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Mi Real Madrid favorito

El Real Madrid de Capello

 

El segundo Madrid de Capello. Dicho así, suena a era futbolística, a dinastía, a ciclo triunfal. En realidad fue solo una temporada, pero la huella sociológica que dejó fue indeleble. No todos los días se gana una Liga de fútbol sin jugar al fútbol. El segundo Madrid de Capello jugaba al huevosball, al ballsball (valga la redundancia) si se quiere, pero no practicaba el balompié, más que nada porque hay ocasiones en las que, jugando al fútbol, se pierden partidos de fútbol. “Si juegas a algo que no sea fútbol, ha de ser a la fuerza más difícil perder un partido de ídem”, pensamos que se dijo Capello, el ideólogo de aquella Liga de las remontadas que es la favorita de tantos y tantos madridistas.

También la mía. Es verdad que el apócrifo pensamiento de Capello puede también aplicarse a las victorias futbolísticas, que serán tanto más difíciles de lograr si no se practica dicho deporte, pero en eso consiste precisamente el milagro y ya en el cole nos prohibían incluir lo definido en la definición. Aquella Liga está además revestida para mí de matices muy personales, y su recuerdo me evoca en consecuencia hechos enormemente relevantes en mi vida. Ya lo he contado en diversos foros, pero lo resumiré.

Me casé la víspera de la última jornada, es decir, el día antes del partido ante el Mallorca que está ya en los anales del otra-cosa-que-no-es-fútbol por las desbordantes olas de testiculina en que anegó a los espectadores presentes en el Bernabéu. Alrededor de veinte días antes de la boda, con la luna de miel ya reservada, me apercibí de que según el programa yo iba a estar volando a Costa Rica en el preciso momento en que el Real Madrid PODRÍA estar jugándose la Liga ante los insulares, y se lo hice saber a la que hoy es mi mujer junto al ruego de cambiar la reserva y aplazar un día el viaje de novios.

con la luna de miel ya reservada, me apercibí de que según el programa yo iba a estar volando a Costa Rica en el preciso momento en que el Real Madrid PODRÍA estar jugándose la Liga ante los insulares

PODRÍA. A lomos de este precario condicional, un jamelgo bastante escuchimizado y lento, logré llegar a la meta del Bernabéu antes de que el brioso caballo “Viaje de novios” me diera alcance, y todo gracias a la inmensa generosidad de mi amado yugo, a quien nunca podré agradecer lo suficiente su concesión.

-Y menos mal que ganamos, porque de lo contrario cualquiera habría aguantado tu careto durante el viaje- apuntaría ella si estuviera aquí, pues bien la conozco y poca autoridad moral tendría yo para llevarle la contraria en este extremo.

Ver ganar una Liga al Madrid de las remontadas remontando (a su vez) un partido agónico ante un Mallorca sin duda primado hasta las cejas es grande. Verlo in situ (con goles de Diarra y Reyes -ay- nada menos) es impagable. Pero vivir todo eso en primera persona para acto seguido ir a Cibeles sabiendo que al final de la fiesta, al otro lado de Castellana, te espera en una suite nupcial quien está destinada a ser la madre de tus hijos está más allá de cualquier merecimiento en vida.

No fue solo aquella “Final de Liga” ante el Mallorca, claro. Antes ya vimos remontar un partido imposible en Huelva ante un Recre que nos había humillado (0-3) en el partido de ida en el Bernabéu. Roberto Carlos puso las cosas en su sitio en el último suspiro con un zurdazo tras pase de Gago, porque alguien tenía que dar ahí los pases y del glorioso trivote Gago-Diarra-Emerson el argentino era el más guapo de todos, ya que no el más dotado técnicamente. Diarra era el más dotado pero tampoco técnicamente. Emerson, el Puma, era de raza tan inexacta como sus pases largos, un poco a la manera de algunos señores que solo se ven en el metro de Lisboa (por lo de la raza, no por lo de los pases), y calvo también a la manera de determinaos transeúntes lusófonos. Dios, cómo les quiero. Héroes improbables, semidioses random que pasaban por allí para hacernos felices de manera tanto más gozosa en tanto puntual, titanes de paso, improbables ídolos (también Cannavaro y Robinho y Miguel Torres, tipos que disfrutaban muy variables grados de estatus en la profesión pero compartieron un solo modo de hundirnos en la miseria entre septiembre y marzo para elevarnos a los cielos después).

Antes de aquella Final de Liga, habíamos visto también una remontada tremebunda ante el Espanyol en el Bernabéu (4-3), dando la vuelta a tres tantos del rifle Pandiani. Y, por supuesto, asistimos también al tamudazo, aquel minuto mágico en el que marcaron Van Nistelrooy en Zaragoza (qué jugador, Dios santo) y el liviano jugador del Espanyol en el Camp Nou. Si la “Final” contra el Mallorca casi coincide con mi boda, la “semifinal” cayó el día de mi despedida de soltero. Grité la hazaña de Tamudo vestido de sarasa setentero en un restaurante ibicenco. Yo, no Tamudo.

Aquel equipo ganaba porque no tomaba nota de lo mal que jugaba, porque no tomaba nota de que perdía (y mira que perdió). Sé que es este un apunte que escandalizará a los entusiastas de la táctica, pero el poder que sobre mí ejerce esta realidad casi filosófica jamás ha dejado de fascinarme: ganaron la Liga porque nunca levantaron acta del desastre que eran.

ganaron la Liga porque nunca levantaron acta del desastre que eran

Los amantes de las táctica argüirán que, tras una derrota, lo que corresponde es sentarse todos muy serios ante una pizarra y un reproductor de vídeo, analizando penosamente hasta la última cosa que ha fallado. No sé si Capello intentó alguna vez sentar a aquella pléyade de inconscientes (dicho sea en el más bello sentido de la palabra) para que reflexionaran sesudamente sobre sus fallos. Si lo intentó, tengo claro que nunca lo logró, y mira que hay que abonarse a la temeridad más loca para desoír las instrucciones del sargento de hierro.

