pero él volvía a indagar en aquella mente que por alguna extraña razón había dejado de funcionar.

Le llovían finos esos recuerdos, mientras veía luces de colores a través de la ventana y no hacían más que llegar postales y flores a su casa, Navidad le decían, ¿estaría relacionado también con aquellos enigmáticos nombres? Entre fugaces destellos de memoria que iban y venían solo había blanco, era una voz que le surgía de entre lo más recóndito del cerebro para enlazar esos nombres.

De repente aparecían como estrellas fugaces otros nombres y otras voces…Alfredo, Raymond, Paco, Héctor, Zoco, Pirri, Luis, Muñoz, Glasgow, Milán, París… Infinidad de nombres con una relación clara y única: Real Madrid. Una relación que a su vez se le iba al blanco manto que cubrían los aledaños del Danubio mientras miraba por la ventana.

¿Sería real aquello que veía? ¿Esas voces que escuchaba de fondo se dirigían a él? “Pancho, Pancho” se oía con algarabía. No sabía cuánto tiempo había pasado desde esas voces hasta que otra le hizo volver “no hay nada que puedas hacer, esto es lo más grande que puedas ver, seguirá aquí, te has convertido en un ser mitológico, una leyenda, un ser celestial,

pero recuerda… es gracias al Real Madrid y a cada uno de vosotros”, que simpático aquel señor bajito que lo hablaba como si le echase la bronca, le sonaba mucho, pero no recordaba donde, eso sí, el nombre del Real Madrid retumbaba en sus oídos y su cabeza como si todo ese jaleo estuviese en aquella sala de estar.

Navidad, decían, donde la ilusión y los sueños forman parte de la realidad. Noche cerrada ya en la ciudad, luces destellantes, el manto blanco en el suelo. Entonces ocurrió, una vida entera, en segundos, pero lo recordó todo: a Santiago, a Alfredo, a todos aquellos, Chamartín hasta la bandera, goles imposibles, camisetas blancas llenas de barro pero que no empañaban el blanco radiante, Europa, el fútbol, el  Real Madrid.

Y por fin su mente pudo descansar. A lo lejos sonaban villancicos, familias al calor de los hogares que se juntaban y la suya propia que recordaban sus épocas pasadas. Olvidó quien era, pero no olvidó lo que iba a ser él y su Real Madrid para siempre: Leyendas.

Por su calidad, hemos decidido publicar este cuento participante en nuestro II Certamen de Cuentos Madridistas de Navidad. Recordamos que el ganador se dará a conocer el día 24 a las 5 de la tarde.

 

Era ya la hora de ponerse en marcha. Se acercó hasta el panel donde se mostraban las tareas de la jornada —en invierno el trabajo abundaba— y encontró, después de recorrer con la mirada la línea que discurría hacia la derecha, la que le habían asignado: Manuel Moreno Noguera, 25 de diciembre 1892, Madrid, España, Estadio Santiago Bernabéu, 5 de la tarde.

Se encogió de hombros. Conocía Madrid, había trabajado, sin descanso, destinado en un hospital militar durante prácticamente toda la Guerra Civil, pero de fútbol sabía más bien poco. Empujó la puerta de su taquilla y recogió la entrada que le permitiría el acceso al evento, puro trámite, ya que, por su condición, hubiese podido colarse sin ningún problema en el evento, pero en la Empresa eran exigentes con el protocolo y no les hacía demasiada gracia que este no se cumpliera.

 

Domingo, 25 de diciembre de 1955, 3:45´ de la tarde.

Copa de Europa de Clubs Campeones, cuartos de final.

F.K. PARTIZAN (Campeón de Yugoslavia)-REAL MADRID CF.

 

Se dirigió hacia el ropero. Fernando, el encargado, le saludo amablemente.

—¿Qué, a la faena?

—Pues sí —le contestó él.

—Dame los datos, por favor.

—Madrid, Santiago Bernabéu, 25 de diciembre de 1955, cuatro menos cuarto de la tarde —le respondió, mientras le dejaba ver la entrada.

Entrada Real Madrid Partizan 1955

 

—Bien, veamos…

—Antes que nada, como llevamos ya muchos años trabajando juntos y hay confianza, quería pedirte algo.

—Por supuesto, si está en mi mano…

—¿Recuerdas que hace poco más de un año fui a buscar al mayor de los Barrymore a Los Ángeles? Fue un trabajo sin complicaciones y, en agradecimiento, él se empeñó en regalarme el traje de Clarence, el ángel de “Qué bello es vivir”.  Obviamente, por sus connotaciones, no pude rechazarlo. Creo, amigo Fernando, que si hay un día en el que pueda desempolvarlo y lucirlo, ese es hoy

—Estoy de acuerdo. Voy a buscarlo.

Fernando apareció tras breves instantes.

—Aquí lo tienes —y desplegó sobre el mostrador un traje de lana gris, una camisa blanca de algodón, un pajarita morada a topos blancos y un sombrero negro.

—Necesitarás algunos arreglos, Clarence Odbody no tiene, ni de lejos, tu envergadura. Tenemos tiempo. ¿A qué hora piensas bajar?

—Antes del mediodía, quiero pasear por la ciudad antes de ir al partido. Así, aprovecho y me doy una vuelta por la Plaza Mayor.

—Bien, no tengas cuidado, cuando esté, yo te aviso.

—Gracias, mientras tanto haré tiempo repasando la biografía.

Aunque no fue nunca su intención, Manuel se había visto abocado a llegar siempre tarde a los actos más importantes de su vida. Llegó tarde a su nacimiento —todos esperaban su llegada—, pero su hermano gemelo se le adelantó, dejándolo relegado a un segundo plano; a su primer día de escuela, cuando su hermano mayor le engañó como el lobo a Caperucita y lo envió por el bosque; a su boda, cuando un Landaulet, uno de los primeros taxis de la ciudad, que lo llevaba a la iglesia, conducido por un amigo, sufrió una avería.  Tampoco llegó a tiempo al nacimiento de ninguno de sus cuatro hijos. Recordaba cómo la gripe española lo había tenido al borde de la muerte cuando nacieron las gemelas y cómo su horario de trabajo le impidió acudir al nacimiento de los otros dos que, curiosamente, habían venido al mundo a las 12 del mediodía, el mismo día, pero con un año de diferencia. A este paso llegaría tarde hasta a la hora de su muerte.

Los inicios, a principios del siglo XX, habían sido duros. Abandonó su pueblo natal después de realizar el servicio militar y se colocó en la villa y corte como aprendiz en una imprenta. Cuando subió de categoría y pudo disponer del dinero suficiente para alquilar una casa, volvió a su pueblo, se casó con su novia de toda la vida y se la trajo con él.

En sueldo, a pesar de ocupar un puesto de cajista bastante bien remunerado, no daba para mucho, por lo que se vio obligado a buscar otro empleo para los fines de semana. Se ocupó de ascensorista, recorriendo diferentes estaciones de metro, según la necesidad.

La guerra le pilló sin avisar. Sus hijos contaban en su inicio con 16, 14 y 12 años respectivamente; él, 42 y su mujer, dos menos. Cuando esta acabó, tuvo la impresión de que en lugar de tres, todos los miembros de su familia, incluido él, habían envejecido diez.

Con el paso del tiempo sus hijos fueron colaborando en el sustento de la economía familiar.

Las gemelas cosían, el hermano mayor trabajaba en una carnicería y al pequeño pudo colocarlo de aprendiz en la imprenta.

