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En la vuelta del fútbol

En la vuelta del fútbol

Escrito por: John Falstaff11 junio, 2020
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Hay algo sutilmente incómodo en el anuncio de la vuelta del fútbol, como una camisa que tira un poco de la sisa, o como lo que siente el señor que ve el cielo encapotarse apenas ha acabado de montar la sombrilla en la playa. Incómodo y triste, melancólico como los valses de El caballero de la rosa o como el llanto del piano y el violonchelo de las Canciones sin palabras de Mendelssohn. Canciones sin palabras, playa sin sol, fútbol sin público. Un partido de fútbol con las gradas vacías es como un cuadro en los sótanos de un museo, como una vieja mecedora acumulando polvo en algún oscuro desván. O eso creía.

Y digo "eso creía" porque ya no lo creo. Me han bastado unas pocas semanas de fútbol alemán para entusiasmarme con la reanudación de la Liga española. Ver un partido de la Bundesliga es tan entretenido como contemplar a Angela Merkel tomando el sol, pongo por caso. La Bundesliga siempre ha sido lo que técnicamente se denomina un coñazo, un coñazo en el que siempre gana el Bayern, que es como el señorito de la finca con derecho a quedarse con todos los jugadores alemanes de los que se encapricha. El Bayern gana la Bundesliga por aplastamiento, como un panzer anunciado por el chirriar trabajoso de sus engranajes, que viene a ser como la música horrísona de la destrucción, en este caso de la belleza y de la emoción (no es casualidad que Stockhausen fuera alemán, y apuesto a que también hincha del Bayern). Yo he intentado ver algún partido de la Bundesliga estas últimas semanas pero, indefectiblemente, a los cinco minutos me asaltaban unas ganas irrefrenables de hacer algo más divertido, qué sé yo, sacarme una muela con unas tenazas, o algo.

Ahora reparo en que durante estos largos meses de arresto domiciliario y forzada huelga de hambre futbolística, y especialmente durante estas últimas semanas entre bostezo y bostezo de inspiración bávara, me he acordado mucho de un antiguo jefe. Y es que en la noche de los tiempos yo tuve un jefe galés que se llamaba Gareth. Es posible que la memoria me falle, pero juraría que por aquel entonces yo aún era un niño, y a mis ojos Gareth se representaba fuerte, grande, ancho, de rasgos poco refinados pero tocados con la elegancia de la proporción. Tenía cara de jugador de rugby, adornada con una perilla que era como el terreno conquistado por la coquetería a la llaneza de su rostro. Aunque en aquella época Gareth debía de sobrepasar escasamente la treintena, el pelo ralo y muy cortito ya clareaba, y el conjunto de su estampa desprendía una suerte de majestad natural, una nota de distinción que se veía subrayada por una mirada azul, transparente y luminosa, como de rayo de luz atravesando una vidriera. Hablaba de forma pausada, sin elevar jamás al tono, y con frecuencia salpimentaba la expresión de sus pensamientos con un sentido del humor exquisito, finísimo, sutil como un buen perfume. Era de esas personas que sólo se hacen notar cuando faltan, y cuya sabiduría y discreción a menudo es confundida con la timidez.

Ahora me gustaría poder añadir que, andando el tiempo, también tuve un jefe llamado Zinedine, pero eso supondría retorcerle demasiado el brazo a mi débil memoria. Lo que sí puedo afirmar sin traicionar la verdad más allá de lo admisible, es que en la noche de los recuerdos yo no tuve un jefe francés que se llamaba Zinedine, pero quise haberlo tenido. Mas es posible que la memoria me falle, y en ese caso juraría que por aquel entonces yo seguía siendo un niño, y a mis ojos Zinedine se representaba inefable, sobrenatural, etéreo, una efigie de mayor cuantía que ejercía su graciosa divinidad en el bendito reino de las ilusiones infantiles que se resisten a morir. A veces, probablemente sugestionado por esa nebulosa que difumina los recuerdos más remotos, tan remotos que nunca existieron, incluso me parece que mi jefe, ese jefe que no tuve, me enseñaba a ver el fútbol y, con él, la vida. Y yo aprendía fijándome mucho en sus ojos, en sus ojos también de niño, porque en ellos estaba todo.

Sí, eran los ojos de un niño, los ojos traviesos de un niño serio, los ojos profundos, serenos, pausados, intensos. Eran los ojos alegres, limpios, soleados del niño que jugaba al fútbol y soñaba grandezas en las calles sucias, desvencijadas, de un arrabal de Marsella. Eran los ojos despiertos que veían luz y belleza y elegancia allá donde los demás sólo acertaban a encontrar pobreza y penumbra. Eran los ojos que veían el camino donde otros se fijaban en la piedra. Eran los ojos luminosos frente a quienes nada pueden las sombras, las nubes, los negros augurios y aun las insidias. Eran los ojos que veían certezas donde a otros les ahogaban las dudas. Eran los ojos de la fe pura, inmaculada, indestructible que sólo a los niños les es dado alcanzar. Eran, en definitiva, los ojos más madridistas que en el mundo han sido.

Sí, Zinedine, veía la vida, o sea, el fútbol con ojos de niño, lo que confundía a quienes se obstinaban en diseccionar con bisturí de forense y trazas de catedrático cada una de sus decisiones. Zinedine veía donde los demás no lo hacíamos, y sólo si uno aceptaba la propia miopía alcanzaba a atisbar la profundidad de la mirada de aquél. Así como Kipling escribía cartas extensas porque no tenía tiempo de escribirlas breves, casi todos los analistas hacían del fútbol, o sea, de la vida algo muy complicado porque les faltaba la sabiduría que le sobraba a Zinedine para hacerlo sencillo. Y no sólo lo hacía sencillo: también lo hacía exitoso, y amable, y sin aristas, y humano, y bello. Sencillo y bello; ya se ha dicho que los ojos de Zinedine veían la belleza, y a la belleza, como nos enseñara Beethoven —madridista avant la lettre—, no hay ninguna regla que le esté vedado infringir.

Así que, efectivamente, escribiendo estos pensamientos inconexos y desordenados, sin más hilo conductor que la febril duermevela de una pesada siesta de junio en Madrid, me doy cuenta de que tengo muchas ganas de que vuelva el fútbol, aunque sea sin público. No sólo por librarme de la condena cruel de la Bundesliga, sino sobre todo para reencontrarme con aquellos dos antiguos jefes, Gareth y Zinedine, de suerte que mi apaleado espíritu, siquiera por unas horas, pueda volver al territorio sagrado de la infancia y olvidar este espantoso presente que lo tiene furioso y encogido.

 

Fotografías Getty Images.

 

En el prosaico mundo real me llaman Eduardo Ruiz, pero comprenderán ustedes que con ese nombre no se va a ninguna parte, así que sigan llamándome Falstaff si tienen a bien. Por lo demás, soy un hombre recto, cabal y circunspecto. O sea, un coñazo. Y ahora, si me disculpan, tengo otras cosas que hacer.

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