Bien pensado, tal vez Capello fuese el primer loco de todos ellos. Tal vez Capello era el primero que ignoraba las llamadas de lo académico. Al fin y al cabo, hay que pasarse el fútbol de los que saben de fútbol muy aplicadamente por la entrepierna para prescindir en diciembre de Ronaldo Nazário, y que te salga bien, encima. Para sustituir a Ronaldo, el técnico italiano y Mijatovic ficharon a Higuaín. “Igualín que Ronaldo”, se oyó murmurar en el vestuario, con afortunada sorna. Poco sospechaban los del juego de palabras que el mismísimo Van Nistelrooy (qué delantero, por Dios) sostendría algún tiempo después la camiseta de Higuaín, blandiéndola en dirección a la grada para celebrar uno de los goles decisivos del argentino en pos del clavo ardiendo. Nada, absolutamente nada de lo que sucedía tenía lógica alguna, pero aquellos maravillosos irresponsables se cagaban en la lógica con el mismo ahínco que empleaban en hacer lo propio con la ortodoxia futbolística.

Nada, absolutamente nada de lo que sucedía tenía lógica alguna, pero aquellos maravillosos irresponsables se cagaban en la lógica con el mismo ahínco que empleaban en hacer lo propio con la ortodoxia futbolística

Qué Madrid, amigos. Un Madrid tan encantadoramente raro y gloriosamente surrealista que en medio de este batiburrillo está el mismísimo Beckham, el mismísimo Iker, un Ramos juvenil, el propio Raúl también.

Beckham había sido apartado por Capello por decir que se cambiaría de equipo a final de temporada (o porque Calderón había dicho a unos estudiantes que iba a dedicarse a la farándula -Beckham, no Calderón-, ya no me acuerdo), pero como quiera que Capello escribe derecho con renglones torcidos le hizo volver al final para echarle clase y pundonor por igual. Raúl no tuvo su mejor año, pero oigan, cuál de estos lo tuvo.

Ninguno tuvo su año, no. Solo lo tuvimos (gracias a ellos) usted y yo. Parafraseando a Churchill, podríamos decir que nunca tan pocos jugaron tan como el culo para hacer felices a tantos. Fue un Madrid efímero, triunfal desde el caos, un Madrid a borbotones. Fue además la prueba definitiva de que el Madrid precisa de una cierta dosis de turbulencia para triunfar. Fue (aunque también lo poblaran brasileños, holandeses y africanos) un Madrid quintaesencialmente latino, porque es imposible dejar las cosas más para el último minuto. Y sobre todo, por encima de todo, fue el Madrid más rabiosamente humano permitido por la Ley del cosmos.

Mi Real Madrid favorito

1-El Real Madrid de Capello

2-El Real Madrid de Di Stéfano (años 50)

3-El Real Madrid de Mourinho

4-El Real Madrid de Zamora

5-El Real Madrid de la Quinta del Buitre

6-El Real Madrid de los Galácticos

7-El Real Madrid de Miljanić

8-El Real Madrid de la Quinta del Ferrari

9-El Real Madrid de la posguerra (años 40)

10-El Real Madrid de los García

11-El Real Madrid de Valdano

12-El Real Madrid Ye-yé

13-El Real Madrid primigenio (1902-1924)

14-El Real Madrid del "4 de 5"

 

 

Ayer un accidente de coche segó la vida del utrerano José Antonio Reyes a los 35 años. El andaluz pasó por numerosos equipos, entre ellos el Real Madrid durante una campaña en la que será recordado como uno de los artífices más importantes de la Liga de las remontadas.

Reyes llegó al club blanco ya empezada la temporada 2006-2007. En el último día del mercado se cerró una operación con el Arsenal mediante un trueque por el cual, durante aquel curso, el sevillano reforzaría al equipo de Fabio Capello y Julio Baptista se iba a Londres. El fax que debía dar el OK a la operación se demoró más de lo esperado, pero finalmente llegó a tiempo.

 

Capello tuvo muy en consideración al futbolista andaluz que sobresalía siempre por su talento innato y una zurda primorosa. Sin embargo, le siguió faltando la regularidad de la que adoleció el resto de su carrera. No se hizo con un puesto fijo en el once y, aunque salió en 19 partidos como titular, apenas completó cinco de manera completa. De este modo terminó por ser un revulsivo extraordinario. Cuatro fueron sus actuaciones decisivas para que el Real Madrid levantase una Liga ya mítica en la historia de la competición.

Su debut se produjo el 10 de septiembre en el campo del Levante, en la jornada dos de Liga, y tres días más tarde tuvo minutos en la derrota en Champions frente al Olympique de Lyon. El estreno en el Bernabéu no pudo ser mejor para el utrerano ya que partió de inicio ante la Real Sociedad y logró el primer tanto de los blancos. El cuadro capitalino estaba colapsado en ataque y Reyes, con un magistral lanzamiento de falta, desatascó a los merengues, que finalmente se impusieron por 2-0. Diez días más tarde también anotaría en su primer partido europeo en casa con el Real Madrid con un bonito tanto de volea ante el Dínamo de Kiev.

En la noche del homenaje a Puskas, tras su reciente fallecimiento, Reyes le homenajeó con un gol de zurdo de calidad, como fue el húngaro. Un disparo sutil, amagando que iba a pasar al centro del área, engañó totalmente a Toño que vio el cuero introducirse en su marco. Aquel tanto suponía el 2-0 ante el Racing que minutos más tarde terminó 4-1. Pero fue con la llegada del 2007 cuando se vio al mejor y más decisivo Reyes.