A mediados de los 40, la familia había logrado una situación económica, que sin ser excesivamente boyante, le permitió despedirse de su trabajo de ascensorista.

Fue entonces, cuando pudo gozar de la libertad de no tener que trabajar los domingos.

Un sábado, al acabar la jornada laboral semanal, un grupo de colegas de la imprenta, aficionados al fútbol y seguidores del Real Madrid, le propusieron ir a ver jugar al equipo al Nuevo Chamartín. Nunca había sentido el menor interés por el balompié, sí que era cierto que mientras trabajó en el Metro había observado quincenalmente mayor movimiento en la estación, coincidiendo con los partidos del equipo blanco en el Viejo Chamartín, pero su interés no había pasado de preguntar por el resultado, más por un acto de cortesía que otra cosa. Ahí comenzó todo. Empezó a sentir los colores de una forma tan intensa, que hasta él se sentía a veces sorprendido.

Desde aquel día jamás faltó a su cita dominical.

Nevaba suavemente sobre la capital. Hacía frío, pero el abrigo y el sombrero del Clarence le protegían. Como había planeado, se acercó dando un paseo hasta la Plaza Mayor. En el trayecto recordó, con cierto poso de tristeza, su trabajo en el hospital, la muerte de aquellos jóvenes que se rebelaban ante su aciaga suerte. Resultaba imposible convencerles de que no había otra alternativa, de que la suerte, o en este caso la desgracia, estaba echada…

La Plaza Mayor ofrecía una imagen navideña de postal. La gente se arremolinaba en los puestecillos donde, por doquier, asomaban figuritas del Belén y adornos navideños.

No pudo resistirse a la tentación, tomó “prestado” uno de ellos y se lo guardó con disimulo en uno de los bolsillos del abrigo.

El sol le acarició su cara por un breve instante, y por un instante aún más breve, se olvidó de su condición.

Era la hora, debía acercarse al Bernabéu. Ya en sus aledaños sacó la entrada del bolsillo y entró en el Estadio. No tardó en verlo. Se sentó a su lado. Los dos equipos saltaron al terreno, arropados por los cálidos aplausos del respetable. Recordaba, vagamente, haber visitado Belgrado en alguna ocasión.

Lo observó, quedaba todavía más de una hora…

El Madrid se adelantó en el minuto 12 con gol de Castaño, que le cogió el gusto y volvió a batir la meta de Stojanovic 11 minutos después. El público aplaudió a rabiar el tercero, firmado por las botas de Paco Gento en el minuto 36. Para todos los presentes tres goles en la primera parte eran el mejor regalo en un día de Navidad.

Sabía que la hora inexorablemente llegaba. Se le acercó. Él sintió su presencia y, espontáneamente, adivinó cuál era su cometido

—Vienes por mí, lo sé.

—Sí, ha llegado tu hora, pero confía en mí, no tengas miedo

—No tengo miedo, solo quiero terminar de ver este partido. Hoy…

—Hoy es tu cumpleaños, lo sé.

—¿No puedes hacer una excepción? ¿un último regalo? Es Navidad.

Hubiera tenido que negarse, pero no supo muy bien porqué, quizá porque un sentimiento blanco acababa de arraigar fuertemente en su corazón, no lo hizo.

—Está bien, nos quedaremos un poco más…

En el minuto 70’ Di Stéfano daba por finiquitado el encuentro y Manuel Moreno Noguera, el mismo día en el que cumplía 63 años, su vida terrena.

Pedro les franqueó la entrada.

—Llegas tarde, el “Jefe” te va a amonestar.

—No creo, venimos de ver ganar al Madrid 4-0 al Partizan de Belgrado en el Bernabéu.

—Anda, pasad y charlad con San Mamés, que ese siempre está dispuesto. No olvides coger tus alas, te las olvidaste cuando recogiste el traje para emular a Clarence. Y… ¿el amigo..? —preguntó Pedro—, ¿para cuándo las alas?

El ángel metió la mano en el bolsillo del abrigo, sacó la campanilla que se había llevado de la Plaza Mayor y la hizo sonar. Miró a su nuevo colega y le dijo:

La maestra dice que cada vez que suena una campanilla, le dan las alas a un ángel y… es verdad… es verdadEnhorabuena… Manuel

Por su calidad, hemos decidido publicar este cuento participante en nuestro II Certamen de Cuentos Madridistas de Navidad. Recordamos que el ganador se dará a conocer el día 24 a las 5 de la tarde.

 

Don Santiago intentaba poner orden, pero la asamblea se le estaba yendo de las manos. Un año más. Desde el asiento que presidía la larga mesa de reuniones miraba a sus chicos con un gesto que dependiendo del ángulo podía denotar resignación, cansancio o ternura. O una mezcla de todas ellas.

Todos los inviernos, la misma historia: se reunían los miembros de la asamblea, estudiaban con detenimiento caso por caso a los nuevos candidatos e iban aprobando la gran mayoría de ellos, hasta que llegaban a uno, que solía ser de los últimos, que se atascaba. Unos aportaban argumentos a favor, otros en contra y no había forma de alcanzar un consenso. Y este año era aún peor, ya que faltaba ÉL, que siempre era quien tenía la palabra perfecta para zanjar el debate. Hablaba poco, pero cuando hablaba, todos escuchaban. Sabía don Santiago que sin ÉL iba a ser casi imposible llevar a buen puerto el reparto de la noche de Reyes, y eso le estaba quitando el sueño por las noches.

Pero primero debían cerrar la asamblea con la resolución de todas y cada una de las peticiones que se habían ido almacenando en el buzón. Todas llegaban perfectamente selladas con un nombre en su interior y un breve alegato en el que los interesados exponían su deseo, que siempre era el mismo, recibir el mejor regalo que sobre un madridista puede recaer, y el por qué eran merecedores de tal honor.

—¡A ver, votemos ya a favor o en contra, que dentro de un rato juega el Madrid! —vociferó uno de los presentes.

Don Santiago interrumpió súbitamente sus divagaciones.

—¡Aquí no se va a votar nada hasta que no tengamos argumentos sólidos! —contestó don Santiago con esa cariñosa firmeza que todos conocían—. Por favor, es un tema lo suficientemente serio como para tomarlo a la ligera.

—De eso no hay duda alguna —le respaldó Ricardo con tono pausado y hasta soso, como algunos solían decirle.

—Sigamos pues… hasta que estemos todos de acuerdo —resolvió el presidente.

Cada año, la asamblea comenzaba el 1 de noviembre y se alargaba durante el tiempo que fuese preciso. Mientras se fallasen todos los casos con tiempo suficiente para preparar la entrega de regalos en la noche de Reyes, no había problema.

En una ocasión, se prolongó un mes entero debido a que existía alguna duda en la candidatura de una chica que, teniendo apenas unos meses de vida, había constado como socia del otro club de la capital. Tras una investigación minuciosa se determinó que tamaño error fue obra de su padrino, que corrió a inscribirla en la competencia a espaldas de sus padres nada más nacer, por lo que se aprobó su propuesta.