Su primer momento álgido de la campaña se produjo en Mallorca. En la última jornada de la primera vuelta Reyes salvó al Madrid de un empate en la isla que le alejaría de Barcelona y Sevilla. En un partido discretísimo de los hombres de Capello, la siniestra del andaluz volvió a dar tres puntos vitales con un golazo de falta que se coló en la escuadra de Moyá. Tres puntos que llevaron su firma.

 

Otro instante recordadísimo de aquella Liga fue el choque ante el Espanyol en el Santiago Bernabéu. “El Rifle” Pandiani se empeñó en acabar con las opciones ligueras de los blancos con un hat-trick, pero la remontada merengue fue antológica. En el descanso, y con 1-3 en el marcador, Fabio Capello echó mano de Reyes que realizó una segunda parte fantástica al entrar por Guti. Primero logró el empate a tres con el exterior de su bota izquierda y en el ’89 fue el encargado de filtrar un pase milimétrico que se coló entre las piernas de Dani Jarque para que Higuaín superase a Kameni y llevara el éxtasis a las gradas.

La lucha por la Liga era titánica, y con esta victoria el equipo madridista aguantó el liderato pese a la presión del Barcelona. Así se mantuvo la competición tras otra remontada en Huelva, un triunfo no sin apuros contra el Deportivo y el día de los transistores, con el empate blanco en Zaragoza y el del Barça en casa ante el Espanyol, con una diana ya legendaria de Tamudo.

En la última jornada el Real Madrid recibía al Mallorca, y a los 16 minutos la primera en la frente con un tanto del visitante Varela. Los nervios atenazaron a jugadores, técnicos y público, y fue Reyes el que cambió el curso de los acontecimientos. A la hora de partido fue reclamado por Fabio Capello para ingresar en el campo por David Beckham, que estaba lesionado. Dos minutos más tarde el utrerano firmaba el empate con su pierna mala tras pase de Higuaín. Reyes también intervino en el 2-1 al forzar un córner que acabó rematando Diarra. Y para culminar unos 15 minutos épicos en su vida deportiva, cerró la victoria y la Liga con un gol de clase con su maravillosa zurda. Un disparo de rosca, punzante e imparable pese a una gran estirada del arquero bermellón. Fue su último servicio al club blanco, un tanto que supuso uno de los alirones más fascinantes de la historia del Real Madrid y que muchos aficionados consideran el más emocionante que han gritado y vivido.

DEP.

Temporada 1999/2000, sitúense, el Madrid zozobraba por las últimas posiciones de la clasificación. Destituido Toshack en noviembre, tomó el equipo Vicente del Bosque. El equipo seguía sin remontar e hizo el ridículo en el Mundial de clubes. Poco a poco los resultados ligueros fueron mejorando, pero los puestos que daban acceso a la Champions seguían lejos. Nada salía bien. Fernando Hierro, uno de los líderes del equipo, padecía problemas en la espalda que se extendieron toda la temporada. La clasificación en el segundo grupo de Champions fue un infierno tras ser muy superados por el Bayern. El equipo era un coladero defensivo y el gol tampoco surgía. Sólo Raúl y Morientes aportaban en la faceta goleadora. Entonces Del Bosque ideó una defensa de cinco formada por Salgado, Iván Campo, Helguera, Karanka y Roberto Carlos. Al mismo tiempo comenzó a surgir un líder desde la portería: Casillas, un niño de 18 años, había tomado los palos tras los problemas físicos de Illgner.

Los ánimos se empezaron a renovar cuando Fernando Redondo empezó a ofrecer su mejor versión en el centro del campo. La liga ya estaba tirada y la única manera de acceder a la Champions era ganarla. Algo imposible. Entonces llegó Old Trafford, el perfecto matadero para acabar con las escasas ilusiones que quedaban. Aquello fue una exhibición icónica. Esa jugada de Redondo, ese Raúl gritando al cielo mientras Old Trafford respondía con un silencio de respeto. Contra el Bayern, el ogro europeo, apareció Anelka, el fichaje de la temporada que estaba siendo un fiasco. Marcó en la ida y en la vuelta y el Madrid se plantó en París contra el equipo de moda. No hubo final desde que los valencianistas vieron salir a los Raúl, Redondo, Roberto Carlos, etc. como si aquello fuera una pachanga más. Se los comieron. El Madrid había estado tan muerto que ya no miraba hacia atrás. Y así alcanzó la gloria.

El Madrid había estado tan muerto que ya no miraba hacia atrás. y así alcanzó la gloria.

Temporada 2006/2007, agárrense, el Real Madrid venía de una sequía larga de títulos. La última temporada se había cobrado el adiós de Zidane. Calderón fichó a Capello, un resucitador. Y Capello fue más capellista que nunca y blindó con cemento armado al equipo, al tiempo que fue prescindiendo progresivamente de Ronaldo Nazario. No es que sobrase talento, pero el italiano quería guerreros. Y eso le ficharon, pero el equipo no jugaba a nada, ¿les suena? Aquello no fluía. Ronaldo se fue en enero en busca de minutos. A excepción de Van Nistelrooy, los fichajes no funcionaban. Emerson estaba acabado, Diarrá no gustaba, Reyes apenas jugaba y Cannavaro sufría defendiendo lejos del área. En invierno llegaron Marcelo, Gago e Higuaín.

 

El Barcelona estaba lejos en Liga y en la Champions fue muy duro caer en octavos ante el Bayern. Unos días después tocaba la visita al Camp Nou. Aquello sería la muerte definitiva, la hecatombe. Pero fue en ese partido cuando todo cambió. Un Madrid imponente mereció ganar en Barcelona. Un estratosférico Messi lo impediría con un tercer gol in extremis, pero el Real había recuperado su orgullo. La rabia se apoderó del equipo. Las pocas posibilidades en Liga pendían de un hilo, mejor dicho, de un clavo ardiendo del que el Madrid muchas veces estuvo a punto de soltarse. Pero la resiliencia y el nervio eran infinitos. Numerosas fueron las remontadas imposibles. No se jugaba a nada, pero se sentía todo. No había imposibles, aquello escapaba a lo racional. El Barcelona sintió la presión y pinchó lo justo para darnos vida. El Tamudazo nos llevó al éxtasis. En la última jornada liguera, ante el Mallorca, el Madrid nos infartó hasta el final. Bendito Reyes, un héroe tan efímero como relevante en aquella gesta. Nunca vi vibrar de esa forma a un Bernabéu que meses antes bostezaba resignado. La liga que nunca olvidaremos.

El Barcelona sintió la presión y pinchó lo justo para darnos vida. El Tamudazo nos llevó al éxtasis.

Temporada 2010/2011, qué recuerdos. Un Madrid acomplejado por el Barcelona de Guardiola fichó a su némesis. Mourinho llegó a un gigante cuyo orgullo estaba herido. Habían sido dos años muy duros. La cosa no empezó mal. El de Setúbal era un soplo de aire fresco. El equipo jugaba bien. La temporada había comenzado tranquila hasta que llegó el Camp Nou. Mou creyó poder con el Barcelona atacándole. Se traicionó así mismo. El 5-0 fue demoledor. Supuso una evidencia demasiado dolorosa de que el Madrid era peor, bastante peor. Nos desnudó. El equipo continuó con dignidad el resto de la temporada. La Liga parecía lejana, pero al menos se avanzaba en Europa. El problema era saberse inferior que el eterno enemigo. Tarde o temprano llegaría otro cruce y la cicatriz no se había cerrado todavía. Un temor legítimo flotaba en el ambiente.

La ocasión llegó en la final de la Copa del Rey. Mou había aprendido la lección. Si había de morir, el Madrid lo haría de pie y con sangre en los colmillos. Ninguna humillación más se iba a consentir. Aquella final fue el mejor partido que el que escribe ha visto. Dos equipazos, de poder a poder, con sus mejores argumentos sobre el césped. La primera parte fue del Madrid. La segunda del Barcelona. Llegó la prórroga y el Madrid aún sentía el bullicio interior que su orgullo demandaba. Había una afrenta que vengar. Las fuerzas se desnivelaron y el Madrid se empezó a imponer. Di María corrió y puso un centro en el aire. Cristiano voló y remató. Gol. Era sólo una Copa del Rey, pero suponía mucho más. Cada partido posterior ya no sería una losa. Guardiola y Messi habían hincado la rodilla. Ya se vislumbraban tiempos mejores

Era sólo una Copa del Rey, pero suponía mucho más. Cada partido posterior ya no sería una losa. Guardiola y Messi habían hincado la rodilla.

El Portanálisis ha acuñado una nueva definición de madridismo: “corriente de pensamiento (y emoción) que afirma, basándose en innumerables pruebas empíricas, que siempre es posible volver a ganar, especialmente cuando menos lo parece” ¿Estas historias les recuerdan algo? En mayor o menor medida, todos hemos visualizado el fracaso al que conducía esta temporada. El verano comenzó perdiendo a Zidane y vendiendo a Cristiano. Sin fichajes de relumbrón. Sin juego ni gol. Y con Lopetegui como primera víctima de la bendita exigencia de este Club.

Pero hoy la temporada nos parece menos perdida que hace una semana. Barcelona, Atleti y Ajax aguardan y el madridismo se mira de reojo, en silencio, conscientes de que la oportunidad vuelve a estar ahí. Lo saben los aficionados, como lo saben los jugadores. Todos han visto revivir, tantas veces, al Real Madrid que son conscientes de que la vida, de nuevo, vuelve a invitarnos al mismo juego. Un rumor resuena en el Bernabéu y el madridista no puede evitar sentir la llamada. ¿Y si este año lo volvemos a hacer?

Hoy, 7 de abril, cumple 51 años Bodo Illgner, el arquero alemán que defendió el marco blanco en la ‘Séptima’ conquistada en Ámsterdam ante la Juventus y que permaneció cinco años en el club merengue.

Nacido en 1967 en la localidad de Koblenz, Bodo Illgner era un guardameta muy completo, imponente y de altura (1,90 metros). Además, destacaba sobre todo por su sobriedad, su gran seguridad, su estilo impecable sin adornos ni florituras, su enorme coordinación y sus reflejos.

El germano empezó a jugar en el 1 FC Hardtberg de Bonn hasta que con 17 años llama la atención del Colonia, que lo ficha para ser el futuro sustituto del internacional Harald Schumacher. Poco después, y tras publicar un polémico libro, Schumacher se hace con el puesto en el cuadro Die Geißböcke, algo que no abandonaría durante la siguiente década. Sin embargo, la suerte no acompaña en cuanto a títulos y tras ver desde el banquillo perder la final de la Copa de la UEFA de 1986, también se ocupa el segundo lugar en las Bundesligas de 1989 y 1990 y el subcampeonato de la DFB Pokal de 1991 al caer en los penaltis contra el Werder Bremen. Aún así, Illgner es un portero de gran prestigio en su país y también en el continente europeo, siendo galardonado con el premio de mejor guardameta europeo en 1991 y de Alemania en 1989, 1990, 1991 y 1992.