Otro año, el problema fue aún más peliagudo: se iba a aprobar la instancia de un muchacho que, según una denuncia anónima, había vestido la camiseta blaugrana en no pocas ocasiones en el patio del colegio. Al saberse aquel dato se armó un alboroto terrible en la asamblea, que decretó la creación de una comisión de expertos que aclarase el incidente con cierta premura. El grupo se puso manos a la obra repasando viejas fotos familiares, revistas escolares y demás documentación no clasificada. Al término de la exhaustiva investigación, el portavoz de la comisión, Rafa, con ese deje mitad extremeño mitad andaluz tan característico suyo como las medias bajadas, proclamó que, efectivamente, estaban ante un culé de tomo y lomo, por lo que su caso fue rechazado y archivado. Don Santiago entendió la mentirijilla del muchacho: “al fin y al cabo sólo quiere lo mejor para los suyos”.

Unas horas después, quedó oficialmente clausurada la asamblea y sus miembros abandonaron la luminosa sala de juntas aliviados por haber actuado meticulosamente con todas y cada una de las 119.212 solicitudes, pero con la angustia en el cuerpo que les provocaba la idea de no tener apenas tiempo material para preparar todos los regalos.

—¿Y ahora qué? Sin ÉL no sé si vamos a ser capaces de prepararlo todo —decía preocupado José Antonio con la camisa empapada en sudor por la zona de las axilas.

—Lo sé, estamos jodidos. ÉL siempre ha sido el que ha tirado del carro cuando peor estaban las cosas, año tras año —le replicaba consternado Carlitos Alonso, otro de los miembros más reconocidos de la asamblea.

Al día siguiente, todos los componentes de tan selecto club estaban a las siete en punto con las mangas remangadas preparando los 108.908 regalos que había que entregar puntualmente en la madrugada del 5 de enero. El único miembro nuevo de la asamblea de ese año, Luka, observador como pocos, había permanecido prácticamente en silencio desde su elección. Después de asistir a la maratoniana asamblea, por fin se atrevió a preguntar cuál era ese preciado regalo del que tanto hablaban los demás.

Uno de los más veteranos, Paco, don Paco, un cántabro de bien, se levantó acompañado de su viejo bastón, sonrió y le pasó el brazo por los hombros al menudo Luka.

—Cada año miles y miles de personas piden en sus cartas que les hagamos un regalo especial, único. No quieren dinero, ni nada material… Nos piden felicidad.

—¿Felicidad? —repitió sorprendido Luka.

Don Paco abrió aún más los ojos detrás de esas gafas que le acompañaban desde hacía mucho tiempo.

—Sí, chaval, sí. Pero no para ellos, si no para sus hijos, un sobrino…

El rostro perplejo de Luka dibujó una sonrisa afectuosa en don Paco, que entendió que necesitaba ampliar su exposición.

—Todos los que estamos aquí tenemos una cosa en común: hemos hecho felices con una pelota a muchas personas que creen en un escudo. En el mismo escudo. Y eso es lo que nos piden: que sus hijos sientan este mismo escudo. Eso es la felicidad. Es un gran regalo… y es para toda la vida.

Luka alzó la vista y observó detenidamente el ir y venir de esa gente: ahí estaban Emilio, siempre de punta en blanco; Juanito, dejándose notar con esa impulsividad tan suya; Pirri, que era el encargado de tenerlo todo bien anotado. Y entonces lo entendió todo.

 

A las órdenes de don Santiago, los cincuenta miembros se dejaron la piel durante los días siguientes para conseguir que esos 108.908 invisibles regalos, ni uno menos, estuviesen listos para el reparto de Reyes. Pero faltaba el impulso genial que siempre daba ÉL a todo el proceso. Si ÉL estaba, no había imposibles.

El día 4 por la noche, cuando la moral flaqueaba y el cansancio se acumulaba, alguien llamó a la puerta con unos golpes secos, como de garrota. Siempre solícito, el murcianico Miguel abrió, miró y se giró hacia los demás con una sonrisa de oreja a oreja: ¡Es ÉL!, ¡ya está aquí!

—¿Cómo van chicos?, ¿todo preparado para hacer felices a nuestra gente? —preguntó con su inconfundible voz áspera sin detenerse en saludos protocolarios.

—Le estábamos esperando —contestó su viejo amigo Marquitos con una franca sonrisa—. Aún tenemos mucho por hacer.

—Pues venga, vamos a ponernos en marcha —replicó ÉL—, ya saben lo que siempre les digo: “Ningún jugador es tan bueno como todos juntos”.

Di Stéfano

Cuento ganador del I Certamen de Cuentos Madridistas de Navidad de La Galerna.

 

Julián sintió unos nervios para él desconocidos cuando el tren aminoró la marcha para detenerse en la estación de Astorga; no estaba seguro de si Damián aparecería. Apenas hacía diez días que le había enviado un telegrama tan breve como urgente del que no había recibido respuesta alguna.

El tren se detuvo casi al final de la estación. El hombre revisó concienzudamente todo el andén. A pesar de llevar dos años sin verle no tuvo duda: el muchacho alto y fornido con aire de despistado que se estaba subiendo a su vagón era él, su hijo. Había llegado el mensaje y Damián había podido acudir a la cita por sorpresa de su padre.

El reencuentro fue más emotivo de lo que él, un hombre hecho y derecho, había imaginado. Lloraron como dos chiquillos en ese abrazo que siempre dudaron que se produjera algún día. Se sentaron rápidamente a la orden del revisor y prosiguieron la marcha con destino a Vigo, de lo que se enteraría el chico de camino.

El telegrama no rezaba más que: “Reúnete conmigo. 24 de diciembre. 10:00 horas. Estación de tren de Astorga. Pide permiso para el día 25. Tu padre. Julián Alarcón”. Así, subido ya en el coche, el muchacho supo de qué se trataba todo aquello: su padre había conseguido dos entradas para el partido que jugaba el Madrid F.C., ¡su Madrid!, a las cuatro de la tarde en Vigo frente al Celta. Después, pasarían la noche en la ciudad gallega y volverían en el tren de la mañana, su padre al domicilio familiar de Madrid y él a León, donde estaba destinado.

Estación de Astorga

Fueron casi tres horas que volaron mientras se ponían al día de cómo estaban siendo sus vidas. El padre había encontrado un nuevo trabajo de lo suyo, el cuero, en una fábrica recién abierta. Damián, por su parte había comenzado a entablar amistad con una chica leonesa y esperaba que aquello fuera a más. A pesar de que la guerra había terminado hacía ya ocho meses, el joven tenía por delante un futuro estable en la ciudad realizando labores militares de control y organización.

Julián, que se sentía como un chiquillo, sacó de su gabardina dos ejemplares del MARCA, de los dos días anteriores, donde hablaban del encuentro que iban a presenciar. Abrieron ambos a la par y acabaron el trayecto comentando la posible, e indescifrable, alineación que elegiría Paco Bru.

Llegaron con el tiempo justo para dejar el poco equipaje en la pensión, situada muy cerca del estadio, y marchar rápidamente al partido. El Municipal de Vigo les sorprendió por su tamaño, ya que podría equiparase perfectamente con el del Madrid en cuanto a capacidad y dimensiones. Localizaron sus asientos, muy bien situados, y de repente sintieron que volvían a antes, a cuando nada había pasado e iban de la mano andando hasta su Chamartín comentando el MARCA y el boletín de la radio e imaginando. Fabulaban que Ciriaco y Quincoces no dejarían pasar a nadie, que Regueiro volvería a dar un centro imposible desde la banda y que Olivares o Lazcano o Emilín o Samitier, daba igual quién, remataba ese balón a la red. Y Zamora, cómo no. En algún despiste de la zaga, el delantero rival se plantaría delante de “El Divino” y éste se luciría como sólo él sabía para impedir el gol contrario.