La carrera de Illgner se presumía para siempre en la Bundesliga hasta que apareció en su destino Fabio Capello. El italiano firmó como entrenador del Real Madrid en el verano de 1996 y no le convencían del todo los dos porteros por entonces en la nómina blanca: Paco Buyo y Santiago Cañizares. Buscaba un portero de más envergadura, y el club que presidía Lorenzo Sanz le firmó a poco de cerrarse el mercado de fichajes en los primeros días de septiembre. El Real Madrid pagó la cláusula de rescisión de 386 millones al Colonia y el germano aterrizó en Barajas acompañado por su mujer y representante Bianca.

illgner fue galardonado con el premio de mejor guardameta europeo en 1991

Indiscutible para el técnico italiano, le hizo debutar en la jornada dos de Liga ante el Hércules en el Santiago Bernabéu, donde se venció por 3-0. Desde entonces, nadie le tosió (jugó 40 duelos consecutivos ligueros) y cuajó un gran año en el que el Real Madrid volvió a ser campeón de Liga en dura pugna con el Barça, dirigido por Bobby Robson y guiado por Ronaldo en el césped.

Sin embargo, Capello se marchó al terminar el curso y en el siguiente una lesión en el hombro, en pretemporada, alejó a Illgner de los terrenos de juego un tiempo. Su compatriota Heynckes apostó por Cañizares en la Supercopa que se ganó ante el Barça y, a partir de entonces, en la Liga. Illgner disputó la Copa con una sonora eliminación ante el Alavés en 1/8 y no se estrenó en la competición doméstica hasta la jornada 27 contra el Mallorca a finales del mes de febrero. Por ello, el teutón declaró en varias oportunidades que dejaría el Madrid si seguía en el banquillo, y se llegó rumorear una gran oferta por parte del Borussia Dortmund para su traspaso.

Pero Heynckes entonces decidió dar un cambio de timón y el germano se asentó en el puesto para acabar el año como titular. Participó en la fase decisiva de la Champions, actuando en cuartos ante el Bayer Leverkusen y en semis contra el Borussia Dortmund, para ser el elegido en la final frente a la Juventus. De esta forma entró en la leyenda de una alineación mítica y alzó la ‘Séptima’ en Ámsterdam tras un tanto de Mijatovic que celebró con los brazos en alto como mostraron las cámaras de televisión. Luego no se quedó junto a sus compañeros en el césped en la celebración y acrecentó su fama de arisco al ser un jugador que no firmaba autógrafos, no concedía entrevistas o no acudía a las cenas oficiales o reuniones del equipo.

La temporada 1998-1999 fue la última de Illgner sano y con continuidad en la portería. Tanto con Hiddink como con Toshack fue el dueño del marco en un curso marcado por la irregularidad y el fin de una generación de jugadores que abandonarían la entidad en verano como Mijatovic, Panucci o Suker. El único éxito fue la Copa Intercontinental contra Vasco en Tokio con el gran gol de Raúl, conocido como el ‘aguanís’, y con Illgner en la alineación inicial aquel día en el Estadio Nacional.

A principios de 1999 renovó con la institución blanca tras varios meses de negociaciones, pero su hombro le volvió a dar la lata e inició su declive profesional. Actuó al principio del Campeonato Nacional de Liga en cinco partidos y también en uno de Champions contra el Oporto en Das Antas. Sin embargo, primero Bizzarri y luego Casillas le fueron apartando del césped el resto del curso y no tuvo peso en las rondas claves que terminaron con la consecución de la ‘Octava’ Copa de Europa en París contra el Valencia. Se despidió del equipo de forma oficial en un partido de la Copa del Rey en febrero del año 2000 ante el Mérida en el que se cayó por 2-1.

El curso posterior permaneció en la plantilla, pero no tuvo ningún minuto en Liga, Copa, Champions, Supercopa de Europa o Copa Intercontinental (sí jugó tres amistosos de pretemporada ante el Stade Nyonnais suizo, el Móstoles o el Getafe). Casillas ya era una auténtica realidad y, además, se firmó a César Sánchez, del Real Valladolid, que era el habitual inquilino del banquillo, lo que dejaba a Illgner, con numerosos problemas físicos, en la grada. En el mes de agosto de 2001 y con 34 años colgó los guantes de forma definitiva pese a que llegó a tener alguna oferta de su país para continuar en activo. Para la historia dejó cinco años en la Casa Blanca y unas estadísticas de 119 partidos oficiales y dos Ligas, dos Copas de Europa, una Copa Intercontinental y una Supercopa de España como gran palmarés.

En la selección teutona disputó 54 partidos, logrando su mayor hito en 1990 al levantar la Copa del Mundo en Italia. Pasó por todas las categorías inferiores y su debut con los mayores, aún como República Federal Alemana, le llegó en septiembre de 1987. Beckenbauer le convocó para un amistoso ante Dinamarca en Hamburgo que finalizó con victoria local por la mínima después de un gol de Rudi Völler. Un año más tarde acudió a la Eurocopa, pero no disputó ningún minuto al ostentar la titularidad Immel. Precisamente fue tras el torneo europeo cuando se consolidó como titular, actuando en buena parte de la clasificación para el Mundial de Italia y posteriormente siendo el dueño del marco germano en suelo transalpino.

illgner disputó 54 partidos con alemania

Illgner cuajó un buen Mundial, pero fue en las semifinales contra Inglaterra cuando se mostró decisivo con una parada a Stuart Pearce en la tanda de penaltis (4-3 para Alemania; Waddle mandó el balón fuera en la siguiente ronda de lanzamientos). Cuatro días más tarde Alemania se midió a Argentina en la revancha de la final de 1986 y, esta vez sí, los teutones, tras marcar Brehme de penalti, dejaron a Maradona sin revalidar el título y alcanzaron el tercer trofeo en la historia de la ‘Mannschaft’.