Allí sentados vieron salir a los once culpables de que volvieran a verse: Espinosa; Mardones, Quincoces; Lecue, Triana, Leoncito, Sauto, Ipiña; Emilio, Alday y Masagué. Sería una alineación que padre e hijo ya no olvidarían nunca. Y eso a pesar de que apenas conocían a muchos de los jugadores. El Madrid, como todos los demás clubes (y como toda España) estaba en plena reconstrucción y bastante mérito era ya poder tener un equipo completo. Sólo Quincoces, Sauto, Bonet y Lecue se mantenían en las filas blancas desde antes de la guerra y todos los demás habían sido incorporaciones conseguidas, decían, llamando a cada una de las puertas y prometiendo lo que todos sabían que era imposible conseguir.

La vuelta de la Liga había reactivado enormemente la ilusión del país y los aficionados estaban respondiendo magníficamente en cada partido. Sin ir más lejos, un padre de Madrid y su hijo, militar destinado en León, estaban en Vigo el mismísimo día de Nochebuena animando al Madrid de sus amores.

El encuentro fue muy disputado y ambos equipos sorprendieron muy positivamente con su juego; parecía como si todos ellos llevaran años jugando juntos. Para el minuto diez ya se había marcado un gol en cada bando y el resultado final era imposible de predecir a tenor de las numerosísimas ocasiones. Fue la de Masagué, uno de los nuevos, que además debutaba de blanco. Anotó dos tantos antes del descanso y erró alguna ocasión más. Los Alarcón estaban encantados con la nueva formación tanto por su juego como por su entrega.

El intermedio fue como los de casa: con bocadillo y agua para reponer fuerzas después de tantos aplausos y gritos. El estadio en sí, a pesar del resultado, era una fiesta. Todos querían regresar a lo que fue, a que el fútbol volviera a ser tan importante en sus vidas como antaño. Ellos, por su parte, siguieron contándose sus nuevas rutinas: cómo era la nueva fábrica y cómo eran esas tareas de control. Ambos eran, en general, felices con su ocupación y ahora aún más, que estaban de nuevo viendo ganar a su Madrid. Y, por primera vez, en otro estadio.

Balaídos estadio muncipal Vigo

Se reanudó el partido, el Madrid se relajó y por ello llegó el segundo tanto gallego, obra de Agustín. Incluso vino bien porque el emocionante final hizo que la victoria por 2 a 3 les dejara un mejor sabor.

El partido finalizó poco antes de anochecer, así que decidieron recorrer Vigo para disfrutar de la decoración navideña de sus calles. Ambos estuvieron de acuerdo en que estaba engalanada en exceso, sin duda fruto del deseo común de retomar la normalidad y de volver a celebrar lo que fuera. Coincidieron en que Madrid y León pecaban de lo mismo. La ciudad era un bullicio inmenso, con mucha gente riendo y chillando. Era un exceso en sí mismo. Contrastaba con ellos, paseando y hablando tranquilamente, sin voces.

Siempre habían sido muy parecidos. Al margen del fútbol se comportaban de una manera sosegada, tranquila y pausada, era difícil alterarles. Con su Madrid era muy distinto ya que sufrían un continuo vaivén de emociones y vivían cada jugada como la más importante de sus vidas. No comulgaban con aquellos que, compartiendo la misma pasión, se desfogaban de mala manera con el defensa rival o el árbitro, que parecía siempre pitar en contra de su equipo; ellos lo entendían de otra manera. Como lo había entendido el padre desde que viera jugar a Aranguren y Machimbarrena, dos caballeros que anteponían la educación y la nobleza a todo lo demás. Y como lo había entendido el hijo tras muchas charlas de camino de ida y vuelta a Chamartín.

Siguieron el paseo de camino al mar, recorriendo el paseo costero mientras hablaban de esto y lo otro. No quisieron hablar, ahora que podían, de lo que sabían que por carta era poco recomendable y hasta peligroso; sólo querían disfrutar del momento. Desde que Rafaela se cruzó en el camino de una bala que no era para ella, viudo y huérfano habían tenido que aprender a vivir todo de nuevo. Por ello, entre otras muchas cosas, habían decidido de común acuerdo que al muchacho le iría mejor si se alistaba. Y Julián también había aprendido a vivir de otra manera, (y sí, peor sin duda). Pero ya habían pasado casi tres años y, qué remedio, habían seguido para adelante. Como estaba siguiendo todo.

Cuando estuvieron frente a la isla de Toralla decidieron volver porque al día siguiente tocaba un buen madrugón para estar en la estación. Salió a relucir, cómo no, el póster de Zamora con la fotografía de aquella inmortal parada en la Copa del 36. Damián se la había llevado a León para enfado de su padre y en León seguía, reinando en la pared de su habitación. Julián se había hecho con otra copia pero, como su Rafaela no le habría permitido ponerlo en su habitación, había decidido colocarla en la de Damián, sobre la marca que había dejado la primera.

En la pensión había una pequeña fiesta con todos los huéspedes. La casera, doña Francisca, les había ofrecido a su llegada en la tarde prepararles alguna cena especial si estaba dentro de sus posibilidades. Julián le había solicitado, si era posible, cenar una sopa de ajo, a lo cual ella no tuvo reparo en comprometerse. Padre e hijo se sentaron junto a los demás, bendijeron la mesa al unísono y tomaron cuenta de aquella comida, la misma que les preparaba Rafaela los días que debían comer pronto antes de ir al estadio a ver a su Madrid.

Por su calidad, hemos decidido publicar este cuento participante en nuestro I Certamen de Cuentos Madridistas de Navidad. Recordamos que el ganador se dará a conocer el día 24 a las 5 de la tarde.

 

Mi animadversión por la Navidad nació cuando arrancaba mi negocio y los parones de días festivos me hacían facturar una miseria. Suficiente para no llegar a tiempo para pagar los impuestos de Enero. Una vez el negocio empezó a ir bien, me permitía el lujo anual de viajar hacia un lugar aislado en donde lo único que se escuchaba es el silencio. El Real Madrid era lo único que me hacía tolerar la presencia de gente. Mis dos amores eran mi negocio y el Real Madrid. El primero me daba de comer generosamente. El segundo, una vida plena que se podía vivir completamente solo. ¿Quién necesitaba a los demás para celebrar Copas de Europa?

Desde hacía muchos años, en el Bernabéu, a aquel hombre mayor lo tuve sentado a dos asientos a la derecha. Su única labor era animar sin parar a los nuestros, al límite de sus cuerdas vocales. En derbies valía por una grada de animación entera. Gesticulaba y daba instrucciones a Mourinho, a Ancellotti, a Zidane y hasta a Chendo. Nunca cruzó palabra alguna conmigo ni con nadie. Por ello, no supe reaccionar cuando el día del Clásico contra el Barcelona a finales de Febrero, me habló:

—Le invito cenar en mi casa.

Sentí el barullo de la afición desvanecerse de golpe, como en un partido de entrenamiento. Mi vecino insistió:

—Tome mi tarjeta. Llámeme cuando se decida.

En esos momentos llegó el abonado del asiento del medio. Solamente venía a los derbies y eliminatorias de Champions. Di mil gracias porque no jugábamos un domingo tarde contra el Osasuna. Vencimos al Barcelona con goles de Vinicius y Mariano y rápidamente
olvidé el incidente. Pero al llegar a casa, no podía dejar de pensar en lo que había dicho mi vecino y en qué le diría cuando volviésemos a la grada dos semanas después.

Grada Santiago Bernabéu

No tuve la oportunidad. Como millones de personas, me vi encerrado en casa por un virus, sin poder desempeñar mi profesión y con la persiana de mi negocio bajada. Para cuando se pudo salir a la calle, mis cuentas estaban a cero y mis clientes habían huido a corporaciones que tiraban los precios. Pude subsistir una temporada a base de arroz hervido, pero la fecha en la que vencía el último alquiler que aún podía pagar estaba próxima, y como si fuese una broma del destino, era en la execrable Navidad. Mientras hacía limpieza en mi monedero con el fin de encontrar alguna moneda que me ayudase a comprar el pan, cayó la tarjeta del anciano, totalmente arrugada. El papelucho me hizo recordar aquel gol de Mariano trastabillándose que hizo enloquecer el estadio. La última vez que pude ver al Real Madrid en directo. El último partido antes de tener que solicitar mi baja como socio por no poder cumplir con las cuotas.

Caminé bastantes manzanas para encontrar una cabina telefónica y empleé el dinero para el pan en la llamada. Mi vecino de dos asientos a la derecha no pareció sorprenderse y me dijo que fuese a visitarlo en Nochevieja. El 1 de Enero sería el primer día que yo dormiría en la calle, así que por qué no prolongar al máximo mi anterior estado de prosperidad, aunque fuese de prestado.

Fui recibido a las ocho de la noche en un noble piso, al lado del mismo Retiro. Noté a mi vecino mucho más avejentado. La mesa estaba dispuesta y llena de exquisiteces. Mi estómago rugió.

—Esto lo ha preparado mi asistente para usted. Yo sólo puedo comer purés de verdura, sin sal —dijo el anciano. Me hizo señas para sentarme en uno de los sillones del estar.

—No voy a andarme con rodeos —dijo—. Le he visto ir al estadio de niño con su padre. Después, con amigos suyos. Luego, acompañado por una bella mujer, después se sumó un niño, después vino usted sólo con el niño, después el niño desapareció. Usted fue subiendo de peso a medida que se iba quedando sin acompañantes. Sé toda su vida porque he escuchado miles de conversaciones suyas en directo y por móvil. Por ello creo que es usted la persona más adecuada para juzgarme.

—¿Juzgarle?

—Sí. Pero antes, tengo que contarle mi historia.

Afuera se oían los primeros petardos. No pude evitar una mueca de desagrado.

—Sé que odia todo este ruido y que preferiría estar en Groenlandia. Y también intuyo que ahora no puede viajar allí... y estoy seguro de que ha venido porque no tiene otra cosa mejor que hacer. Escúcheme y después, márchese si quiere.

Resolví aguantar la charla del tipo con tal de poder hartarme de comer para dos o tres días.

—Hace muchos años viví en Barcelona por razones de trabajo. Me costó horrores aclimatarme porque no tenía ni idea de catalán y pese a mis esfuerzos por entender lo que decían en el Gol a Gol, me entró pánico. Y para compensar mi nula adaptación al idioma, cometí una atrocidad.

El hombre permaneció segundos en silencio. Fijó la vista en la ventana.

—Decidí manifestarme públicamente como seguidor del Barcelona —dijo, sin mirarme a los ojos. Definitivamente, me las estaba viendo con un loco.

—Usted bromea.

—No bromeo. No conocía a nadie y mi única manera de integrarme era encontrar otro lenguaje común: el del fútbol. Así que empecé a convertirme en un impostor. Corría 1995 y no pude manifestar abiertamente mi alegría por el 5 a 0 que les propinamos. Fue terrible. Ese año el Zaragoza de Víctor Fernández ganó la Recopa y ese gol de Nayim fue una válvula de escape de toda la rabia que tenía dentro. No me sentía avergonzado de gritar un gol del Zaragoza, tal vez porque el Zaragoza no caía tan mal en Cataluña como el Real Madrid. Lo que comenzó siendo una pura impostura de supervivencia acabó nublando mi cerebro. Muchos culés empezaron a hablarme del fichaje frustrado de Di Stéfano o del dudoso origen de nuestras primeras Copas de Europa y, como yo apreciaba a esa gente porque fueron mis primeros amigos allá, sembraron la duda. De repente me vi actuando como un culé verdadero, sin tener que impostar. Al principio fueron tonterías como una porra en un derby que nos ganaron por 3 a 0. Acerté el resultado por apostar en contra del Real Madrid. Aquel gol de Kodro en el último minuto me dio 20.000 pesetas de premio, más dinero que en cientos de sorteos de Primitivas anteriores en los que había participado. Lo celebré como un loco. Me habían comprado. Acabé hablando mal del Real Madrid en cada ocasión que podía, confiando en más pelotazos de porra. Incluso asistí invitado a bastantes partidos en el Camp Nou, en los que ¡celebraba los goles blaugranas!

El hombre mayor parecía muy cansado, pero siguió.

—Cuando el Real Madrid había pasado a ser una neblina difusa entre un montón de trabajo, de súbito apareció la Séptima. No sabía describir lo que ocurrió esa noche. Pero semanas antes, cuando el Real Madrid consiguió clasificarse para la final de Ámsterdam después del incidente de la portería, sentí algo raro. Algo nuevo. Algo genuino. No estaba acostumbrado a aquello. Me había estrellado contra Eindhoven y Sacchi y las finales las ganaban siempre otros. La tarde antes del partido ultimaba una presentación con un grupo de trabajo y todos, absolutamente todos mis compañeros, no paraban de hablar de la final. “Espero que todos vayáis con la Juventus”, decían. Yo callaba. No recuerdo cómo vi el partido. Ni siquiera tengo recuerdos de estar sentado frente al televisor. Lo que sí puedo decir es que cuando acabó el partido me dirigí a la ventana, que daba a una manzana interior de edificios y me puse a vociferar un “Hala Madrid” como jamás había hecho. Esa misma noche me propuse reparar toda la inmundicia que había vertido en tres años de impostura y decidí volver a la capital.

El anciano fijó su vista en mí.

—¿Cree que soy un buen madridista? —preguntó.

No supe qué responder.

Parque de El Retiro Madrid

—Tengo que saberlo. El día anterior del último Clásico contra el Barcelona, me diagnosticaron una enfermedad incurable. Un año, quizás dos. Usted es el único que me conoce de verdad. En la salsa del estadio, sin tamices. No, no se compadezca. Me llevaré todas las alegrías de los títulos conmigo, a la otra vida.

Los petardos atronaban el ambiente fuera. También alguna algarabía a destiempo, repleta de risas tamizadas en alcohol. La casa estaba caliente y me acomodé en el sofá.

—¿He sido un buen madridista? —insistió el anciano.

Sonreí por primera vez en muchos meses. Al hombre mayor le brillaron los ojos. Permanecimos en silencio, mientras la fiesta se disparaba en la calle. Aunque durante las noches siguientes esa calle se convirtiese en mi habitación y el Retiro conformase mi jardín, yo también seguiría llevándome conmigo todas las alegrías de los títulos del Real Madrid.

Por su calidad, hemos decidido publicar este cuento participante en nuestro I Certamen de Cuentos Madridistas de Navidad. Recordamos que el ganador se dará a conocer el día 24 a las 5 de la tarde.

 

—¿Y de qué es el cuento?

—De la Navidad y del Madrid.

—¿Hay premio?

—Sí, pero…

—Qué bien —me interrumpió—. Ojalá ganes. ¿Qué premio es?