El guardameta de Koblenz continuó como titular en los dos siguientes compromisos internacionales de importancia, aunque no logró ampliar su palmarés. En 1992, ya con Berti Vogts en el cargo, jugó todos los choques de la Eurocopa de Suecia, pero en la final una sorprendente Dinamarca le batió en dos ocasiones y conquistó un trofeo memorable. Dos años después acudió al Mundial de Estados Unidos instalado en la portería, pero en cuartos Alemania hizo las maletas al perder con Bulgaria. Antes, en la fase de grupos, los teutones se enfrentaron a España e Illgner encajó un tanto en un centro-chut de Goicoetxea por el que fue duramente criticado en su país. Al acabar el Mundial, y con 27 años, Illgner le comunicó a Vogts que su etapa en el equipo nacional finalizaba y renunciaba a seguir su carrera internacional.

En su vida posterior a los terrenos de juego y tras hacer un viaje por Europa con la familia en autocaravana se instaló junto a su mujer y sus tres hijos en Alicante, aunque también pasa algunas etapas viviendo en Boca Ratón (Miami). Escribió un libro junto a su esposa titulado Alles (‘Todo’), una novela 80% realidad y 20% ficción que habla sobre el lado más desconocido y oscuro del fútbol. Además, ha ejercido como comentarista en el canal alemán Premiere, en Sky Sports o BeIN Sports.

Recuerdo que esa noche nos iban a machacar. Venía el Madrid de perder con cierta crueldad en Múnich. A Roberto Carlos se le escurrió el balón a los siete segundos de partido, y el resto está descrito en un informe forense. Todos nosotros nos estrenábamos en el Allianz, ese campo tan nuevo y tan estupendo que se acababa de hacer el Bayern. La frustración fue la misma, la tradicional, la acostumbrada, aunque en el Olímpico parecía que el horror se proyectaba desde el campo hacia afuera, por la lejanía de las gradas. Y por la pista. En el Olímpico de Múnich parecía haber una escapatoria. Siempre las pistas de atletismo hacen de cordón, dan cierta profilaxis, alejan el miedo, lo enfrían. Aquella noche en Múnich el Madrid perdió 2-1 y a Ramos le anularon un gol legal desde fuera del área, que nos clasificaba. Se había roto la nariz y jugaba con el pelo suelto, la blanca manchada de sangre. Las imágenes que retengo del partido son imprecisas, una nube de ácido claroscuro: regresaba del oftalmólogo y unas gotas que me hacían estornudar amarillo me habían dilatado las pupilas. Tres días después nos recibía el Camp Nou.

Recuerdo que decían que nos iban a machacar. Aquel Barça no era como este Barça. Pero también era un Barça campeón. El Madrid no estaba a 10, sino a 7 puntos, pero la sensación era la misma: finis mundi. Como ahora, sólo había una esperanza, un título en juego. No obstante, la Liga era para aquel Madrid, como la Copa de Europa para este Madrid, un flotador lanzado en mitad de la tormenta en la dirección en que unas manos se agitan desesperadamente sobre las olas. Una quimera. Una utopía. Una locura. Un sueño demente. Una mala broma.

Capello alineó a once hombres sin esperanza, de quienes nadie esperaba nada. Enfrente, una nación de plástico, el agitprop, Rijkaard con el flow, Messi con menos de 20 años y un tsunami a punto de romper contra el Real, rompeolas de España. Calderón con las sacas, BenQ quebrada, Beckham apartado del equipo, Ronaldo facturado a Milán en enero, dos niños bonaerenses soltados sin paracaídas sobre Madrid en llamas y Capello tratado como un Patton gagá. Recuerdo que decían que nos iban a machacar, y en efecto, cualquiera que no fuese un adolescente enfermo de optimismo (se cura con la edad) podía advertir la catástrofe.

Real Madrid Barça 2007

Pero al Madrid no lo machacaron aquel día. En aquel tiempo las heridas del Madrid me dolían de verdad, con un dolor físico. Fueron años terribles, en los que cada ofensa hecha a la institución se me figuraba un desafío a mi nombre, a mi familia y a mi honor. Tenía yo una concepción absurda de las cosas: lo que es salir de un colegio franciscano, entrar en un instituto público, coquetear con Marx, leer a Reverte y descubrir Fans del Madrid. En esa transición dramática me encontré atrapado en plena Década. Aquella semana atravesé todas las fases de la ciclotimia nerviosa: depresión, miedo, exaltación, ira y orgullo furioso.

¡Pero qué partido de Guti! Los dos enfrentamientos contra el Barcelona de aquel año justifican toda su carrera. Especialmente aquella noche. Hizo del Camp Nou su after, hizo de su zurda una bomba atómica. Hay algo que pervive todavía en la psique barcelonista, a pesar de todos sus triunfos contemporáneos: la certeza de que el Madrid es pura resiliencia, y de que al fondo del pasillo, de la oscuridad, saldrá una mano blanca que le retorcerá el cuello al niño Dios culé. Aquella fue una de esas noches. El fantasma se hizo carne y sobre Disneylandia cayó el silencio como una manta de plomo, como una tiniebla.

Van Nistelrooy y Diarra, Djilla, emergieron del océano: dos gigantes, dos San Cristóbal, dos colosos goyescos. Sostuvieron en una mano al pueblo madridista hasta depositarlo en la orilla correcta; con la otra fulminaron un escenario que estaba preparado para albergar la representación de una tragedia, la madridista. Reventaron el espectáculo. Y Ramos, naturalmente, marcando el 2-3 de cabeza, con la coronilla, saltando sobre Puyol, ganándole el balón, tomando la pluma y escribiendo el primer acto de la Nueva Historia del Madrid Contada Por Un Héroe a Cabezazos. Cuando marcó Ramos yo salté del sofá y miré a mi padre: estaba durmiendo. Comprendí en ese momento que desde entonces estaría solo, que el futuro estaba en las manos de mi generación, una generación de delfines huérfanos, de Luises XVII, que siempre tendría París en contra pidiendo nuestras cabezas coronadas. Messi sería guillotina y bandeja, sobre la cual el Barcelona serviría a la Historia el despojo de la primera quinta de madridistas educados en la soledad y la derrota. Pero no aquella noche.

Aquella noche descubrí que hay momentos estelares en que un fulano de blanco se sube al Empire State y desvía el meteorito. Es una figura literaria que se repite. Casillas en Glasgow. Raúl en Tokio. Ronaldo en Manchester. Cristiano y Bale en Mestalla. Ramos en Lisboa.

Aquella noche Messi tuvo que ponerse la capa. Empató a 3 y pareció el final. Suspiró Rijkaard y rezongó Capello. Resurrección fallida. Al contrario. Había empezado la conquista de la mejor Liga que recuerdan mis ojos. Una Liga salvaje.

 

En el verano del año 2006, Italia era el epicentro de un maremoto que había asolado el fútbol internacional. La gran ola lo arrasó todo en dos direcciones. Por una parte, a lo largo de la temporada anterior, se destapó el Moggi-Gate. El escándalo salpicaba, principalmente, a la Juventus y al Milan, que es como decir, a dos de las tres grandes cabezas de la lujosa hidra del Calcio. Se produjo, en consecuencia, una diáspora. Los mayores talentos de dos de las mejores plantillas de Europa estaban, de pronto, expuestos en un bazar, a precio de saldo. Por la otra parte, en medio de estas convulsiones y de forma absolutamente inesperada, a la selección italiana de fútbol le dio por ganar la Copa del Mundo que en ese verano se jugaba en Alemania. Ganar, quizá, es una palabra muy estrecha para describir bien la hazaña melodramática, violenta, épica, bella e iconoclasta que llevaron a cabo los italianos en aquel Mundial. Varios de los puntales de aquel equipo jugaban en la Juventus. Venían de ganar dos Scudettos seguidos que acababan de serles despojados. El entrenador de la Juve era Fabio Capello, quien ante el panorama de verse en un equipo campeón abruptamente descendido a la Serie B, decidió aceptar la oferta del candidato a la presidencia del Madrid, Ramón Calderón. Calderón ganó una de las elecciones más bochornosas de la Historia del Real y se trajo a Capello con Cannavaro. Capello convenció a Cannavaro de que la segunda división italiana no era el lugar apropiado para el flamante capitán campeón del mundo, el hombre que había hecho creer a todos que era más fácil colarle un pelotón de persas a Leónidas en las Termópilas que meterle un gol a un equipo suyo. En Madrid se iban a encontrar con el futbolista joven más prometedor de Italia; el único fantasista que, naturalmente, no había sido convocado por Marcello Lippi para el Mundial de Alemania. Era Cassano. Llevaba 6 meses en Madrid, alimentando algo más que su fama de maldito.

Cassano Real Madrid

Antonio Cassano llegó a Madrid en enero de 2006. Nacido en Bari en el año en que Italia ganó su tercera Copa del Mundo, Cassano encarnó desde alevín todas las trazas culturales de la Apulia. Por el tacón de la bota italiana ha pasado de todo desde que el primer griego puso un pie allí, hace tres mil años. Frontera entre Occidente y Oriente, ha sido solar de piratas, puente con los Balcanes, patio trasero de Grecia y capricho de las correrías turcas. Como Nápoles, como Calabria, la Apulia es fermento de pícaros y de desharrapados. Por eso Cassano parece sacado de una novela de Galdós, con la cara picada por el acné juvenil y el trapío descarado del niño que se ha criado en la calle.

Mi madre decía que los niños que están en la calle de sol a sol no cogen ni un resfriado. Cassano tiene toda la pinta de ser uno de esos a los que su madre les convocaba a casa, al atardecer, como los muecines, dando voces. Ese tipo de gente sabe todo lo que hay que saber de la vida a los diez años, por eso la mitad de los amigos de la infancia de Il Talentino están en la cárcel o en el cementerio.

En Bari se hizo famoso al marcarle un gol espectacular al Inter, al final de la temporada 2000-2001. El fútbol fue su redención: “No he trabajado nunca. De todas formas, no sé hacer nada”. De pegarle tirones a los bolsos de las viejas y de birlarle carteras a los turistas, le salvó la pelota, y quizá por eso Cassano es un jugador hecho a imagen y semejanza del balón: orondo, pero rápido. La pelota es una esfera que cuando se pone en movimiento, deslízase entre las piernas de los menos avezados, y a pesar de su redondez, sólo acepta la doma de dos mujeres: la velocidad y la precisión. Cassano es un virguero y con esos atributos llegó a Roma en el verano de 2001, comprado por treinta millones de euros.

La Roma era campeona de la Serie A, por primera vez en mucho tiempo. También la entrenaba Capello. Con él, Cassano brilló casi tanto como Totti, que es como decir, voló alto como Ícaro. Pero también se quemó, demostrando la impertinente validez atemporal de las fábulas griegas. Cassano puso de moda el término cassanatta, nombre con el que la prensa deportiva de Italia llamaba a sus travesuras de enfant terrible: se marchaba de los entrenamientos por enfados pueriles, rompía cosas en el vestuario si no le gustaba un cambio, se pegaba con algún compañero o insultaba abiertamente a sus entrenadores si le dejaban fuera de una convocatoria. Capello, que supo tratarle, se fue a Turín, y a Cassano ya no fue quedándole nadie en Roma, salvo Totti. Protegido por el Papa civil de Roma, Cassano aguantó hasta que en 2006 el Madrid le llamó y él se vino a España con la tradición picaresca de la Apulia pegada a la joroba.