—Una camiseta de Gento.

—¿De quién?

—De Francisco Gento, uno de los jugadores más grandes de la historia de nuestr…

—Está bien, amor —me dijo, rodeándome con los brazos para distraer mi atención de la hagiografía de Gento y concentrarla toda en ella—. Pero no te acuestes muy tarde.

Me sonrió, me dio un beso que era de novia pero que bien podía haber sido de madre, y se fue a la cama.

Cuando volví de abrirme la tercera lata de cerveza y me senté de nuevo frente al ordenador, la pantalla seguía igual de blanca que antes de levantarme. Se me ocurrió una mala metáfora con el color del equipo, que por suerte no escribí, y retomé la meditación donde la había dejado.

¿Cómo podría mezclar Navidad y Real Madrid? Sobre todo, ¿cómo podría hacerlo sin caer en tópicos o en clichés? Todas las ideas que se me venían a la cabeza estaban plagadas de lugares comunes, de historias que fluctuaban peligrosamente entre lo lacrimógeno y la vergüenza ajena, fantasías que nunca había vivido y emociones que jamás llegaría a sentir. ¿Qué querrían los miembros del jurado, además? Y en realidad, me decía una y otra vez, ¿por qué me importaba tanto? No, por más que me empeñaba, la conexión entre la Navidad y el Real Madrid me resultaba imposible. ¿Y no sería por mi propia desconexión? La pregunta no estaba mal, pero era del todo inservible para mi objetivo, así que la deseché inmediatamente.

En el dormitorio, Rhona apagó el aire acondicionado. Aquello significaba que estaba a punto de dormirse. De ahora en adelante, debería ser cuidadoso, y si en algún momento de la noche bajaban las musas a verme, teclear con suavidad. Sin embargo, lo único que por el momento me bajaba era una gota de sudor por la espalda y encendí el ventilador. Suspiré. ¿Qué Navidad era esa? A doce mil kilómetros de casa, de Madrid, cuatrocientos grados de día y solo unos pocos menos de noche. ¿Cómo podía hablar de Navidad si ya casi ni recordaba lo que era? Al menos tal y como la gente la recuerda, con frío fuera y mucho calor dentro, aunque luego casi nunca sea realmente así. Más aún cuando tratas de echar la memoria atrás y ni siquiera visualizas con nitidez las caras, tantos años hace que las viste por última vez. Y peor aún si ya jamás las volverás a ver, como es el caso de mis caras.

Una de esas caras y de esas voces es la del dueño de la bufanda que cuelga de la estantería. Me la regaló el primer madridista que conocí: mi padre. Yo me preguntaba si todos los demás concursantes escribirían también de sus padres. También me preguntaba si eso contaría como cliché. Sospechaba que sí, pero, bien mirado, tampoco estaba escribiendo, solo pensando. Y pensaba en que de mi padre solo me quedaba una pluma de oro, una bufanda del Madrid de los años ochenta, como yo mismo, y su voz encapsulada en la primera frase que siempre me decía cuando hablábamos por teléfono: “¿Qué tal, hijo?”. Pues mal, papá, te echo de menos, estamos en diciembre aquí en Manila, cociéndonos de calor, solo tengo a Rhona conmigo, y no se me ocurre nada sobre lo que escribir del Real Madrid y de la Navidad. Solo tópicos, papá. El otro día, que no se me pase, le ganamos 1-3 al Barça en su campo y llevé tu bufanda todo el partido. Solo la uso en ocasiones especiales. Cada vez huele peor, se nota que va para los cuarenta, y por mucho que la laves ya no parece la misma. Yo tampoco, si te digo la verdad.

Solo me di cuenta del tiempo que llevaba embebido, o embobado, por el fundido a negro de mi portátil. Rocé el cursor y la pantalla se iluminó tan inmaculada como la fiesta del 8 de diciembre, que fue ayer, por cierto. Me dije que si en algún momento de la noche empezaba a redactar, ese símil más me valía no incluirlo. “Inmaculada como la fiesta…”, Dios, ¿pero en qué estaba pensando? Ah sí, en ti, papá, y en las Navidades, y en el Real Madrid. Menuda ensalada. Ensalada fría, como la Navidad, o tu cuerpo, o la sensación que me coge cada vez que por estas fechas recuerdo las vacaciones de diciembre allí en tu casa, que no la de mamá. Huy, me sorprendí de nuevo hablando conmigo mismo, ser hijo de padres divorciados en los ochenta no era ni es un cliché. Eso pasaba poco entonces. Por suerte o por desgracia, a nosotros nos pasó. En general, no estaba tan mal, nada de dramas. Pero echaba de menos ver más partidos contigo. En verano no había más que fútbol amistoso, aunque nos veíamos cualquier cosa en la que participara el Madrid, y en Navidad solo compartíamos el baloncesto y el partido de Reyes, día antes, día después. Después, al coche y al punto de encuentro con mamá en algún lugar de la Nacional VI. Quizá por eso recuerdo tanto los pocos partidos que vimos juntos: la final de la Copa de Europa de Sabonis, la primera victoria en Alemania, en el campo del Leverkusen, ¿no?, los Teresa Herrera, conmigo en el hotel María Pita esperando a los jugadores, y algunos más que como no me acuerdo bien creo que me los he inventado. Qué quieres, son muchos años que ya no hablamos ni hablaremos.

No había manera, me lamenté, nada más que tópicos e historias que no podían interesarle a nadie. Miré la hora: las dos y cuarto. Rhona roncaba dulcemente entre la nube de aire caliente y viscoso que se había pegado a las paredes del apartamento y me entró un poco de sueño solo de pensar al ritmo de su respiración. Si cerraba el ordenador y me acostaba, aún dormiría cinco o seis horas antes de salir para el aeropuerto. Pensé un momento en el viaje, dos semanas en la playa, Nochebuena en la playa. Y sí, claro, me apetecía, pero era solo que… Tres, me iba a perder tres partidos del Madrid. Y otras tantas posibles debacles del Barcelona. Dios mío, me dije, venga no, no podía ser así, tenía que crecer, madurar de una vez, y, por encima de todo, ponerme a escribir el cuento. Si no era ahora, no sería nunca. Rhona me había prohibido llevarme el ordenador a la isla.

Durante unos minutos, el ordenador y yo nos miramos. El a mí, fijamente; yo a él, un poco menos, por la cerveza. Finalmente, cuando ya estaba a punto de pulsar mi primera tecla, la letra “Y” mayúscula, dieron las tres y recordé que Zidane ya le habría pasado a la prensa la alineación del partido contra el Gladbag. Me despedí hasta nunca de mi carrera literaria, cerré el archivo de texto intacto y me dispuse a pasar la enésima noche en vela, seguramente perder también algún que otro año de vida, y todo por ser incapaz de reconocer el verdadero orden de prioridades de la vida adulta. Como si me faltara el órgano de la adultez o algo así. En fin, que, pese al bochorno, me puse la bufanda sobre los hombros, encendí la televisión y me olvidé para siempre del cuento. Hacía demasiado calor para ser Navidad y yo, la verdad, no tenía nada más que tópicos y sensiblería barata para hablar de mi amor por el Real Madrid.

Por su calidad, hemos decidido publicar este cuento participante en nuestro I Certamen de Cuentos Madridistas de Navidad. Recordamos que el ganador se dará a conocer el día 24 a las 5 de la tarde.