Presentación Cassano Real Madrid

Costó cinco millones y medio pero no fue presentado por Florentino. Butragueño le dio la bienvenida en un acto extravagante: Cassano vestía una chaqueta parda con el cuello de plumas, lejos ya de la fanfarria galáctica que acompañó el aterrizaje de Zidane, Ronaldo o Beckham. Como para desmentir ese pronto, Cassano marcó en su debut. Mandó dentro, con el muslo, la primera bola que tocó en el partido que, inmediatamente después de su presentación, el Madrid jugó en Sevilla contra el Betis, en la ida de los octavos de final de la Copa del Rey de aquel año. Lo metió estando en fuera de juego y en un requiebro callejero. La celebración, partiéndose el culo, indicaba la zorronería: era como si en una calle de Bari, él se hubiese aprovechado de algún compañero bobalicón.

Aquella temporada fue nefanda. Al mes, Florentino dimitiría y Cassano, gordo desde que llegó de Roma, tan sólo marcaría una vez más. Fue contra el Atlético, en Liga y en el Bernabéu, de cabeza. Ese gol fundó una relación suya con el Atlético de Madrid que, si bien fugaz, fue muy productiva para el Madrid. Justo un año después, ya con Capello, el Real afrontaría un durísimo partido en el Calderón. Desahuciado de la Liga, a siete puntos del Barcelona, el Madrid perdía 1-0. Torres había conseguido, por fin, colarle un gol a Casillas, su monstruo final del juego, y todo parecía ir en volandas para los locales. En un momento dado de la segunda parte, Capello toma una decisión arriesgada: introduce a Cassano. A pesar de las buenas perspectivas del verano, la relación entre ambos estaba muerta. Cassano le llamó “uomo di merda” en el vestuario del estadio del Nástic de Tarragona, en noviembre, por haberlo tenido calentando en la banda durante toda la segunda parte, sin sacarlo. Capello lo fulminó, antes de cargarse también a Beckham por anunciar su pase a los Galaxy al final de la temporada, y antes de perder definitivamente el control de la situación en enero de 2007. Pero, ese día en el Calderón, era marzo. Y Capello sacó a Cassano.

Apenas tocó tres balones. Se plantó en el centro del campo con los dos brazos vendados: tenía unos tatuajes recién grabados y parecía ir corriendo con dos placas de hierro protegiéndole los brazos como si llevase armadura. De los tres balones que tocó, dos sirvieron para enfriar al Atlético y uno para servirle el empate a Higuaín. La dejó correr por entre dos rojiblancos y apenas la rozó con el empeine de la bota derecha. La pelota corrió al espacio e Higuaín la desvió por entre las piernas del portero. Gol. 1-1. Ese punto, que entonces fue calificado de anecdótico, al devenir de la temporada significó el título de Liga. No fue Cassano quien ganó la Trigésima, de eso no quedan dudas, pero ese punto valió tanto como el del 3-3 en el Camp Nou o el del 2-2 en Zaragoza.

A pesar de la resurrección salvaje de aquel Madrid rubio platino, Cassano no volvió a aparecer más por una convocatoria: Capello, hombre de honor mediterráneo, puede perdonar una desavenencia, digamos, mercantil, como la de Beckham, pero no que un niñato de Bari le dijese que era más falso que un billete del Monopoly.

Cassano Real Madrid

Cassano salió de Madrid al año siguiente, como era natural. Por lo mismo que costó, lo compró la Sampdoria. Allí adelgazó 20 kilos y se puso a gambetear como si enfrente tuviese a un equipo formado por soldados de la Sacra Corona Unita, la mafia de Bari. Estaba de nuevo en su zona de confort, la Italia que le perdonaba todo por la promesa incadescente que significaba su propio nombre: Fantantonio, Il Talentino, el futbolista más absolutamente impredecible del depauperado fútbol italiano.

Poco después publicó su autobiografía. Reconoció sin rubor que en Madrid se había entregado a los bollos y a las mujeres, como si se los fueran a prohibir. “Tengo 26 años. He vivido 17 como un pobre y sólo 9 como un rico. Todavía me quedan 8 para empatar”. En 2011 tuvo su tercera gran oportunidad en la élite: lo fichó el Milan. Allí lideró al equipo hacia el último Scudetto de la sociedad, junto a Ibrahimovic, y allí también sufrió un ictus. Al final de su segunda temporada, Cassano estuvo a punto de ganar la Eurocopa con Italia, en Ucrania: fue el mejor del equipo, y era como si la oportunidad malograda en el Mundial de 2006 hubiera vuelto en forma de segundo nacimiento para la escuadra nacional. El Milan lo traspasó al Inter, siguiendo la tradicional fluctuación infinita de jugadores entre ambos enemigos irreconciliables. Pero Cassano ya estaba descartado para la alta competición. Volvía a estar gordo, volvía a pelearse con todos, y volvía a parecerse a lo que decían en 2002 de Saddam Husseim, que no dormía dos noches en la misma casa. Del Inter al Parma, justo en la temporada en que el Parma terminó en la morgue oficial del fútbol italiano: descendido a cuarta división, y refundado.

Cassano ha vuelto a Génova, a la Samp, y yo sigo con el nick de Twitter que le robé a sus fans. Fantantonio fue lo primero que se me vino a la mente y todavía hoy recibo comentarios en italiano de gente que me insulta, o me pone por las nubes. Como ya temía Enric González cuando Cassano sólo tenía 22 años, Cassano ha terminado perteneciendo a la estirpe de los poetas malditos. Porque sus pies “intuyen y sienten: adivinan dónde hay un vacío, cuánto se puede esperar, quién está en cada lugar, y por qué”. Pero Cassano también “es feo, cruel y desconsiderado: mientras marca, ríe”. Y eso, en la alta literatura del balompié mundial, sólo pueden hacerlo los que aman más la mancuerna que la napolitana de chocolate.

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