 

Don Alberto se giró desde el portal, a escasos metros del chófer que le esperaba ya con la portezuela del coche abierta. Llamó a Julián y con la mano le hizo un gesto para que se acercase.

Julián, se me olvidaba… Tenga esto, para que le compre algo a su mujer y a los niños.

Julián apretó con fuerza en su puño cerrado el billete que le ofrecían.

—Muchas gracias, Don Alberto. Se lo agradezco mucho. Que tenga usted unas Felices Fiestas.

—Felices Pascuas, Julián. Y no vaya a olvidarse del partido de mañana. Ya que no puedo ir, me lo tendrá que contar todo el lunes, y sobre todo qué le ha parecido el Nuevo Estadio.

¿Olvidarme del partido? No, descuide, que no se me olvida. ¿Cómo se me iba a olvidar, Don Alberto? Si desde que me dio la entrada la llevo en la cartera a todos lados, la saco y la miro todos los días.

—Muchas gracias, Don Alberto. Descuide, que no se me olvida.

Nunca había ido a ver al Madrid. Bueno, nunca había entrado al campo, se entiende. Ni al Nuevo Estadio, ni al “viejo”. En realidad, al campo sí que había ido, claro, muchas veces, pero nunca había entrado. Nunca había tenido el dinero que hacía falta para acercarse a la ventanilla y cambiarlo por una localidad, ni por la más barata de las de pie. Ganas no faltaban, había tenido muchas. Así que, hablando con propiedad, al campo sí que había ido. A los dos. Muchas veces. Desde chaval había ido, con la bicicleta de su padre primero, desde Atocha, donde había nacido, con la bicicleta por la Castellana para arriba y para abajo, casi todos los días que había partido. Y luego, cuando unos años después ya no existía la bicicleta, él seguía yendo. Para ver el ambiente que había, qué ambiente, chico, y la gente, que llenaba los alrededores horas antes del partido, y cuando hacía bueno se sentaban en el suelo a merendar, o a leer el periódico, y le daban buenos tragos a la bota. Y qué felicidad en las caras, chico, porque estaban todos felices, y el que más él, porque al campo al final no entraría, pero fuera se veía, como en la canción, a las mocitas risueñas, y luego se metía en un bar y se pedía un vino, y por la radio escuchaba con los que allí estuvieran el partido, y el rugido de las ocasiones y el bramido de los goles del Madrid le llegaba antes del campo que del transistor.

Y al volver caminando a casa le quedaba esa sensación de haberle ganado unos momentos, de haberle arrebatado unas horas a la vida, a esta mierda de vida. Porque vaya vida de mierda, chico, no sé qué va a ser de nosotros, pero ese gol de Di Stefano, figúrate, chico, como habrá tenido que pegarle, que por un momento creí que se hundía el suelo y el mundo entero.

El domingo, después de comer, se despidió de su mujer, se puso el abrigo y salió de casa. Cuando pasaba junto a la garita del portero, como siempre hacía, empujó el manillar de la puerta para comprobar que estaba bien cerrada. Al abandonar la oscuridad del zaguán, recibió con alegría el tibio calor de una tarde soleada de invierno. Faltaban tres días para Navidad. Subiéndose un poco el cuello del abrigo, enfiló José Antonio abajo y tomó la calle de Fuencarral. Bajo el tendido de cables que jalonaba su camino, con sus pequeñas bombillas aún dormidas, y unido a los viandantes que a esas horas comenzaban ya a llenar las calles, llegó Julián a la glorieta de Alonso Martínez un tanto emocionado. Después de casarse con Teresa no había vuelto al estadio. El partido, eso sí, lo escuchaba todas las semanas, religiosamente, en la taberna más próxima a su casa. A medida que se acercaba al campo sentía cómo su corazón se iba encogiendo más y más. Se puso a pensar en la Nochebuena que tan cerca estaba. Desde que nacieron los niños, y al mirarla a través de sus pequeños ojos, la Navidad había cobrado para él una importancia que nunca tuvo, pero al mismo tiempo sentía una profunda tristeza al no poder celebrarla como a él le hubiera gustado. Y es que con los dos críos y ahora que no podía contar con la faena de los domingos, la cosa no estaba para tirar cohetes. Vamos, que no sé qué va a ser de nosotros.

Pero hoy no era día para preocupaciones. Las inmediaciones del estadio, que ya veía Julián a lo lejos, estaban atestadas. Y en la esquina donde habían quedado andaba ya esperándole su amigo Paco, con una sonrisa tan grande como el imponente edificio que tenía a sus espaldas.

—Pero hombre, Julián. ¿Qué tal te va? No se te ve mal.

—Vamos tirando, ¿y tú? Oye, chico, qué recuerdos me trae volver aquí, la de tardes que hemos echado… pero bueno, tú vienes más a menudo…

Julián sacó la cartera, desdobló cuidadosamente la entrada y se la dio a Paco.

—¿Cuánto le vas a sacar?

—Pues no te pienses que me va a quedar mucho… Las cuarenta pesetas tuyas y tres duros que le endiño yo al pájaro… Que la entrada es maja, pero por poco más se va ya a la taquilla y elige.

Viendo la cara de Julián, que ya está llegando a Cibeles, podría asegurarse que está de un humor espléndido. Las luces de Navidad ya se han encendido y ahora tiene que darse prisa porque quiere llegar a casa y escuchar donde siempre la segunda parte. Mañana, cuando cierre la portería a la una, aún le dará tiempo a ir a la tienda donde vio la pelota que quiere comprarle a los niños para los Reyes. A lo mejor le sale uno futbolista y le consigue un asiento en el palco y se acaban las miserias y las tonterías. Sólo falta un pequeño detalle: que Don Alberto no sospeche que no ha estado dentro del campo. Claro, que siempre podrá contarle esa sensación que tan bien conoce, cuando el Madrid mete un gol y por un momento parece que va a hundirse el suelo y el mundo entero. ¿A que sí, Don Alberto?

—Vale, entonces quédate aquí, Fer, pero no te muevas, por favor, no vayas a hacerme una de tus trastadas, ¿eh?

Aquellas palabras las pronunció mi abuelo con su firmeza habitual, severo, pero no exento de cariño. Que me quedara quieto frente al escaparate de aquella tienda de televisores de la que era imposible separarme mientras él se iba a comprar unas palmeras de chocolate a La Mallorquina con mi hermano pequeño Juan. Juanito para mi Abuelo, como ese futbolista que tanto le gustaba. Aquellas palmeras suponían el mejor final posible al paseo que dábamos todos los años con mi abuelo por el centro de Madrid, un paseo que Juan y yo esperábamos con ilusión y que comenzaba con el viaje en Metro.

—¡Veinte mil leguas de viajes de subterráneo!

Así anunciaba siempre mi abuelo la llegada del Metro, con ese aire aventurero que casi nos trasladaba a una novela de Julio Verne, “y ahora, ¡viaje al centro de la plaza!”. Recuerdo muchas de las frases de mi abuelo con precisión, hasta viendo su cara y sus gestos, con la precisión con la que grabas las cosas en la memoria cuando tienes nueve años. Salíamos del Metro corriendo, cogíamos una de las octavillas que nos ofrecían, hacíamos una pelota y nos íbamos raudos a la papelera más cercana:

—¡Canasta de Fernando Martín!

Mi hermano me imitaba en casi todo y lanzó su bola de papel con alguno de los nombres que le sonaban ahora que empezaba a leer y a ser capaz de identificar esas letras que veía en las espaldas de los jugadores:

—¡Lanza Lituriaga…!

Pero “Lituriaga” falló, así que yo cogí el rebote, me giré sobre mis pies y…

—¡Fernando Martín machaca la canasta rival!

Juanito empezó a protestar cuando mi abuelo, siempre el abuelo presto al rescate para calmar su incipiente rabieta, le dio otra octavilla de papel convertida en improvisada pelota de baloncesto:

—Toma, Juanito, demuéstrale lo que sabes hacer.

Del Metro nos dirigíamos a la Plaza Mayor, veíamos algunos belenes, la iluminación, entregábamos la carta a los Reyes Magos y nos divertíamos con los disfraces de la gente que nos ofrecía globos. El pequeño Juan y yo estábamos fascinados, aquel momento era la Navidad, representaba la Navidad con mayúsculas y con todas las letras. Porque la Navidad solo
comenzaba cuando el abuelo venía a casa a pasar esos días con nosotros.

Le recuerdo con su abrigo negro, ese abrigo al que nos agarrábamos para no caernos en el vagón del Metro, y con un sombrero que le daba un aire de actor de Hollywood de los cincuenta. No sé quién disfrutaba más en aquellas tardes del frío diciembre madrileño, si él o nosotros. “Huy, frío, frío es lo que tenemos en Burgos, ¡o en Siberia!”. Mi abuelo tenía muchas virtudes y entre ellas recuerdo cómo era capaz de contarnos cada año alguna anécdota nueva de los belenes que nos llevaba a visitar, pequeñas historias o chascarrillos que escuchábamos con atención y con los ojos aún más abiertos que los oídos. Nos compraba una figura en alguno de los puestos para llevar al belén de casa, una figura por la que casi siempre discutíamos Juan y yo, prefiero la pastorcita, no, que tú elegiste el año pasado, quiero esa oveja, o mejor un paje… Mi abuelo zanjaba siempre la discusión con un argumento que nos convencía o al menos tranquilizaba a ambos.

Tras el paseo y según empezábamos a quejarnos del frío, volvíamos hacia el Metro para regresar a casa a tiempo para la cena, no sin antes pasar por La Mallorquina para saborear una suculenta palmera o una napolitana de chocolate. Pero aquella tarde yo me quedé delante de un escaparate repleto de televisiones en las que se podía ver el final de un partido de baloncesto del Torneo de Navidad del Real Madrid. El abuelo quiso que le acompañara a por la palmera, pero enseguida entendió que no iba a lograr moverme de allí hasta que acabara el partido, así que optó por las palabras con las que comencé este relato.

Escaparate

A los pocos minutos regresaron ambos con las palmeras, la mía sujeta en una servilleta por donde la agarré sin apartar los ojos de la pantalla.

—¿Cuánto queda? -me preguntó algo nervioso por la hora de llegada a casa.

—Solo tres minutos, no queda nada.

—¡Tres minutos! Eso es un mundo en el baloncesto, pueden quedar tres días todavía —respondió con una media sonrisa.

Mi hermano empezó a leer el marcador con esa manera de leer de principiante y su característica dificultad para pronunciar la erre fuerte:

—Real Madrid, u, ere, ese, ese. ¿Quiénes son esos, Abuelo?

—Los rusos —me adelanté a contestar.

—¿La ere es de “Rusos”, Abuelo?

—Por supuesto que sí —contestó con euforia—. ¡Unión de Rusos… con Súper Salto!

El pequeño Juan se quedó boquiabierto y yo miré al abuelo, que me guiñó un ojo de modo cómplice.

—Abuelo —le pregunté con esa insistencia en desgastar su nombre—, ¿sabes que este año si metes canasta desde esa línea del suelo vale tres puntos?

—Por supuesto que sí, ¿y a que tú no sabes que si la metes desde tu campo vale cuatro?

—¿En serio?

—Claro, por eso al final de los partidos siempre tiran desde muy lejos.

El partido había estado igualado, pero en los últimos minutos los rusos que no eran rusos se habían escapado a catorce puntos.

—Abuelo, ¿sabes que los rusos tienen a un tío de dos metros veinte?

—Qué tío, a saber qué le daban de comer en casa. ¿Cómo se llama, Grandovski, Gigantov o algo así, no?

—¡Tachenko! —dijo Juan, que me había escuchado muchas veces en casa.

—No, Tachenko es otro. Este año tienen a uno joven que se llama Sabonis. ¡Lleva veintidós puntos! Dicen que es buenísimo, que se lo quieren llevar a la NBA.

—¡Los americanos!

Aunque mi abuelo no sabía mucho de baloncesto, se quedaba con lo que yo le contaba y pronunció “los americanos” con ese tono berlanguiano que imprimía a muchas de sus expresiones: “Siberia, Di Stéfano, ¡los americanos!”.

En los monitores vimos una canasta de Wayne Robinson tras una buena circulación entre Corbalán y Martín. Vamos, dije, mientras soñaba con una remontada épica metiendo varias canastas desde nuestro propio campo. En la jugada siguiente, el ruso alto que no era ruso, pero sí muy alto, recibió de espaldas, se giró y la clavó hacia abajo con fuerza, con violencia. De repente el tablero cambió de color, se oscureció. Al principio pensé que era un reflejo de la luz, pero cuando acercaron la cámara desde atrás pudimos ver que lo había destrozado, que estaba hecho añicos.

—¡Se lo ha cargado, Abuelo, se lo ha cargado!


Repitieron la jugada varias veces. Sabonis se daba la vuelta y atacaba con virulencia el aro, mientras del Corral intentaba taponarlo, si bien desistía de la locura de jugarse el brazo en el último instante.

—¿Y ahora qué va a pasar, Abuelo? ¿Cómo termina el partido?

—Ahora se lo llevarán detenido, para que lo pague.

—¿De verdad?

—Claro, ¿qué pasaría si tú rompieras este escaparate? Pues lo mismo.

Quiso la casualidad que en ese momento un coche de policía pasara por la calle Mayor con la sirena puesta.

—¿Ves? Ya van a por él al Palacio de los Deportes.

Aquello me dejó impactado, en un estado de shock que mantuve mientras volvíamos a casa. Juan tenía restos de chocolate en la comisura de los labios y mientras, yo seguía preguntando al Abuelo por lo sucedido, por qué no terminan los dos minutos de partido que quedaban, ¿no hay tableros de repuesto?, en mi cole hay tableros así, por qué no van a cogerlo... No callaba.

—Me da pena lo de Sabonis, Abuelo, ¿no podía ficharlo el Madrid para que no lo detengan?

—Si es de los buenos, como dices, terminará jugando en el Madrid. ¡Y con los americanos también!

—Abuelo, ¿y crees que Fernando Martín también acabará jugando en la NBA?

—Seguro, es tu favorito, ¿no?, ese que dices que es tan bueno. Pues si es tan bueno, Fer, seguro que sí. Además, se llama como tú y como yo, y con ese nombre nada puede frenarte en la vida.

Pueblo Nuevo, Ciudad Lineal, Suanzes… Ya estábamos cerca de nuestra parada.

—Fer, ¿te gustaría ir el año que viene al Torneo de Navidad? Yo te llevo.

Mis ojos se abrieron como nunca en mi vida lo habían hecho, aquello era un sueño, el mejor regalo que jamás podría recibir. Porque todo lo que decía mi abuelo se cumplía, pero, por desgracia, no ocurrió con todo lo que me dijo aquella tarde.

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